¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Nuevo curso: repaso de la situación
1. Breve memoria de cosas sabidas
La crisis económica iniciada en 2008 ha puesto en evidencia que hay poderes globales por encima de los estados, o al menos de los «estados-nación» como los que componen la Unión Europea.
El nuevo soberano difuso lo componen el poder militar-industrial y financiero de Norteamérica, instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio, los diferentes ‘G’ —G20, G7…—, y otras organizaciones; pero además los intereses estratégicos conjuntos de las grandes multinacionales e instituciones financieras.
Lo que suele llamarse hoy «lógica de los mercados» es el resultado de políticas y prácticas concretas, para las que las prácticas anteriores del neoliberalismo han desarmado a las poblaciones y a las instituciones estatales locales.
Hoy los poderes económico-políticos dominantes imponen en toda Europa —políticos locales mediante— el abaratamiento del coste de la fuerza de trabajo, el del coste del despido para el empresariado, el recorte de los gastos sociales y un seco frenazo a la redistribución del producto social.
Se reducirán los haberes de los particulares, pero también el gasto en educación, en investigación, en servicios médicos y asistenciales que ya son pobres y ridículos, en pensiones. Se reduce también la obra pública en beneficio de la asignación directa a empresas privadas. Se privatizarán los escasos servicios públicos generales existentes.
Éste es el proyecto: imponer una prolongada etapa de ahorro forzoso a las poblaciones.
Perjudican así a las gentes trabajadoras, en primer lugar, pero también a un amplísimo sector de las clases medias: sobre todo a las dedicadas al comercio, a las pequeñas empresas industriales, al empresariado agrícola; e igualmente, no hay que olvidarlo, a los más débiles: el infraproletariado inmigrante carente de derechos políticos.
Reafirmar la hegemonía del capital se adapta a la prolongación de la depresión, a una onda larga depresiva del ciclo económico, para imponer un brutal disciplinamiento social.
La fiesta de la onda larga de expansión de la globalización se ha acabado. Porque la globalización, o sea, la constitución de un ejército internacional de mano de obra barata, se construyó sobre la base del crédito público y privado. Ahora, cuando el crédito se ha venido abajo y faltan las condiciones para reavivarlo, no se puede recurrir a él. Por eso los grandes poderes existentes exigen un gran esfuerzo de acumulación y de ahorro al grueso de las poblaciones occidentales.
Ese esfuerzo se traduce en primer lugar en tasas altísimas de paro, que con el recorte de los gastos sociales significa de hecho el traslado a las familias, colectivamente, del sostenimiento de los parados.
Éste es el trasfondo económico general, la reacomodación del capital para proseguir la explotación en tiempos de crisis. Pero no es el único factor general (hay factores específicamente españoles) a tener en cuenta.
En la crisis se está produciendo un gigantesco reordenamiento geopolítico. Sobre dos grandes ejes: uno viene dado por el cambio de peso económico de algunas potencias, China en primer lugar pero también India y Brasil. Eso va a dar de sí un mundo multipolar, con tensiones derivadas de este cambio. La Unión Europea será probablemente con Japón la principal relegada, entre las grandes potencias, por esta modificación, salvo que fuera capaz de incluir a toda Europa, esto es, a Rusia; pero una de las prioridades geopolíticas de las potencias anglosajonas ha consistido hasta ahora en mantener la división de Europa en dos mitades, oriental y occidental. El sistema político autoritario y corrupto de Rusia es la cara actual de esta política angloamericana.
El otro gran eje del cambio geopolítico es el relacionado con la energía, con el final de la era del petróleo barato y el agotamiento en pocos decenios del petróleo mismo. Hoy el tema de los recursos es esencial para una sociedad cuya economía sigue basada en el crecimiento. El petróleo y sus rutas de abastecimiento están militarizados, y son importantes focos de la violencia estructural del sistema en su vertiente internacional. La energía es el problema industrial central del siglo XXI. La militarización, el instrumento político central. Las últimas guerras, todas «humanitarias», han sido y son por el petróleo y sus rutas hacia occidente.
La energía es sin embargo sólo una parte del problema ecológico, de la destrucción de nuestro nicho ecológico por el industrialismo actual y por los predatorios modos de vida del presente. Falta un elemento vital como el agua en amplias zonas del planeta (África, sobre todo, y Asia); escasean ciertas materias primas y se acumulan residuos industriales peligrosos para nosotros y para las generaciones futuras. Los efectos del cambio climático son ya manifiestamente destructivos. La tensión demográfica es fortísima en toda Asia y en América Latina. La potencia del industrialismo es tan grande que los accidentes tecnológicos se convierten en grandes catástrofes regionales.
2. Problemas específicos de la sociedad española
Durante la onda larga de crecimiento un pequeño grupo de empresas españolas creó un sector exterior de cierto peso: Santander, Telefónica, Repsol, Iberdrola, algunas empresas constructoras… Este sector «globalizado» es sin embargo muy pequeño en comparación con el de otros países europeos, y por sus formas de operar en el exterior resulta un factor prácticamente despreciable a efectos de considerar cuestiones como el paro laboral interno.
La mayoría de las empresas españolas de cierta importancia tiene un tamaño mucho menor; pueden ser fagocitadas fácilmente por las grandes multinacionales cuando alcanzan dimensiones apetitosas para éstas. En esto hay mucho que aprender de los chinos, que saben defenderse de los oportunismos del extranjero.
Para España puede ser fundamental establecer normas para dificultar la deslocalización. En cualquier caso es preciso que el ahorro forzoso impuesto no sea succionado desde fuera. En esto también hay que aprender de China.
Los factores específicamente españoles de la crisis se cifran en: dependencia excesiva del petróleo; brutal fracaso del sistema educativo; dependencia elevadísima del turismo y de la construcción interior; minifundismo agroindustrial; escasa capacidad de innovación en aspectos clave de la tercera revolución industrial (informática, biotecnología, química industrial, organización del trabajo), ineficiencia de la «administración de justicia».
A lo que habría que añadir una cultura empresarial derrochadora: durante los años de auge el país se ha trufado de yates y puertos deportivos, campos de golf y de tenis, automóviles gigantescos, segundas residencias, moda, aviones privados y viajes al quinto pino; esto es: una parte importante de los recursos del país se ha fundido en consumo suntuario de los propietarios y ejecutivos, en vez de haber sido dedicado a la reinversión productiva. Ello ha generado además dos subproductos culturales nefastos: una cultura de la imitación de este consumo suntuario por las capas medias altas y tal vez no sólo por ellas; y la corrupción derivada de la connivencia económico-política.
La productividad, que hoy depende sobre todo de la inversión tecnológico-productiva y no tanto de la mano de obra, ha sido enteramente descuidada. Igual que la ecologización de la economía.
Durante los años del auge grandes mayorías de personas olvidaron que el sistema capitalista es un sistema de explotación. El crecimiento hacía posible cierta mejora en las rentas de algunos de los de abajo. Hoy los de abajo son expropiados por diversos medios en beneficio de los de arriba.
3. La cultura popular en la crisis
La influencia de los medios de masas ha inducido en amplios sectores populares de la sociedad española una cultura consumista que suscita comportamientos imitativos de las descerebradas teleseries norteamericanas. Pero también comportamientos asociales en los espacios públicos (metro y transportes colectivos, centros educativos o de asistencia); una cultura de indiferencia ante las molestias que se causan a los demás. Un fenómeno que por supuesto no es general, pero sí muy significativo.
La desmoralización social creada por la proliferación de pelotazos, de estafas impunes, de una administración de justicia impresentable con varias varas de medir, de violencia física sobre todo virtual pero también real, de coerción cultural y, en suma, la frustración de las esperanzas colectivas de las generaciones precedentes y la falta de horizonte de las actuales, ha conducido a un abandono ampliamente generalizado de los valores del esfuerzo y de la construcción autónoma de la personalidad.
Para esta cultura que se está imponiendo la solidaridad colectiva resulta inimaginable; la acción política parece condenada de antemano al fracaso. Y los rasgos del sistema político-social español, poco permeable a las iniciativas de los de abajo, parecen dar confirmación a ese diagnóstico difuso —nada podemos hacer— que sostienen amplios estratos de la población.
Pero también hay otros sectores no menores de la población española que viven con indignación estos cambios culturales y que abominan de un sistema político que les resulta externo, extraño, por actuar según lógicas propias de la reducida casta a la que se suele llamar clase política, cuyos modos de ver —lo políticamente correcto— son amplificados y difundidos por los medios de masas.
En los años de auge se constituyó un infraproletariado inmigrante que cargaba con las tareas productivas más pesadas. Hoy este sector de la población trabajadora, casi desdotada de derechos, es víctima propiciatoria para el racismo y la xenofobia con la que cierta pequeña burguesía analfabeta reacciona ante la crisis, racismo y xenofobia amplificados por políticos oportunistas y por los media de la derecha social.
4. El lado político
Las elecciones dejan crecientemente de tener sentido en los regímenes sedicentemente democráticos. Son elecciones que no garantizan nada. En España la proporcionalidad entre votos y elegidos es un chiste, un chiste constitucional. Las elecciones en absoluto condicionan las promesas electorales, que se pueden desoir. El control parlamentario real sobre el gobierno está en España prácticamente disminuido por las imposibles exigencias constitucionales a las mociones de censura.
Sobre todas las cosas, ya no son los gobiernos y los parlamentos quienes mandan, sino un poder supraestatal difuso, como hemos tenido ocasión de ver en la presente crisis con las políticas económicas adoptadas.
En estas condiciones los ciudadanos pueden abstenerse de acudir a las convocatorias electorales cuando es imposible votar sin dificultades morales: cuando han de hacerlo pragmáticamente, contra sus propios principios. Y, por esta u otras razones, lo hacen. En el futuro no es imposible que una parte significativa de la población opte por la no participación electoral, por la abstención o por el voto en blanco. Ya hay amplias minorías que actúan así.
Hay que preguntarse por las consecuencias de esta actitud de sectores poblacionales significativos en el ámbito de la política.
La deslegitimación del sistema político es una de ellas. Sin embargo parece obviable desde el poder, como se ha visto en el caso del referéndum acerca del Estatut de Cataluña, votado afirmativamente por una minoría poblacional pero convertido a través de los medios de masas en un importante icono del sistema político oficial catalán. Así, a pesar de que un rechazo electoral radical de grandes proporciones deslegitima el sistema, no está claro que tal deslegitimación pueda ser duraderamente significativa. Los media crean opinión a gusto de quien manda.
El rechazo, por otra parte, no se produce homogéneamente en toda la ciudadanía. Seguramente los partidos políticos significativos de la derecha política sean los más beneficiados por ese rechazo.
De modo que, elecciones mediante, el rechazo puede contribuir a llevar al poder a quienes más interesados están en machacar a las gentes que viven de su trabajo.
Desde este punto de vista —evitar que se machaque a la gente— parece que estamos en una situación sin salida si nos situamos exclusivamente en el punto de vista electoral, que no es el único punto de vista político posible. Participar significa legitimar el sistema político que te machaca. No participar significa favorecer que te machaque precisamente el grupo político más interesado en machacarte.
Sin embargo el punto de vista electoral no es el único posible. Si se hace política de otra manera es posible influir sobre el cambio social más efectivamente que con la participación electoral.
Pero la política de otra manera está por hacer. Implica que la sociedad se organice para señalar sus objetivos fuera de los cauces actuales. Y eso hoy por hoy es sólo asunto de minorías. Reivindicar tampoco es todo lo que se puede hacer: también se puede organizar la solidaridad al margen de las instituciones. Hacer política de otra manera significa hoy, por lo pronto, un asociacionismo ciudadano crecientemente estable y crecientemente organizado que signifique un novum politico reconocible, con formas de actuación no basadas en el pragmatismo sino en la moral colectiva de la buena gente.
9 /
2011