La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
¿Deslegitimación del régimen?
No es inoportuno preguntarse si el régimen actual, pese a reconocer libertades políticas y garantías individuales, está perdiendo su legitimación, si se entiende por esto su aceptación por la población gobernada. (Este es el único uso de ‘legitimación’ en este trabajo; el concepto se refiere a la capacidad del poder para obtener obediencia.)
En las libertades políticas y garantías individuales está el reducto último de la legitimación del régimen político actual. Esto parece intangible en cualquier circunstancia para la población española.
Otros aspectos del sistema constitucional de 1978, en cambio, resultan mucho más dudosos. No está de más establecer su listado:
Los derechos sociales reconocidos constitucionalmente han sido sacrificados por el tratado de Maastricht primero y ahora por la precarización o liquidación de todos ellos.
Liquidación del derecho al trabajo, con un sistema político-social que parece carecer de instrumentos para limitar el paro o subsidiar a los parados; por la precarización del trabajo mismo, sometido en la práctica al despido libre y a la llamada eufemísticamente temporalidad; por el recorte generalizado de los salarios y de beneficios colectivos como la educación y la sanidad, con el sometimiento de las clases trabajadoras a una acumulación forzosa en beneficio del empresariado; por la volatilización del derecho a la vivienda en un país que tiene millares de viviendas vacías.
Las perspectivas vitales de las generaciones de trabajadores empleados se han recortado, y las generaciones jóvenes ni siquiera las tienen. El estado redistributivo al que se dio el apologético nombre de «estado del bienestar» ya no existe: ha sido sustituido por esta cosa.
La protesta en las plazas muestra que este asunto es hoy uno de los centros de la deslegitimación del sistema.
Otra fuente de deslegitimación, hasta ahora menor, está en el auge del secesionismo: los nacionalismos secesionistas van cobrando fuerza social al amparo de las concesiones a sus partidos afines, realizadas por quienes no cuentan con mayorías parlamentarias en el gobierno del estado. Y en cierto modo, también, ese auge navega gracias al olvido, por una parte substancial de la ciudadanía, de los valores cívicos y republicanos por los que se luchó y se lucha trabajosamente en este país desde 1808.
Una tercera fuente de deslegitimación está en el hermetismo y la corrupción del aparato representativo mismo. El hermetismo procede de la decisión, en la transición, de convertir a unos pocos partidos políticos rígidos en instrumento exclusivo de la formación de la voluntad del estado; en cuanto a la corrupción, el amiguismo y la utilización parcial del poder, unos partidos son más culpables que otros, pero todos participan de los privilegios opacos y del sistema de ayudas mutuas, favores recíprocos e interesadas cegueras que permiten a la casta de los políticos de palacio vivir del privilegio.
Otro factor de deslegitimación del régimen procede de los pactos de la transición, alcanzados con la espada militar pendiente sobre los padres de la patria, pactos que impidieron una asamblea constituyente en plena libertad e introdujeron en el régimen parlamentario elementos procedentes de la dictadura.
Un último factor de deslegitimación viene dado por la sumisión a la Otan y la participación en guerras en que no se le ha perdido nada a la población de España, cuyos costes en vidas y en dineros carecen de justificación ya que no añaden nada a la seguridad de los ciudadanos y sí añaden, y mucho, a su inseguridad.
En definitiva, el régimen aparece cada día más como gestor de un estado desplumado que se somete una y otra vez a los intereses de las grandes empresas y conglomerados financieros, y que además les sirve de instrumento.
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Más allá de las coyunturas, ésta es una situación peligrosa.
No hay duda de que en la ciudadanía hay aún fuerza suficiente para defender los derechos políticos y las libertades individuales, por mucho que se puedan poner en cuestión su capacidad y su inteligencia colectiva para impedir el expolio de sus derechos sociales. La reacción de la ciudadanía ante la ignominiosa participación del estado español en la guerra de Irak, ante las mentiras del gobierno de turno en los atentados ferroviarios de Madrid, así como las muestras de indignación de los jóvenes y no tan jóvenes tomando la calle ante los recortes sociales, muestran esa capacidad y esa fuerza.
Pero hay varios fenómenos que van en sentido contrario, con cierta energía:
Uno es la utilización, más o menos solapada, de la xenofobia como arma política. Le ha dado alas la crisis económica, pero estaba presente ya antes. El odio clasista al proletariado inmigrado se une al odio cultural racista. Y se encuentran elementos de este cóctel explosivo no sólo en los partidos de la derecha pura y dura sino también en sectores que se presentan políticamente como pluralistas. Todo ello sin que los de abajo muestren un interés consistente en asociar a los trabajadores inmigrados a la vida política colectiva.
El otro fenómeno es la creciente intervención política de la iglesia católica española en formas arreligiosas y populistas. Ésta es una tendencia de largo alcance, muy anterior a la crisis, de diseño claramente antipluralista y que se presenta como combate contra el relativismo, esto es, contra quienes no comparten unos «valores» que son la manifestación actual de la España negra.
Y el último fenómeno: la desorientada respuesta política formal de la ciudadanía a la crisis, que a no dudarlo se va a manifestar próximamente.
Dicho en pocas palabras: estamos en riesgo de asistir en los próximos meses a un auténtico choque de trenes. La España de los «tres tercios» que pusieron de moda los sociólogos hace unos años se transforma cada día más en dos Españas: la de los de arriba y la de los de abajo.
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Por eso es peligrosa la situación: porque la deslegitimación del sistema y, sin embargo, su fuerza para chocar contra los intereses, las demandas y las necesidades de la población puede dar lugar a intentos de bonapartismo, a situaciones de auge del cesarismo.
El cesarismo, o bonapartismo, es el nombre que se da cuando alguien —una gran coalición, por ejemplo, o una personalidad fuerte— se presenta como salvador de la patria e impone «soluciones» políticas a su arbitrio ante una situación calificada de catastrófica.
Un cesarismo pondría entre paréntesis, y además adelgazaría —como ha dejado en los huesos los derechos sociales— los propios derechos y libertades políticas. Que ya están disminuidos por las prácticas de control de poblaciones puestas en marcha tras el atentado de las torres neoyorquinas (atentado nada investigado, por cierto: sólo publicitado, sin intervención de ningún tribunal con garantías).
Si este análisis contiene elementos substanciales de verdad, su consecuencia práctica tendría que consistir en esfuerzos estratégicos de confluencia real de todos los grupos y capas de la población consecuentemente democráticos por introducir regulaciones que frenen los impulsos estructurales, de fondo, hacia formas de dictadura no menos reales por inicialmente sutiles.
Hoy la gran coalición no está en el orden del día. Pero puede llegar a estarlo si, como es de prever, el gobierno que salga de las urnas en noviembre de 2011 es incapaz de encontrar una vía de superación de la crisis económica aceptable para la población. La vía de salida está obstruida por el verdadero soberano mundial: una economía especulativa que encuentra en la crisis la posibilidad de desembarazarse de toda regulación y de imponer a los trabajadores, con las políticas neoliberales, una tasa de explotación superior.
La izquierda social —o, por mejor decirlo, los de abajo— debe o deben buscar formas de expresión política. Abandonar la omfaloscopia política instalada en lo que se autodenomina «izquierda» y buscar formas e instituciones nuevas, grandes y pequeñas, de intervención sobre los poderes, de apertura de nuevos caminos; además, y sobre todo, de solidaridad civil.
En esta época de globalización es obligado revisitar el internacionalismo. Los problemas económicos y ecológicos son globales. La acción local es imprescindible pero no basta, y es preciso saberlo: el autoengaño y las falsas ilusiones del movimiento emancipatorio del pasado no se deben reproducir en el movimiento del presente.
29 /
9 /
2011