La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
J.R. Capella
Debilidad de la cultura política
Si algo ha puesto de manifiesto la campaña electoral es la debilidad de la cultura política predominante. Se sigue analizando y juzgando, cuando no emocionalmente, como si aún fueran válidas las coordenadas del estado-nación y de la representación política moderna. Y al final parece que se discute sobre capacidades de administración. Hasta en una campaña electoral se escamotean los grandes problemas políticos y las opciones reales posibles se desdibujan, como si no hubiera opción.
El esquema del estado-nación ya no vale. Desde hace décadas la soberanía nacional —como la pluriestatal de la UE— está sometida a una soberanía supraestatal difusa, policéntrica. Con sus aspectos militares (la Otan), económicos —los grandes conglomerados financieros, los mercados, e instituciones internacionales sensibles a ellos— y culturales: la industria de producción de contenidos de conciencia y sentimientos de carencia. Hasta hace poco podíamos decir aún que los estados se habían vuelto porosos a la influencia de esta soberanía supraestatal, de esta poliarquía, y que las instituciones estatales decisorias no podían sustraerse a ella, lo que interfería y falseaba ulteriormente los mecanismos representativos internos de cada país. Podíamos decirlo aunque pocos prestaran oídos y se atrevieran a contemplar de frente la realidad.
Pero ese proceso extrademocrático ha dado un paso más: cada vez fragmentos mayores del poder estatal, del poder institucional —como señalaba J.A. Estévez en el número precedente de mientras tanto.e—, se trasladan a instituciones externas, que pueden ser públicas aunque inasequibles a cualquier soberanía popular, como es el caso del Banco Central Europeo, o directamente, y sobre todo, privadas: las normativas bancarias, de las contabilidades y un larguísimo etcétera han pasado a manos privadas por la vía de la desregulación. Y más pasan a manos privadas cada día con el gobierno neoliberal de la crisis económica, que además empantana las actividades productivas en el estancamiento y —con su servil oficiosidad para con los amos— hacia la recesión.
Este despojamiento de la soberanía —de la soberanía popular, se entiende— está recibiendo reconocimientos constitucionales internos de los estados. Para nosotros Maastricht fue el principio. Ahora se ha constitucionalizado el pacto de estabilidad europeo prácticamente sin debate político real, pasando de la ciudadanía. Ese pacto está destinado a proscribir cualquier alternativa hacedera a la política económica neoliberal.
Estos procesos de fondo, impulsados por las políticas neoliberales que han gobernado la globalización, arrumban las convenciones en que se basaba hasta ahora la muy imperfecta pero incoativa democracia que teníamos. Se está configurando —no sólo aquí— un sistema político nuevo, poliárquico, transnacional, ya no basado en la ciudadanía sino en la compenetración de las oligarquías institucionales con las económicas. Su modo de regir es lo que se llama gobernanza, para la cual quien se equivoca es si acaso el pueblo.
Por eso suenan a hueco los discursos políticos al uso. Microdiscursos. Que no alivian sino que confirman el desamparo político de la población. No hay vuelta atrás en la globalización, pese a la crisis. Pero puede y debe haber cambio en esa intermediación social y proyectiva a la que llamamos política, para la que ahora es preciso abrir caminos nuevos, internacionalizarse y crear instituciones democráticas sensibles a la complejidad y a las desigualdades.
Instituciones democráticas: donde el poder esté efectivamente distribuido entre las poblaciones y no concentrado en sus oligarquías económico-políticas. Instituciones democráticas: donde las poblaciones no sean percibidas como esos entes de razón que son los ciudadanos —o sea, seres despojados de sus rasgos reales pero revestidos de derechos en verdad casi vacíos de contenido— que sólo votan, sino como personas, como conjuntos de personas reales, que sufren, que exigen, que se manifiestan, y respecto de las cuales los poderes tienen deberes que han de convertirse en exigibles porque ahora no lo son. Instituciones democráticas: poblaciones educadas cívicamente, que superen el analfabetismo político que se les ha inculcado: para que la capacidad de defender sus proyectos y sus intereses colectivos no sea asunto de minorías; para que no se introduzcan ellas mismas en la boca del lobo.
Verdaderas instituciones democráticas podrían sustentar mejores proyectos que los materializados hoy por las oligarquías político-económicas. Sin duda entre esos proyectos deberá estar la regulación y el control públicos de actividades productivas determinantes. Instituciones democráticas verdaderas, y no su falso simulacro, son las únicas que pueden introducir en el mundo social y político un principio de autocontención necesario, ya que las decisiones de hoy van a resultar determinantes para poblaciones que hoy no están: para los hijos y los nietos, a quienes no se debe legar el mundo devastado y limitador de su capacidad de decisión que suscitan paso a paso las oligarquías de hoy. Para éstas, en cambio, crecer a toda costa e incrementar sus beneficios y su poder atropellando lo que sea es un principio inscrito en sus genes. Son el cáncer social del siglo XXI.
Protesta y sobrevive fue el lema que se popularizó en los años ochenta del pasado siglo contra las armas nucleares. Protesta y sobrevive puede ser hoy un lema contra las prácticas antipopulares y despóticas de la poliarquía actual. Las oleadas de ataques a las conquistas sociales que se nos echan encima no son males individuales sino que incumben a categorías sociales enteras. No hay que esperar a que nos afecten personalmente para hacerlas frente. En una situación de emergencia se debe buscar ante todo la solidaridad y la colectivización de la política por abajo. Que no es precisamente la institucional. Hay que hacer frente a precariedades, a desahucios, a despidos, a empeoramiento de situaciones laborales, sanitarias, educativas, a la negación a los jóvenes de la materialización de sus proyectos. Es necesario unirse, dejar de lado diferencias irrelevantes y apoyar a quienes se esfuerzan por impedir nuestro expolio, sumarse a ellos. Buscar, con otras personas, la inserción, gota a gota, en un gran torrente de energía popular.
No serán los gadgets los que nos sacarán de ésta. Ningún elemento tecnológico, aunque los podremos usar para extender la comunicación horizontal. Pero hemos de ser nosotros mismos. Un movimiento de la sociedad. Hay que plantarse: basta ya.
29 /
11 /
2011