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Rafael Poch-de-Feliu

Degradación social en Alemania

Niños, ancianos, parados y emigrantes. En un país en el que las redes de solidaridad familiares son débiles, los más vulnerables están siendo cada vez más abandonados por el Estado, su único recurso. El último aldabonazo lo da un informe de la ONU que afirma que uno de cada cuatro niños acude al colegio sin haber desayunado y pide «medidas concretas» para que «los niños, especialmente de familias pobres, reciban comidas adecuadas».

El informe de la Comisión Económico-Social de la ONU regresa a muchos de los puntos que ya mencionó hace cuatro años: se discrimina a los inmigrantes, deficiente atención a los ancianos, injusticias en el mercado de trabajo y en el régimen de la seguridad social, 2,5 millones de niños viviendo bajo el límite de pobreza y ausencia de un programa efectivo de lucha contra la pobreza.

La reacción del Gobierno ha sido inmediata: «El informe es en gran parte incomprensible y no se apoya en hechos científicos», se queja. «En los últimos años hemos tenido una evolución positiva ampliamente reconocida en el mundo», ha dicho un portavoz del Ministerio de Trabajo. La queja puede tener fundamento en aspectos concretos, pero, en general, el informe coincide, e incluso se queda corto, con lo que afirma otro informe paralelo de veinte organizaciones no gubernamentales –entre ellas Amnistía Internacional y la respetada Unión Humanista– sobre los derechos sociales, económicos y culturales en el país: Alemania, que en su día fue modelo por su boyante Estado social y su relativa nivelación social, se está degradando.

La Agenda 2010 –aprobada en el 2003 y definida por el Frankfurter Allgemeine Zeitung como «el mayor recorte de prestaciones sociales desde 1949″– está claramente en el origen de esta involución. La combinación de la descarga del gasto social con la flexibilización del mercado de trabajo han resultado en un nuevo país en el que una peluquera puede ganar 400 euros y un taxista 900 trabajando doce horas diarias, al nivel de la Europa del sur.

El informe de la ONU elogia las reformas del mercado de trabajo, que han permitido, dice, «el más bajo nivel de paro de los últimos veinte años», ignorando que son precisamente esas reformas, con la ola de precariedad y la liberalización de los salarios basura que han instalado, las que están frecuentemente en el origen de la degradación social.

Una de sus consecuencias ha sido convertir la separación entre empleo y desempleo, antes clara y estricta, en débil y a veces confusa. Oficialmente hay 2,9 millones de parados, pero más de cinco millones –entre ellos muchos subempleados– necesitan la ayuda social para vivir, en muchos casos porque los sueldos no alcanzan. Casi nueve millones de alemanes declaran que desearían trabajar más de lo que trabajan. La precariedad ha introducido en el país una nueva categoría: la del «pobre a pesar de tener trabajo». Uno de cada cinco empleados trabaja por un «salario bajo», es decir, aquel que no alcanza para vivir y que debe ser frecuentemente completado con ayudas sociales.

El éxito en desempleo es relativo, en parte porque la ampliación del trabajo precario es su contrapunto. Un ejemplo es el trabajo temporal subcontratado, por el que una persona es colocada laboralmente por una empresa de trabajo temporal, que se queda a cambio con la mitad o más de su sueldo.

Hasta 1967, el trabajo temporal subcontratado estuvo prohibido en Alemania. En 1972, esta práctica se legalizó, pero sólo se permitía por un periodo de tres meses. En 1985 se amplió a seis meses; en 1994, a nueve, y en 1997, a un año. En el 2002, el Gobierno de socialdemócratas y verdes lo amplió a dos años y en el 2004, lo liberalizó por completo al anular todo plazo.

Actualmente hay cerca de un millón de personas trabajando en ese régimen y ganando como media menos de la mitad del sueldo de un asalariado normal, lo que contribuye a mantener bajos los salarios. Las empresas de subcontratación alemanas movieron el año pasado más de 26.000 millones de euros.

El éxito en desempleo es también relativo porque las cifras, simplemente, se han barrido debajo de la alfombra, mediante cambios en los sistemas de contabilidad de la Agencia Federal de Empleo.

Esta degradación laboral tiene también por contrapunto el aumento de la desigualdad, factor en el que Alemania, como Japón, solía presentar parámetros satisfactorios. Sigue siendo el caso de Japón, no así de Alemania. En los últimos veinte años, mientras los beneficios empresariales crecían sustancialmente, los salarios reales se han quedado estancados al nivel de 1991. El 10% de los ciudadanos posee el 65% de los activos y unos 650.000 alemanes –cerca del 1% de la población activa–, el 25%.

Las repercusiones que estas relaciones laborales y sociales tienen en la moral del trabajo han sido poco estudiadas, pero es obvio que este ya no es el país del cumplimiento, la corrección empresarial y el buen trabajo que era hace veinte o treinta años. Aunque la diferencia general con la Europa del sur sigue siendo abismal, hoy los alemanes descubren con sorpresa que sus trenes no son puntuales en más de un 30% de los casos. Las empresas de telecomunicaciones, por citar un sector muy característico, apenas se diferencian de las españolas en su abuso de la clientela.

Preocupante es la explicación que autores y medios de comunicación ofrecen de esta particular degradación nacional. Mientras la encuesta nacional Deutsche Zustände, de la Universidad de Bielefeld, reporta un sentir general crecientemente hostil hacia los débiles por parte del sector social con ingresos medios y altos, triunfan los charlatanes mediáticos, desde el filósofo Peter Sloterdijk hasta el economista Thilo Sarrazin, que a la hora de buscar culpables apuntan contra la tiranía del Estado social y la fiscalidad, o contra los inmigrantes «genéticamente inferiores».

5 de agosto 2011. Publicado en «La Vanguardia»

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