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Rafael Poch

La histeria va con el precio

Recapitulando. En septiembre se cumplirán tres años de la quiebra financiera de 2008. El motivo de la crisis fue el hundimiento del gran festival especulativo que eliminó las fronteras entre la actividad financiera y la simple y pura delincuencia. El dinero público se utilizó para cubrir las pérdidas y proteger las fortunas de los agentes del gran casino, en lo que fue la mayor transferencia de capital de la historia desde la gente común hacia los ricos. Ninguno de los problemas que entonces se pusieron de manifiesto se han solucionado, pero se han creado otros encadenados. Por ejemplo: el brusco aumento de deuda pública que el rescate bancario provocó, empeoró, a su vez, la solvencia general, incluida la de los propios bancos, pues el valor de la deuda pública se desplomó y en gran parte está en manos de bancos e inversores en forma de bonos del tesoro. Ahí está la génesis de la actual «euro-crisis».

La alternativa a la contestación. Las peculiaridades de la Unión Europea —una unión monetaria sin fiscalidad ni gobernanza común, con grandes desequilibrios entre sus miembros— pusieron en el centro esa «crisis de endeudamiento», que, torpemente gobernada por Alemania, lastra ahora el viejo continente y despierta sus ancestrales taras culturales de tan mortífero recuerdo. La solución anticrisis propuesta es una contrarrevolución social: desmontar derechos sociales y garantías económicas, lo que arrasa el consenso social, fomenta ideologías antidemocráticas, racistas o xenófobas, que ofrecen fáciles chivos expiatorios —como ocurrió en el pasado con el antisemitismo— y favorecen la guerra, tal como pasó en la última gran crisis del capitalismo en 1929. Europa ya estaba metida de pleno en una guerra antes de Lehman Brothers, Afganistán, algunas de sus naciones apoyaban otra, Irak, y en plena crisis se ha metido en una tercera, Libia, un mal signo. Cada semana la OTAN y las potencias europeas son responsables de lo equivalente a atentados terroristas con decenas de víctimas civiles inocentes en Libia y Afganistán, aunque se llamen «errores» y «daños colaterales». La guerra como telón de fondo de la eurocrisis es un dato crucial de la actual situación. Avisa de cual es la alternativa a la contestación ciudadana.

El nexo de todo el asunto. El programa de regreso al siglo XIX andaba más o menos como la seda, hasta que apareció la ciudadanía. Primero en Grecia, luego en Wisconsin (Estados Unidos, un movimiento informativamente ignorado, tanto en Alemania como en España), en el norte de África, y ahora en Europa, pues el referéndum italiano, la jornada sindical contra el pacto del euro y la próxima huelga británica forman parte de un mismo paquete. Hasta de China llegan noticias de la preocupación oficial y de las medidas preventivas ante un eventual contagio. Pero, ¿de qué se trata?, ¿cual es el nexo de unión entre todas estas contestaciones? Se trata de la revuelta contra las oligarquías.

El diccionario define las oligarquías con tres brochazos; «Gobierno de pocos», «Forma de gobierno en la cual el poder supremo es ejercido por un reducido grupo de personas que pertenecen a una misma clase social», y «Conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio». Sea como fuera, podemos acordar que el mundo actual está gobernado por oligarquías.

En Europa, Estados Unidos y Japón, la tríada central del sistema mundial, las oligarquías financieras dominan la economía e incluso la política. En la mayoría de los países árabes se trata de oligarquías, petroleras o no, que son subsidiarias de las anteriores. En Rusia hay una nueva oligarquía privada que se inspira en las occidentales y que mantiene cierta tensión con el Estado ruso, heredero de la Estadocracia soviética, que fue la modalidad de oligarquía en la que degeneró el llamado socialismo real. Ese Estado compite y a la vez se imbrica con la nueva oligarquía rusa. En China la relación es inversa: allí es la Estadocracia la que domina sobre las oligarquías privadas, que, aunque poderosas, están sometidas e integradas en la constelación estatal.

Globalización ciudadana. La diferencia última no es entre «democracia» y «no democracia», como insiste el discurso oficial, sino entre el gobierno de diversos tipos de oligarquía. No es la divisoria, sino la similitud lo que retrata mejor la situación. Algunas oligarquías, en sociedades más opulentas, dan lugar a sistemas mucho más holgados y permisivos desde el punto de vista de los derechos y las libertades. Otras sólo dan para «democracias de baja intensidad», o pseudodemocracias, como la rusa, en la que el partido del poder ni siquiera practica la rotación con una oposición, sino que nombra a un sucesor de su propio partido que luego es refrendado en las urnas. Otras se permiten elecciones bastante libres a nivel local, como en China, pero no en el nivel general, y otras, en fin, no permiten ningún tipo de elección…. Es decir, hay distintos tipos de oligarquías, pero todas ellas tienen poco que ver con el «poder del pueblo», la democracia. En condiciones normales, el voto no decide gran cosa porque no cambia nada esencial.

Lo que está ocurriendo ahora en el mundo, en todas esas zonas señaladas, es un despertar ciudadano contra la administración de la globalización que llevan a cabo todas esas oligarquías. Un impulso en favor de una globalización en clave ciudadana, no empresarial. Cuando la población toma la palabra y se convierte en sociedad, las cosas no pueden seguir igual. Así se escribe la historia.

Sobre camellos y barretinas. Hacía muchos años que algo así no ocurría y el establishment ya se había olvidado de ese factor. De ahí el desconcierto y el nerviosismo con que la clase política acoge el fenómeno por todas partes. El apaleamiento de ciudadanos en la Plaza de Catalunya fue la versión local de la entrada de los camellos de Mubarak en la Plaza Tahrir el 2 de febrero. Fruto de la misma miopía, luego profundizada  por prensa e instituciones entre histerias guerracivilistas, con listas de «culpables» y «responsables intelectuales» casi en la periferia del terrorismo («kale borroka»), que conducen a la típica pregunta rusa sobre este tipo de situaciones: «¿se trata de una provocación, o de una estupidez?». La respuesta es que parece una mezcla de ambas cosas…  Pero aquí no hay ninguna novedad. Estamos ante un clásico.

Cuando en Alemania arrancaba en los setenta el movimiento antinuclear, el establishment hacía afirmaciones y acusaciones disparatadas del mismo tenor. El Presidente de Baden-Württemberg, Hans Filbinger, decía que sin la contestada central nuclear de Wyhl, «las luces de nuestra región comenzarán a apagarse a finales de la década». Antes de esa fecha, en 1978, Filbinger, un antiguo juez nazi, tuvo que dimitir al conocerse su participación en sentencias de muerte del régimen anterior. El movimiento ciudadano era criminalizado sin complejos. «Su núcleo lo forman puros terroristas, meros delincuentes», decía el democristiano Gerhard Stoltenberg, presidente de Schleswig-Holstein. «Hay que hablar no tanto de alborotadores como de terroristas», decía el ministro de justicia, el socialdemócrata Hans-Jochen Vogel. Más tarde, en enero de 1980, cuando se fundó el Partido Verde, el ideólogo del SPD, Egon Bahr, anunciaba el nacimiento de un «peligro para la democracia», mientras su colega Erhard Eppler comparaba la presión de las manifestaciones antinucleares con las marchas callejeras de las escuadras nazis de la S.A.

Todo esto debe ser recordado hoy, cuando, después de Chernobyl y Fukushima, Alemania pone fecha al fin de la energía nuclear. Se ofrece así un poco de perspectiva sobre lo que le espera a una ciudadanía que ahora toma la palabra. Cualquiera que hoy hable en Europa de propuestas de cambio tan razonables como nacionalizar la banca, o prohibir el uso de las fuerzas armadas fuera de las fronteras sin expreso referendo popular, merece ese tipo de histeria. Que a lomos del camello haya un truhán cairota con turbante o un conseller inepto con barretina, cambia poco el asunto: la histeria va incluida en el precio de cuestionar la oligarquía.

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2011

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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