La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Criminología crítica y Violencia de género
Trotta,
Madrid,
Violencia de género y respuesta integral
José A. Estévez Araújo
Nadie niega que la Ley integral contra la violencia de género del año 2004 supuso un avance muy importante en el terreno de la violencia contra la mujer pareja, hasta el punto de que ha servido de punto de referencia para las feministas de otros países europeos como Francia. No obstante, en un libro titulado Criminología crítica y Violencia de género (Trotta, Madrid, 2007) Elena Larrauri dirige a la filosofía que subyace a la ley algunos reproches que invitan a la reflexión.
Una de las críticas que Elena Larrauri dirige contra el feminismo “oficial” del que es expresióna la Ley de protección integral contra la violencia de género es que se considere que la desigualdad de género es la única causa de la violencia contra la mujer pareja. Es decir, que se sustente la hipótesis de que la situación de sumisión de la mujer y los valores y discursos que justifican tan sumisión son condición necesaria y suficiente para explicar la violencia contra la mujer pareja. Se habría pasado así de la consideración de que los maltratos a la pareja son “casos aislados” como en su día dijo Álvarez Cascos a una explicación monocausal fenómeno de la violencia doméstica.
Este planteamiento del feminismo “oficial” choca con algunas consideraciones de sentido común, como la de que no todas las mujeres corren el mismo peligro de sufrir maltrato por su pareja. Hay factores de riesgo como el alcoholismo o la marginación social que incrementan la probabilidad de que una mujer sea maltratada por su pareja.
Reconocer esto no significa diluir el fenómeno en un conjunto atomizado de “casos aislados”. Hay que tener siempre presente que la violencia contra la mujer pareja se inscribe en un marco social de subordinación de la mujer, de desigualdad de género. Pero, teniendo en cuenta esta realidad social subyacente, hay que tomar en consideración los factores que hacen más probable que las mujeres sean maltratadas por sus parejas, para poder llevar a cabo compañas eficaces de lucha contra este fenómeno.
La segunda línea de crítica que Larrauri realiza a la filosofía que subyace a la Ley Integral contra la violencia de género es el excesivo recurso al derecho penal que en ella se hace. El feminismo oficial ha caído en la tentación del populismo primitivo convirtiéndose en lo que la autora califica de “feminismo punitivo” (pag. 68). En efecto, entre los grupos feministas han existido siempre sectores reacios a acudir al Estado (y al derecho penal), por considerar la institución estatal como uno de los agentes de la dominación patriarcal.
El primero es que, como regla general el aumento de las penas se ha mostrado ineficaz como mecanismo de prevención contra la comisión de nuevos delitos. Ello se muestra así en este caso específico en el supuesto de los homicidios cometidos contra la mujer pareja, que no han disminuido, a pesar del incremento de las penas. Hay que tener en cuenta, además, que en este tipo de delitos es muy frecuente que el agresor acabe llamando el mismo a la policía o suicidándose tras cometer el delito.
En segundo lugar, el derecho penal es un instrumento inadecuado para hacer frente a problemas sociales complejos. De hecho, eso es lo que pretende el llamado “populismo punitivo”: criminalizar los problemas sociales. En lugar de aumentar las ayudas sociales, se recortan éstas y se implanta la “tolerancia cero”, con el resultado de que sólo en Estados Unidos hay más de 2.000.000 de personas sometidas a penas privativas de libertad. La cárcel sustituye el estado asistencial.
En el caso de la desigualdad de género, el problema es similar. Afrontar esa situación estructural exige medidas sociales, programas de ayuda, garantías efectivas de la igualdad de oportunidades…. El derecho penal no es, pues un instrumento adecuado por sí solo para solucionar el problema de la desigualdad de género.
En tercer lugar, el tipo de respuesta que el derecho penal da al problema de la violencia contra la mujer pareja contradice su concepción como un problema de violencia de género. Ello es así porque el derecho penal no se ocupa de las causas estructurales de los problemas ni pretende combatirlas. Lo que hace el derecho penal es indagar si hay una persona concreta a la que pueda considerarse culpable. Con ello, hasta cierto punto la violencia doméstica vuelve a convertirse en un problema de “casos aislados”, de supuestas individualizadas sin un trasfondo sociológico común.
Con esta línea de crítica, Elena Larrauri no está pretendiendo defender la propuesta de que se elimine el derecho penal como respuesta a la violencia contra la mujer pareja, pero sí que éste juegue un papel más secundario y subordinado y no tan preeminente y principal como el que ocupa ahora. El carácter estructural de la violencia de género, que la propia Ley resalta, exige una respuesta que sea verdaderamente integral, y en esa dirección es en la que deberían darse los pasos futuros.
11 /
2007