¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Elementos para un mapa de situación
El goteo de tomas de posición de la «izquierda» abertzale y de Eta parece indicar que ésta ha decidido no asesinar más. Es una buena noticia aunque desde luego no la mejor.
Las fuerzas institucionales han presentado la cosa como un «triunfo del Estado de Derecho». No hay duda de que se trata de una gran alegría para las gentes que deseamos vivir en paz. Pero que sea un triunfo del «Estado de Derecho» es lo contrario de la verdad. Por dos razones: la primera, que nunca podremos olvidar, la guerra sucia contra Eta emprendida por altas autoridades del Estado durante el mandato de Felipe González, es decir, todo lo contrario del Estado de Derecho; y aunque fueron condenados por uno de sus episodios un ministro del interior y un secretario de estado —Barrionuevo y Vera—, el responsable último de la guerra sucia pudo irse de rositas y ahora hasta se permite pontificar. No se puede olvidar la tortura de detenidos. El Estado de Derecho no ha salido limpio del trance.
La segunda razón que supone un desgarrón del «Estado de Derecho» es una legislación especial antiterrorista, que sigue en vigor —y hay razones para temer que perdure—: una importante merma de las garantías individuales constitucionales.
Éste es un problema importante con vistas al futuro. El fin de la actividad armada de Eta debe suponer la derogación de la legislación antiterrorista en España.
Palacio va a hacer oídos sordos a esta exigencia. Pues eso que llama «terrorismo internacional» —y que no constituiría amenaza alguna contra los españoles si el propio Palacio no se hubiera implicado en las guerras de Iraq y Afganistán— puede servirle de falsa excusa para su mantenimiento.
Palacio —los Palacios— parecen decididos a convertir en excepcional el pleno funcionamiento de las garantías constitucionales en los diferentes países, y a construir un estado de excepción silente, de hecho, mediante medidas puntuales reiteradas. Un microejemplo de ellas puede ser el uso de policías como provocadores violentos en manifestaciones pacíficas (como parece haber ocurrido en Barcelona este año); un ejemplo más ruidoso de ese estado de excepción silente son los asesinatos de personas mediante proyectiles teledirigidos que emplea el gobierno norteamericano incluso cuando se trata de sus propios nacionales.
Éste es un elemento importante para un mapa de situación. Porque la protesta generalizada contra la gestión económico-política de la crisis puede inducir a los gobiernos, sobre todo a los gobiernos más afines al empresariado, a utilizar medidas excepcionales contra la población.
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El cese de la actividad armada de Eta no va acompañado, de momento, de esfuerzo alguno por parte de la «izquierda» abertzale por hacer frente a la cultura de la coerción y de la violencia que ella misma ha generado en el País Vasco. Está visto que no tiene ningún Mandela. Supongamos piadosa y esperanzadamente que no lo tiene aún. Porque la superación de lo que ella llama el conflicto sólo puede tener lugar —seamos claros— en un ambiente social donde se reconozca generalizadamente como un mal la cultura de la coerción y de la violencia.
Hablando en términos materiales, no jurídicos ni políticos sino sociales: no basta que la «izquierda» abertzale vea como inviable la lucha armada: es necesario que la reconozca como un mal moral y social y trate de dejarla atrás también en las conciencias.
Sin una cultura de respeto hacia todas las personas cualquier debate político —para empezar, el mismo que plantea el programa de la «izquierda» abertzale— está condenado a convertirse en un elemento conflictivo más.
Por otra parte, que las víctimas no deban determinar el debate político no significa que no merezcan reconocimiento auténtico. Víctimas —excluyendo de este concepto, como es natural, a los etarras responsables de delitos, como tales— las hay sin embargo también por todas partes. Es preciso hablar con honestidad de las víctimas: también de los que han padecido torturas y amenazas, de los suicidados, de los exilados, de los extorsionados. Y de los amigos y parientes de los asesinados o mutilados, que no son sin embargo los únicos victimizados. Toda la gente de paz de este país debe hacer un esfuerzo por abarcar con una mirada limpia —no vengativa ni necia, como la de quienes gritan ¡hemos vencido!— el dolor generado por la barbarie etarra pero también por el mal comportamiento, que de todo ha habido, de las instituciones.
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La «izquierda» (está por demostrar) abertzale ha salido en manifestación inmediatamente reclamando el derecho a decidir del pueblo vasco.
No se trata de una reclamación mayoritaria, pero sí de una reclamación que cuenta con una base social no despreciable. Se puede pensar que la «izquierda» abertzale se equivoca al situar hoy en primer plano la reclamación del derecho de libre determinación, descuidando otros deberes que la atañen directamente y pretendiendo alborotar la política desde dentro de la legalidad. Pero esta cuestión es secundaria, porque lo que de verdad importa es determinar en qué condiciones podría eventualmente ejercerse en España el derecho de libre determinación.
De todos modos, conviene señalar en un inciso algo que los nacionalismos soberanistas tienden a ignorar: que hoy, para los países pequeños, resulta mucho más difícil autodeterminarse frente a los mercados, frente a lo que podemos llamar el soberano supraestatal difuso, que a los países grandes, que sin embargo también lo tienen crudo. Y, por otra parte, que en el interior de la Unión Europea cualquier modificación del statu quo tiene que contar con la aquiescencia del conjunto de sus miembros. Así las cosas, el mejoramiento de las vidas de los ciudadanos no parece empezar hoy, precisamente, por la reclamación de eso que se llama derecho a decidir. A decidir, ¿qué? ¿frente a quién?
Pues bien: para empezar por ahí, el derecho de libre determinación no figura en la constitución. Sería preciso reformarla substancialmente, y para eso se precisa la aquiescencia democrática de la mayoría de los ciudadanos españoles.
(El País Vasco, ni ninguna otra entidad de la península ibérica, con la excepción de Gibraltar, ha sido jamás una colonia. Ninguna puede reclamar lo que en derecho internacional se llama autodeterminación, pero sí el derecho de libre determinación, esto es, el derecho de los ciudadanos de una parte del territorio de un estado, a través de sus instituciones, a separarse de él si tal es la voluntad mayoritaria.)
Ganar a la mayoría de la ciudadanía española para el reconocimiento del derecho de libre determinación no es tarea fácil, pero desde luego no es imposible, ante todo porque el derecho de libre determinación es un derecho democrático. Una cuestión así no puede ser objeto de un pasteleo de Palacio —como ha ocurrido recientemente con la última modificación de la constitución, hecha con nocturnidad por una partitocracia miserable y a espaldas del pueblo—. Eso precisa un debate abierto, que no se dará hasta que no se liquiden los residuos de la cultura de la violencia que constituyen el alargado legado de Eta.
Suponiendo que eso se produzca en los próximos años, y que el derecho de libre determinación se incorpore a la legislación constitucional, quedaría por resolver las modalidades y requisitos de su ejercicio.
Lo primero y más esencial son las garantías y libertades para todos antes y después de tal ejercicio. Pero esta no es la única cuestión. Para llevar adelante un proyecto secesionista es exigible una tasa cualificada de participación electoral, no inferior al 85 % de la población, y la decisión por una mayoría también cualificada. Hay cosas que no se pueden decidir por mayoría simple sin crear un problema mayor. En pocas palabras: se exige un verdadero acuerdo poblacional. Sin ese acuerdo no hay libre determinación democrática sino un conflicto social grave. Y con conflicto social grave no es pensable que pueda nacer un estado nuevo en la península ibérica ni en el seno de la Unión Europea.
25 /
10 /
2011