La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
David Hernández Castro
El 15-M tras el 20-N. La alternativa de la Primera Internacional
Muchos años antes de que el 15-M pusiera la primera tienda de campaña, otro movimiento social, mucho más arriesgado, subversivo y determinado a enfrentarse con la poderosa maquinaria del sistema capitalista ocupó las plazas, las fábricas y las portadas de los periódicos en torno a una consigna fundamental: “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos”. El movimiento emergió en varios países con una fuerza y una radicalidad que hizo saltar por los aires todas las alarmas del sistema. La represión descarnada, la censura, las detenciones políticas, la privación del sustento y la persecución a los hombres y mujeres que destacaban en el movimiento, parecían no tener más resultado que el de multiplicar las adhesiones y el de estrechar los vínculos de solidaridad y fraternidad que daban fuerza a la rebelión social. No había una única ideología detrás del movimiento, sino un programa común, y un Consejo coordinador que la mayor parte del tiempo se reunió en Londres. Cada asociación, en cada territorio, establecía sus propias estrategias y prioridades para la lucha social. Pero hubo un elemento de discusión que pronto se convirtió en la razón de una fractura. No fue el peso de la represión, sino la división interna, lo que terminó fraguando el ocaso de la Primera Internacional. Dos personas se convirtieron pronto en los portavoces de este enfrentamiento. Por un lado, Karl Marx, al frente del Consejo General de Londres, postulando la necesidad de que el nuevo movimiento obrero interviniese en la lucha política de cada país a través de la constitución de una organización política propia, nítidamente diferenciada, en sus objetivos y en su forma de organizarse, de los corruptos partidos políticos de la burguesía que se repartían el poder y la representación en los parlamentos. Por otro lado, Bakunin, el gran conspirador del anarquismo, que se oponía fervorosamente a esta orientación estratégica en pro de permanecer al margen de las instituciones del poder, para alimentar un entramado asociativo del movimiento que fuera capaz, en un momento dado, de derribar el sistema sin participar en la toma del poder del Estado. Las dos posiciones fueron defendidas con uñas y dientes por sus partidarios. Más adelante, incluso con las armas. Pero en realidad, muchas de las batallas que se libraron en nombre de esta diferencia fueron imposturas que dudosamente podrían haber encontrado su justificación en ella. En la terrible represión que el Gobierno bolchevique realizó de la rebelión de Kronstadt, Karl Marx, de haberla vivido, habría estado del lado de los anarquistas. En Barcelona, se le encontraría con los indignados por la injusta detención de Andreu Nin y sus partidarios. Pero mucho tiempo antes, antes incluso que Trotsky y los condenados en la farsa de los procesos de Moscú, habría caído víctima de la traición y el piolet de Ramón Mercader. Y todo ello porque Marx, a pesar de las vulgarizaciones que se realizaron de su pensamiento, en parte muñidas por sus adversarios, en parte consecuencia de la mala interpretación de algunos que se proclamaban sus seguidores, nunca fue un defensor del Estado, ni de la represión de las libertades políticas como estrategia para la lucha de clases, ni de la supresión de la democracia por el poder del partido, ni nada que se le parezca. Tanto es así, que uno de sus mejores intérpretes, Maximilien Rubel, ha llegado a considerarlo como uno de los mayores teóricos del anarquismo. Sí, a Karl Marx. Y no está solo en esta interpretación. Podrían subscribirla, si no en su provocadora formulación, sí en su contenido, autores de la talla de Rosa Luxemburgo, Karl Korsch, Paul Mattick, Anton Pannekoek, Debord, o en nuestro país, Francisco Fernández Buey. Pero si esto es así, ¿dónde radica aquella insoportable diferencia que dio al traste con la Primera Internacional? Y lo que es más importante, ¿podemos leer en el proceso actual de las ocupaciones una ramificación de las posiciones que hunden sus raíces en aquella primera escisión de la Internacional? Nosotros pensamos que sí. No, desde luego, en la reproducción mecánica de los acontecimientos ni de la articulación de los actores y el conflicto social. Las condiciones sociales y la composición de clase son demasiado distintas como para permitir este tipo de comparaciones. Pero sí en cuanto a un elemento clave para la estrategia del movimiento, el que tiene que ver con la determinación del tipo de medios políticos que cabe emplear en la lucha contra el sistema. En este aspecto, los acontecimientos que se han sucedido desde el 15 de mayo hasta el 20 de noviembre, o lo que es lo mismo, desde la aparición de un potente movimiento social de contestación contra el sistema hasta el triunfo aplastante en las elecciones del partido que mejor representa los intereses de este sistema, suponen una clarificadora imagen especular de los aciertos y derrotas del pasado. Para salir de este laberinto de espejos, que reproduce los fracasos de la subjetividad rebelde, debemos realizar una aproximación crítica.
Estamos a finales de agosto de 1873. La Federación Española de la Internacional está profundamente dividida y en franco retroceso. La República se encuentra en una situación crítica, acosada por la insurrección cantonal y el ejército carlista. Tres meses antes se han celebrado las elecciones a Cortes Constituyentes, donde la rama española de la Internacional, bajo la orientación mayoritaria de la tendencia más próxima a Bakunin, se ha pronunciado en contra de la participación en el proceso político. Pero se trata aquí de una abstención heterodoxa respecto a la posición habitual de la tendencia anarquista. Afecta sólo a la Internacional en cuanto tal. Sus militantes, en cambio, pueden tomar partido en cuanto individuos. José Mesa y Paulino Iglesias, miembros de la sección minoritaria de la Federación española, afín al Consejo de Londres, escriben el 24 de agosto un informe al sexto Congreso General de la Asociación explicando su punto de vista:
Ya en vísperas de las elecciones generales para las Constituyentes, los obreros de Barcelona, Alcoy, y otros puntos quisieron saber qué política debían seguir los internacionales, tanto en las luchas parlamentarias como en las otras. Celebráronse con este objeto dos grandes asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había de ser la actitud política de la Internacional, resolviéndose que la Internacional como Asociación no debe ejercer acción política alguna; pero que los internacionales, como individuos podían obrar en el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese, siempre en uso de la famosa autonomía. ¿Y qué resultó de la aplicación de una teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los más anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de republicanos burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría.[1]
No es difícil encontrar paralelismos con la situación actual, sabiendo traducir los actores sociales al lenguaje del presente, y teniendo en cuenta tanto la distancia histórica como la diferencia cualitativa que supone hoy la presencia de una izquierda consecuente en el Parlamento, encabezada por una IU que ha conseguido 11 diputados y un gran avance en su presencia institucional. Sin embargo, la airada pregunta que Mesa e Iglesias se formulan en torno a la estrategia adoptada por el movimiento social sigue siendo igual de pertinente en nuestros días, en tanto que las distintas expresiones nacidas en torno al 15-M han confluido en torno a una posición similar que la de la Federación española de la Primera Internacional[2], y con resultados igualmente frustrantes[3]. La cuestión que cabe plantearse es si la no participación del 15-M, en cuanto tal, en un proceso político que sabemos viciado por una reglamentación electoral injusta, ha favorecido a la causa de la transformación social, o más bien, ha beneficiado al empoderamiento político de la derecha más ultramontana. Desde la Primera a la Segunda Internacional, pasando por la Segunda República, mayo del 68, y la llamada Transición democrática, esta pregunta ha sido la piedra de toque de todos los intentos que se han realizado por transformar la realidad. No somos los primeros en realizarla. Pero precisamente por eso, tenemos una ventaja: la experiencia acumulada.
Y una vez más, los hechos vuelven a corroborar la experiencia del pasado. Abandonar el campo de la lucha política, de la representación institucional, no contribuye al éxito de la subversión social, sino que muy al contrario, abona la representación política de los partidos de la derecha. Hay una cosa, sin embargo, en la que la crítica de los anarquistas tenía razón: la participación en las instituciones políticas, la delegación de la representación, corrompe la democracia, se introduce en las estructuras internas de las organizaciones de la izquierda y socava su determinación revolucionaria, aislándolas de sus bases sociales, creando estructuras de compartimentación vertical, integrándolas en la fábrica de producción política. No es cuestión, como hemos comentado en otra parte[4], de mejores o peores dirigentes, sino de formas de organizar el trabajo político. Las mal llamadas democracias representativas imponen una forma de producción política que obliga a los partidos a ceñirse a una determinada forma de organización interna. Incluso para poder inscribirse en el registro de partidos, se debe cumplir con este modelo. De manera que nos encontramos, después de todo, ante una disyuntiva inquietante, en la que los partidarios de Marx y Bakunin tendrían razón al mismo tiempo, si es cierto que tanto la participación como la abstención política tendrían resultados igualmente desastrosos para los objetivos de la transformación social. Cogida en el estrecho de Escila y Caribdis, la izquierda estaría eternamente condenada a naufragar bajos los efectos opuestos de alguna de las dos corrientes del sistema: la que se la traga bajo el remolino de la representación parlamentaria, o la que la arroja al ostracismo político de la marginalidad del sistema.
La manera de romper este círculo vicioso está en el mismo Marx. No en el Marx de la vulgarización marxista, sino en el que se desprende de sus propios textos, el que inspiró a varias generaciones de revolucionarios y revolucionarias contra el dogmatismo y la fosilización de la teoría en la Unión Soviética. Este Marx, decimos, tenía una respuesta clara, y puede leerse tanto en los numerosos escritos de la Primera Internacional como en otros trabajos y artículos que establecieron su posición más allá de toda ambigüedad. En síntesis, de lo que se trata es de participar, pero de otra manera, de utilizar los instrumentos de representación política para subvertir la política de la representación, de atacar al sistema allí donde el sistema ofrezca resquicios para el ataque, clavando cuñas en los intersticios, abriendo grietas en el edifico del poder. Pero esta lucha contra el sistema que se vale de los propios medios que el sistema ofrece para conculcar la lucha, sólo puede conservar su integridad bajo unas condiciones determinadas, que son las que Marx estableció en el primer párrafo de los Estatutos de la Asociación Internacional de los Trabajadores, o sea, que la emancipación de los trabajadores sólo podrá ser obra de los trabajadores mismos. Y la única manera posible de leer esta afirmación es en el sentido de la democracia radical. Es decir, que las estrategias y procedimientos de la participación política del movimiento obrero debían estar articuladas por la radicalidad democrática como forma de organización política. Marx, Engels, y los obreros que debatieron y aprobaron los documentos congresuales de la Primera Internacional, tenían este punto en común. Era necesario crear un partido de nuevo tipo, pero un partido que no sólo se distinguiese por sus objetivos políticos, sino también por la forma de defenderlos. Había que oponer, a las estructuras rancias de la burguesía, unas estructuras de organización nuevas, revolucionarias, capaces de liberar las energías de la clase trabajadora. En una de sus primeras comunicaciones a la recién constituida Federación española de la Primera Internacional, Engels, en nombre del Consejo General, hablaba de la necesidad de constituir este “nuevo” partido en contra de los “viejos” partidos que se repartían el poder.
En Francia, en Inglaterra y en Alemania los socialistas se han visto y se ven todavía en la necesidad de combatir la influencia y la acción de los viejos partidos políticos, sean aristocráticos o burgueses, monárquicos o incluso republicanos. La experiencia ha probado por doquier que el mejor medio de emancipar a los obreros de esta dominación de los viejos partidos, ha sido fundar en cada país un partido proletario con un política propia, una política que se distinga muy claramente de la de los otros partidos, puesto que debe expresar las condiciones de la emancipación de la clase obrera. (…) Renunciar a combatir a nuestros adversarios en el terreno político sería abandonar uno de los medios más poderosos de acción, y sobre todo, de organización y propaganda. El sufragio universal nos proporciona un medio de acción excelente.[5]
Unos meses más tarde, en septiembre de 1871, la Internacional celebró en Londres una Conferencia extraordinaria que el Consejo General convocó para profundizar, entre otros aspectos, en este elemento organizativo que postulaba la organización de los trabajadores en un partido de clase distinto a los existentes. Entre los acuerdos que se adoptaron, figuraba el siguiente:
Considerando además:
Que la clase obrera sólo puede actuar como clase en contra de este poder colectivo de las clases poseedoras si ella misma se constituye en partido político distinto y en oposición a todos los viejos partidos establecidos por las clases poseedoras;
Que esta constitución de la clase obrera en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y de su máximo objetivo: la abolición de las clases;
Que la coalición de las fuerzas obreras lograda ya en las luchas económicas debe servir también de palanca en las manos de esta clase en su lucha contra el poder político de sus explotadores
La Conferencia recuerda a los miembros de la Internacional
Que en el estado militante de la clase obrera, su movimiento económico y su acción política están indisolublemente unidos.[6]
Que los redactores, cuando hablaban de un partido político distinto y en oposición a todos los viejos partidos, estaban describiendo una organización política de nuevo tipo, y que los principios que debían articular esta forma de organización eran los de la democracia participativa, queda totalmente claro si se tiene en cuenta que sólo unos meses antes, el 30 de mayo de 1871, el Consejo General había aprobado un Manifiesto, redactado del puño y la letra de Karl Marx, sobre la Guerra Civil en Francia[7], es decir, sobre la experiencia extraordinaria de la Comuna de París, y donde se trazaba, sin ningún género de dudas, que la forma de organización de la clase obrera era la forma democrático radical de la Comuna, “la forma política al fin descubierta”[8], una estructura política de organización caracterizada por los mandatos imperativos, las consultas vinculantes, el control permanente de los puestos de responsabilidad y la imposición de barreras eficaces, en palabras de una introducción de Engels, contra el arribismo y la caza de cargos[9], entre ellas, el control de los sueldos. Más de un quincemayista se sorprendería si se animara a leer estas páginas luminosas de la literatura internacionalista, donde vería reflejadas no pocas de las reivindicaciones que volvieron a emerger con el movimiento de ocupación de las plazas: “En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios”[10]. Sueldos obreros para los responsables políticos, obligación de rendir cuentas, consultas populares, posibilidad de revocación en cualquier momento. Que todas estas medidas fueron pensadas, no sólo para la administración de los órganos de gobierno revolucionarios, sino también para la forma de organización política de la clase trabajadora, es decir, el nuevo tipo de partido que promovía la Internacional, queda claro en la Carta Circular [11] que Marx y Engels escribieron años más tarde a propósito de los movimientos para la constitución de un partido socialdemócrata alemán. Allí, la crítica más descarnada se vierte sobre todo contra los que pretenden construir un partido político de carácter vertical, donde los obreros desempeñen la función de masa obediente, mientras los burgueses instalados en la dirección se ocupan de tomar las decisiones importantes. Para demostrar su vocación universalista, dicen Marx y Engels con ironía, citando entre comillas las afirmaciones de sus adversarios, este partido “debe renunciar ante todo a las groseras pasiones proletarias y, dirigido por burgueses cultos y de sentimientos filantrópicos, «adquirir gustos finos» y «aprender buenos modales»”[12]. Y continúan:
Entonces, los «toscos modales» de ciertos líderes serán sustituidos por distinguidos «modales burgueses» (¡como si la indecorosidad externa de aquellos a quienes se alude no fuese el menor de los defectos que se les puede imputar!). Entonces, tampoco tardarán en aparecer «numerosos partidarios procedentes de las clases cultivadas y poseedoras. Son estos elementos los que deben ser atraídos ante todo… si se quiere que la propaganda alcance éxitos tangibles». El socialismo alemán «ha atribuido demasiada importancia a la conquista de las masas, a la vez que ha descuidado la propaganda enérgica (!) entre las llamadas capas altas de la sociedad». Pero «al partido aún le faltan personas que pueden representarlo en el Reichstag», y «es deseable, e incluso necesario, que las credenciales sean entregadas a personas que tengan tiempo y posibilidades de estudiar a fondo los problemas. Los simples obreros y los pequeños artesanos… sólo muy excepcionalmente pueden disponer del ocio necesario». Así que, ¡elegid a los burgueses!
En una palabra, la clase obrera no es capaz de lograr por sí misma su emancipación. Para ello necesita someterse a la dirección de burgueses «cultivados y poseedores», pues sólo ellos «tienen tiempo y posibilidades» de llegar a conocer lo que puede ser útil para los obreros.[13]
Al final de la carta, Marx y Engels concluyen con toda una declaración de intenciones, que al tomar como fundamento el proceso constituyente de la Primera Internacional, sirve tanto para dejar claros los principios que animaban la redacción de esta carta, como aquellos que inspiraron la organización del movimiento obrero internacional.
Al ser fundada la Internacional, formulamos con toda claridad su grito de guerra: la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos. No podemos, por consiguiente, marchar con unos hombres que declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos para emanciparse ellos mismos, por lo que tienen que ser liberados desde arriba, por los filántropos de la gran burguesía y de la pequeña burguesía.[14]
Podríamos seguir añadiendo citas, pero el resultado sería el mismo. Puede consultarse otro trabajo nuestro[15], y mucho mejor, las obras de los autores que hemos mencionado al principio de este artículo[16]. En cualquier caso, lo importante aquí es dejar clara una tesis principal: en la encrucijada de los procesos de transformación social, los riesgos que implican la participación en los medios de representación del sistema son proporcionales a los riesgos de la abstención. La asimilación y la marginalización son dos caminos distintos para llegar a un mismo sitio: la derrota de los objetivos del movimiento social. Ante esta terrible disyuntiva, el entramado social que se articula en torno al 15-M, junto a las fuerzas políticas de la izquierda transformadora que han conseguido representación en el Parlamento, o lo han intentado sin éxito debido a las draconianas condiciones de la ley electoral, deberían tomar nota de la lección de la Primera Internacional. Sólo hay una alternativa posible, más allá de la abstención o la asimilación institucional. Ocupar el campo de batalla político con una iniciativa distinta, opuesta a los viejos partidos tanto por sus objetivos como por su forma de organizar el trabajo político. Varias deberían ser sus señas de identidad: la conservación de la autonomía de sus convocantes, la pluralidad y la elaboración de un programa de mínimos. Pero la base sobre la que esta iniciativa establecerá su diferencia cualitativa, no puede ser otra que la estrategia organizativa de la democracia radical, los procedimientos de organización y control de la representación que en parte han sido ensayados por el 15-M. El movimiento social y los partidos políticos de la izquierda no pueden habitar en mundos paralelos. Deben ser capaces de pensar solidariamente y construir proyectos comunes. La factura que deberá pagar el entramado social quincemayista es el abandono de su alergia instintiva a todo lo que huela a organización política. Y por parte de los partidos de la izquierda, IU muy especialmente, una forma de organización que sólo retóricamente se aproxima a las estrategias horizontales de participación democrática que reclaman desde el movimiento social. Poner en marcha una aproximación como ésta no será fácil, y es de esperar que los sectarismos de una parte y la otra se confabulen para hacerla más difícil todavía. Pero el mero horizonte que abre su posibilidad, un futuro donde la izquierda, cambiando sus propias reglas de juego, se ponga en posición de cambiar las reglas del sistema, hace que merezca la pena intentarlo.
[1] Engels, F., Mesa, J., Iglesias, P., Lafargue, P. y otros, Construyendo el futuro. Correspondencia política (1870-1895), Madrid, Editorial Trotta – Fundación de Investigaciones Marxistas, 1998, pp. 218-219
[2] En el acta de la reunión estatal de vocales de Asambleas del 15-M, celebrada entre los días 8 y 9 de octubre en Madrid, se da cuenta del rechazo, por falta de consenso, a un posicionamiento colectivo en torno a la petición del voto nulo o el llamamiento a no votar al PP y PSOE, asuntos que quedan en manos del criterio de cada Asamblea local. Sí fue consensuado que ningún partido representa al 15-M y que el 15-M no se constituye en partido político [el acta está disponible en http://encuentro15m.tomalaplaza.net, consulta 20-11-11]. Del amplio y heterogéneo entorno social que se articula alrededor del 15-M, han surgido distintas campañas, centradas en la petición, bien del voto nulo, bien del voto a los partidos minoritarios, o bien de cualquiera de estas dos opciones indistintamente, que ha sido la fórmula empleada por Anonymous y la que más éxito ha tenido en la red. Otra iniciativa, AritmEtica20N, realizaba un llamamiento al voto de los partidos minoritarios, una vez excluidos PP, PSOE y CIU, ofreciendo una tabla de cálculo en la que se estimaba las opciones que más posibilidades tenían de salir en cada provincia, incluyendo a los derechistas PNV, Coalición Canaria y UPD (no se entiende bien, en este caso, por qué colocaron a CIU entre los partidos indeseables). La página virtual de Democracia Real Ya se hace eco de estas dos iniciativas y de otras que apuntan en la misma dirección.
[3] El incremento del voto nulo con respecto a las últimas Elecciones Generales de 2008 ha sido de 0,65 puntos, hasta un porcentaje total del 1,29%. El voto en blanco ha crecido 0,26 puntos, hasta un 1,37%. Si suponemos, y es mucho suponer, que el incremento añadido de estas dos cantidades es producto de la influencia de los llamamientos realizados en las redes sociales, tendríamos un total de un 0,9%, lo que supondría que los llamamientos al voto blanco o nulo han tenido una influencia electoral absolutamente marginal. Tampoco mejora mucho la cosa si le añadimos el incremento de la abstención respecto a las pasadas Elecciones Generales, que cabe cifrar en 2,16 puntos, una diferencia que entra dentro de los parámetros sociológicos de variación normales en este tipo de procesos. La única influencia que se puede aducir de estos llamamientos en las redes sociales sería interpretar la subida de IU como consecuencia de la petición de voto a los partidos minoritarios, pero aunque esta petición haya podido tener cierta influencia, sería oportunista atribuirle el éxito de la estrategia electoral de IU, toda vez que este apoyo no ha sido un apoyo oficial del movimiento, y además se ha presentado diluido junto a la petición del voto nulo y a otros formaciones minoritarias.
[4] Hernández Castro, David, Por un sistema de democracia ecológica (primer programa), El Viejo Topo, nº 250, noviembre 2008, pp. 32-37.
[5] Engels, F., Mesa, J., Iglesias, P., Lafargue, P. y otros, op. cit., pp. 38-39.
[6] Citado en Moral Sandoval, Enrique, El Socialismo Español en el contexto internacional de la Primera a la Segunda Internacional (1864-1889). Volumen II. Universidad Complutense (edición electrónica), 1994, pp. 391-392, http://eprints.ucm.es/tesis/19911996/S/1/S1013202.pdf [consulta 14-11-11].
[7] AIT, Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la Guerra Civil en Francia en 1871, en Marx, K. y Engels, F., Obras Escogidas de Marx y Engels. Tomo 1, Madrid, Editorial Fundamentos, 1975, pp. 520-571.
[9] Ibíd., p. 503.
[10] Ibíd., p. 544.
[11] Marx, K. y Engels, F., Carta Circular a A. Bebel, G. Liebknecht, W. Bracke y otros, 17-18 de septiembre de 1879, en Obras Escogidas de Marx y Engels. Tomo 2, Madrid, Editorial Fundamentos, 1975, pp. 510-517.
[12] Ibíd., p. 511.
[14] Ibíd., p. 517.
[15] Hernández Castro, David, op. cit.
[16] En particular, resulta muy recomendable la lectura de Fernández Buey, Francisco, Marx (sin ismos), Barcelona, Ed. Viejo Topo, 1999, y Rubel, Maximilien, Marx sin mito, Barcelona, Ed. Octaedro, 2003.
Publicado originalmente en El Viejo Topo
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