La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Sobre la tradición de la izquierda
Aportación a una mesa redonda sobre "Las raíces de la izquierda" organizada por la Universitat Progresista d'Estiu de Catalunya
A. Una reflexión sobre la palabra ‘izquierda’
Después de tantos años de despolitización, no es infrecuente encontrarse con algún interlocutor que afirma que ya no hay derecha ni izquierda, o que la izquierda no existe ya.
Más allá de lo que han hecho muchos para hacer plausible esta observación, esto es, que para algunas personas tenga sentido —lo que no es mi caso——, o sea, sin ignorar que mucha política hecha en favor de los poderosos se ha presentado como de «la izquierda»—, me gustaría reflexionar brevemente, en esta mesa planteada en torno a las raíces de la izquierda, y el origen de sus valores (que es lo que se me encargó tratar aquí), sobre esa misma palabra: «izquierda».
La palabra se origina por la ubicación de los partidos en las asambleas parlamentarias surgidas tras la Revolución Francesa. Los grupos burgueses y conservadores ocupaban «la derecha» del hemiciclo, considerado lugar preferente; los partidos «populares», la «izquierda».
Es por tanto una voz de origen «parlamentario»: de los parlamentos de los regímenes burgueses.
Hoy, ante el desgaste de esa palabra, «izquierda», tantas veces traicionada, tal vez no fuera malo sustituirla. La dicotomía se podría establecer entre «los de arriba» y «los de abajo». Estar con los de abajo sería significativo de una nueva izquierda. Otra posibilidad, hoy muy viva, es la que señaló P.P. Pasolini: una divisoria entre «el Palacio» y «la Plaza». Tendríamos así la gente «de palacio», la que se mueve cerca del poder y del gobierno, y lo sacrifica todo a eso, y por otro lado la gente de la plaza, los trabajadores y las personas corrientes.
Yo prefiero hablar de la plaza y de los de abajo; y, a partir de ahí, elaborar una diferencia que me parece esencial: la diferencia entre política por arriba y política por abajo.
Política por arriba es la que se realiza en los espacios del poder: del poder mediático, económico o político. Consiste en negociar y pactar para mantener el orden existente en las siempre cambiantes circunstancias y en legitimar eso. En los momentos críticos, incluso, consiste en cambiarlo todo para que no cambie lo esencial. Eso es lo que vivimos en la Transición: se cambió todo; tuvimos libertades políticas y comunidades autónomas, pero los poderes económicos quedaron intactos, las libertades políticas sirvieron de válvula de seguridad para el mantenimiento de un sistema de explotación, y pasamos de soportar la dictadura militar interna a ser integrados en la Otan, vigilados y comandados por ésta. Se cambió a una democracia estrecha, hermética y vigilada, a un régimen en realidad oligárquico: gobierno de o para unos cuantos poderosos. Gracias a la política por arriba, a la política de Palacio. La gente fue llamada a aprobar un texto constitucional que no ponía en cuestión ni la monarquía, ni la tutela militar, y que establecía, además de una ley del olvido tácita, un sistema hermético a las demandas sociales, eso sí, con libertades[1].
Política por abajo es política realizada entre la gente, para agruparla en la solidaridad, para que cobre fuerza y capacidad de incidir en las instituciones comunes, para dar voz a los que carecen de ella, para multiplicar la intensidad de la voz. Política por abajo es la que creó un poderoso movimiento obrero en las condiciones penosas de la dictadura franquista; y un movimiento estudiantil y más en general universitario, y un movimiento vecinal y juvenil. Política por abajo fue la que movió a la gente a oponerse a la guerra de Iraq, a oponerse al ingreso en la Otan, o los esfuerzos que crearon una oleada de desobediencia civil y objeción de conciencia que acabó con el servicio militar obligatorio. Política por abajo es la que practicó el movimiento obrero a lo largo de su historia para conseguir el derecho de huelga, la limitación de la jornada laboral, los derechos sociales. Política por abajo es trabajar por aunar el esfuerzo de muchos.
Hoy es política por abajo lo que ha reunido en las plazas de este país a tantas personas en los pasados meses de mayo y junio, y que sin duda proseguirá en un otoño previsiblemente caliente.
[Un corolario: ¿Hay sólo política por arriba o por abajo? No; también se podría hablar de los que están «enmedio» o en el «centro», pero sólo para señalar una curiosa paradoja, lo que llamaré la paradoja del centro: en realidad el centro equidista de la derecha y del centro; enmedio equidista de arriba y de enmedio.]
B. ¿Los valores de la izquierda? Los valores de los de abajo.
Me parecen esenciales dos cosas, en este ámbito: el espíritu de rebelión y la idea de solidaridad, pero siempre que vayan juntos.
El espíritu de rebelión es el que surge en las personas ante la visión de las injusticias, tanto si éstas se las hacen a ellas mismas o a otros. El espíritu de rebelión induce al rechazo de la sociedad existente.
Este rechazo puede adoptar formas individualistas o meramente gregarias: adoptar modas inconformistas (lo que puede ser meramente gregario, propio de rebaño pastoreable), o, en mejor, formas artísticas: en la obra de grandes artistas se manifiesta a menudo ese espíritu de rebelión contra lo ya establecido. A menudo el espíritu de rebelión se vuelve ferozmente individualista e incluso antisocial. Por eso quisiera subrayar que es realmente valioso cuando se asocia con el valor de la solidaridad.
La solidaridad —versión laica de la fraternidad de la revolución francesa, que como fraternidad está unida, para muchos inconscientemente, a la idea cristiana de un «Padre» común a todos— es la superación del individualismo mal entendido: significa la tendencia a sentir junto con otros, a compartir, a vivir como propia la injusticia ajena o la injusticia común, y practicar junto con otros. La solidaridad puede ser apolítica y no rebelde —y entonces puede tener simplemente un efecto de autojustificación—, o parecerse a la «caridad» de los cristianos, que trata de poner remedio a injusticias concretas sin tomar en consideración la eliminación de sus causas o de sus raíces (mencionaré que la mujer con mayor fortuna personal de España ha dedicado veranos, que yo sepa, a realizar obras de caridad acompañando a enfermos al santuario de Lourdes: esto es caritas, no solidaritas).
Por eso el espíritu de rebelión y la solidaridad se convierten en valores políticos de los de abajo cuando van unidos, pero no cuando van por separado o sólo se sostiene uno de los dos.
[Hay otros valores de los de abajo: el valor de la libertad, el de la igualdad, el deseo de democratización.
En realidad creo que filosóficamente hay que verlos no platónicamente, como ideales eternos, sino por su revés. La libertad como pugna contra la falta de libertad concreta. La igualdad no como ansia de igualación —todas las personas somos diferentes— sino como pugna contra las desigualdades concretas reproducidas socialmente. (Cuando se examinan las cosas desde este punto de vista la famosa «igualdad de oportunidades» del pensamiento político de los de arriba muestra toda su falsedad; ni se sabe qué son las famosas oportunidades, pero sí se sabe qué son las desigualdades.)
El pensamiento político de los de arriba intenta afirmar que la igualdad y la libertad se contraponen entre sí; que no es posible menos desigualdad sin menos libertad, y que más libertad implica más desigualdad. Los de abajo saben en cambio que la desigualdad va unida siempre a la falta de libertad, y que el incremento concreto de la libertad hace visibles y manifiestas las desigualdades.
Los de abajo enarbolan siempre el valor de la libertad, pero también preguntan: ¿libertad para hacer qué? ¿Para que no haya regulaciones sociales? ¿Para que se pueda burlar la ley? ¿Para defraudar?
La libertad es voluntad de acuerdos colectivos.
Por último: he hablado de ‘deseo de democratización’ y no simplemente de ‘democracia’. Porque la distribución del poder entre el pueblo —eso es lo que significa ‘democracia’— es un proceso; un proceso que puede avanzar o retroceder. Hasta ahora no hay sistema político que realice la democracia, sino sistemas en diferentes estadios incipientes de democratización. Unos sistemas son más herméticos que otros a las demandas sociales (como el sistema político español actual), esto es, con el poder poco distribuido entre la población. Cuando el proceso de democratización avanza poco o retrocede da lugar, en cambio, a sistemas oligárquicos, al poder de unos pocos, como ahora.]
C. Cambio de valores en la izquierda o en los de abajo.
Entre los de abajo estuvo vigente como valor el de la militancia. Un valor originado también en la Revolución Francesa, en que los ciudadanos debían «formar sus batallones» (eso dice la Marsellesa) para defender la revolución. La idea de militar, y la lucha revolucionaria incluso por medio de las armas en busca de la aproximación a un objetivo final ha estado presente fuertemente entre las gentes de lo que se llamaba tradicionalmente la izquierda. Se hablaba de militar en sus organizaciones. No creo que sea necesario argumentar largamente este punto; basta ejemplificarlo en la mitificación de Che Guevara, el guerrillero que buscaba el triunfo de la revolución por medio de la lucha armada. La idea de militancia ha acabado siendo vanguardista y en el fondo no democrática, pues supone que son las vanguardias militantes, y no las mayorías poblacionales, las que han de decidir.
(Por decirlo todo: esa idea de militar no ha sido exclusiva de la izquierda social. También la ha sostenido y la sostiene la iglesia católica: se hablaba de la iglesia militante, que tuvo por ejemplo sus militantes de Acción católica, y tiene sus extremistas derechistas Guerrilleros de Cristo Rey o los Legionarios de Cristo.)
Creo que han sido los fracasos del movimiento del pasado, alternativo a lo existente, lo que ha llevado la mirada de los de abajo en otra dirección: hacia el pacifismo y la desobediencia civil, de Gandhi y Martin Luther King. Éstos no buscaban aproximarse a objetivo final alguno, pero sí a objetivos concretos que efectivamente alcanzaron con la práctica de la no violencia. Que consiste en cargarse de razón, en manifestar una eticidad superior a la de quienes se contraponen a ellos mediante la violencia.
Los criminales e innumerables actos de violencia de los poderes de todo tipo en el siglo XX, desde los bombardeos atómicos de ciudades japonesas, o la destrucción de ciudades inglesas, alemanas o asiáticas arrasadas mediante bombardeos masivos, a escala mucho mayor que la del bombardeo de Guernika, que inauguró esa era de violencia contra las poblaciones civiles, así como la opción de los poderes actuales de militarizar las zonas petrolíferas y las rutas de abastecimiento energético —con desastres tales como la guerra de Iraq, o ahora con las de Afganistán y Libia— pueden haber reforzado la opción por la no violencia de los movimientos alternativos a lo existente.
El pacifismo es hoy un valor de los de abajo; la no violencia muestra la superioridad ética de éstos frente a los poderes a los que se contraponen.
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2011