La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
El sentido de ciudadanía
Decía Max Weber que la democracia era una técnica para elegir a quienes iban a ejercer la dominación política. Este pensador conservador no podía imaginar la vida social sin el ejercicio de alguna forma de dominación. La tradición democrática tiene una visión completamente distinta. Democracia, en esta tradición, es ejercicio del poder por el demos, por el pueblo, y esto implica que la soberanía reside en el pueblo, no en sus representantes, indirectos o directos.
En nuestra sociedad esa idea de Weber está muy difundida, aunque normalmente de manera no explícita ni del todo consciente. Mucha gente no se siente miembro ni partícipe del “soberano” y contempla la vida política como el público desde el patio de butacas (o desde el gallinero, que aún hay clases): como un espectáculo ajeno que merece aplausos o silbidos. El sentido de responsabilidad que corresponde a toda actividad en que una persona participa brilla así por su ausencia, y cuando el espectáculo de la política aburre una y otra vez, o se percibe como una farsa y una estafa, tiene lugar el desapego hacia la política.
La crisis de la ciudadanía, obviamente, no resulta de un desenfoque teórico o de una falta de explicación adecuada de lo que es una democracia. Resulta del hecho de que muchas decisiones, y muy importantes, no las toman ni la ciudadanía misma ni sus representantes elegidos, sino fuerzas muy poderosas que se sitúan por encima de los políticos y les dictan lo que han de hacer. Nunca como en los últimos tiempos había sido tan descarada la actuación de estas fuerzas. Sus dictados se han formulado y se han impuesto con tanta desfachatez que ha sido fácil que mucha gente comprendiera la pobreza de nuestra democracia. De hecho, la democracia sólo funciona en determinados aspectos de nuestra vida social, pero no en otros muchos, sobre todo en aspectos que afectan vitalmente a toda la población. Lo que diferencia el régimen franquista de la actual monarquía parlamentaria es sobre todo la existencia hoy de libertades políticas, más que la democracia. Las libertades políticas son importantísimas, y son condición para la democracia. Pero son condición necesaria y no suficiente. Además, para que haya una democracia digna de este nombre, hace falta que no haya concentración desmesurada de poder, ni económico ni mediático; hace falta que todas las voces tengan la oportunidad de hacerse oír; y hace falta que las instituciones representativas tengan la capacidad efectiva para imponer pautas y límites (razonables y viables) a las fuerzas económicas y mediáticas en función del bien público y del interés general.
Para que haya democracia el sentido de ciudadanía ha de estar bastante difundido. No hace falta que todo el mundo participe activamente: basta una masa crítica de personas que den el tono. Y esto significa militar en partidos y movimientos, actuar sindicalmente, trabajar en una asociación de vecinos, actuar a través de grupos ecologistas o de otros muchos grupos que trabajan en iniciativas para despertar conciencias y para transformar unos u otros aspectos de la vida social. Sólo a través de una miríada de organizaciones activas se rompe el fatalismo propiciado por la sensación de estar solo ante el mundo inmenso, cuya fuerza nos avasalla y nos convence de nuestra impotencia. Las redes digitales están haciendo mucho para combatir esta sensación, pero no bastan. Hace falta también la copresencia física y personal en la calle y en los espacios públicos (lo cual no excluye que tal vez esté naciendo una militancia “pantallera”, de nuevo tipo, probablemente complementaria de la otra).
El problema, por lo demás, no es sólo de unas causas objetivas que desaniman a la gente a participar. Hace falta, además, algunas dosis de voluntarismo para romper la inercia y la “entropía política” de la vida cotidiana, favorecidas por mecanismos varios que tienden a atornillarnos al sillón de casa frente al televisor o a ganarnos con otros señuelos. El sentido de ciudadanía nunca ha muerto del todo entre nosotros. Pero había perdido mucho fuelle hasta que llegó el movimiento del 15-M y lo revitalizó, haciéndolo extensivo a muchas personas hasta ahora ajenas a la política. Se trata de que este sentido se quede y se haga extensivo a muchos cientos de miles de personas más. Hay otros síntomas de revitalización de la política entre la ciudadanía que tal vez han sido favorecidos por el 15-M. Las protestas contra los recortes y las políticas antisociales están adquiriendo un volumen notable, y la indignación por el golpe de mano que supone la reforma de la Constitución marcará también un hito. Ojalá este impulso perdure y se multiplique.
9 /
2011