La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Avanzar sobre dos pies (material para un debate)
El movimiento Democracia real ya, ¿es un movimiento apolítico? Evidentemente, no: el conjunto de sus reivindicaciones y de sus acciones, y las modalidades y características de éstas, muestran que se trata de un movimiento eminentemente político.
Pero no es «político» en un sentido convencional, institucional. Es un movimiento horizontal, en el seno de la sociedad. A contracorriente de la despolitización y domesticación de ésta impulsada por las políticas neoliberales que buscan liberar de toda atadura al capital. Un movimiento complejo, susceptible de extenderse a otros países, y en cuyo interior se dirimirán sin duda controversias políticas. Una de las cuales, más o menos precisado un horizonte programático abierto, tendrá por objeto dilucidar si el movimiento se mantiene enteramente al margen de las instituciones públicas o ha de buscar alguna inserción en éstas, por supuesto sin dejar de pretender modificarlas.
Ésta es una vieja controversia sobre la que es preciso reflexionar, y hacerlo en diferentes planos. El presente material de trabajo trata de aportar elementos para esta reflexión, tanto desde el punto de vista práctico, como teorético, como desde la experiencia histórica.
Tratar de insertarse en las instituciones y convertir esta inserción en una prioridad política es lo que ha intentado Izquierda Unida —y antes el PCE— en el período de libertades, pese a contar inicialmente con una considerable masa de activistas. La consecuencia de priorizar la inserción en las instituciones está en la base de la tremenda crisis de este agrupamiento político. La máxima prioridad de sus activistas —con excepciones de gran honestidad— ha acabado convirtiéndose en ocupar cargos electos, de los más importantes a los más modestos, esto es, en asegurar su profesionalización política. Eso ha llenado a esta organización de cuadros que acababan sacrificando sus principios al pragmatismo y los debates programáticos a la carrera por ocupar un lugar viable en las listas electorales. Eso ha dividido repetidamente a sus gentes, ha desanimado a muchos, la propia organización centrifuga hacia el Psoe a los cuadros más pragmáticos, y, lo peor de todo, se ha abandonado casi por completo la movilización de las personas de la sociedad civil y el esfuerzo por convertirse en un intelectual popular colectivo.
Esta lógica perversa, que no es la única —hoy la comprensión de esa lógica institucional puede ganar mucho con la lectura de los Propos sur le champ politique de Pierre Bourdieu—, está estudiada desde hace muchísimos años. La obra de Robert Michels Los partidos políticos señala algunos de sus aspectos. Uno de los cuales es la tendencia de los grupos parlamentarios a hacerse con la dirección de los partidos correspondientes, esto es, la tendencia a que la dirección del partido y sus más destacados representantes sean una y la misma cosa. Para tratar de soslayar esta tendencia la socialdemocracia anterior a la primera guerra mundial (también otros partidos) separaba estrictamente la dirección del partido y el grupo parlamentario, que quedaba sometido a ella. En España sólo sigue haciendo eso el PNV. También cabe mencionar otras consecuencias de esa lógica de la inserción en las instituciones: las tendencias a la burocratización cuando se trata de grandes partidos, al estrangulamiento de la democracia interna, al liderismo y a la despolitización de la afiliación. Al surgir los Verdes en Alemania en la década de los noventa como un partido importante, a partir de notables aspectos movimentales —sociales—, también trataron de protegerse contra esta lógica perversa de la inserción en las instituciones (por ejemplo, al limitar el tiempo de permanencia de los activistas en cargos electos, al asegurar y facilitar su posterior retorno al trabajo previo, etc.); pero ese sistema de protección, por decirlo todo, no ha funcionado demasiado bien, y, al no funcionar bien, ha dividido por dentro al movimiento de los verdes.
En conclusión: la desconfianza hacia la inserción en las instituciones de la punta más política de un movimiento está sobradamente justificada. Se inscribe en una lógica paralizante del movimiento. Esta lógica, sin embargo, no es ahistórica ni metafísica. No está dicho que no pueda ser superada.
Veamos ahora lo que significa el rechazo de esa inserción: el rechazo a la participación en las instituciones.
El movimiento de mayo de 1968 nos suministra un buen ejemplo histórico. Su principal portavoz en Francia, Daniel Cohn-Bendit, enfrentado a este problema, afirmaba que precisamente la no inserción en las instituciones era el principal impulsor de la extensión del movimiento mismo. De modo que, aparte de su inmenso impulso de cambio cultural, el movimiento fue contundentemente derrotado en el plano político: el general De Gaulle, presidente de la república francesa, dejó que el fuego se apagara solo, y luego hubo en Francia gobiernos de derecha durante trece años, hasta 1981.
Otro ejemplo paradigmático nos lo da el movimiento anarquista español, que decidió no votar en las elecciones de 1932 por entender que los cambios sociales debían ser previos a la participación en las elecciones. Pero las elecciones las ganó la derecha, que desmanteló todos los avances republicanos, y encarceló y torturó. Por eso en 1936, en cambio, el conjunto del movimiento antes abstencionista decidió participar en las elecciones, lo que dio un gran triunfo al Frente Popular.
Estos apuntes bastan para mostrar que tanto la participación en la política institucional como la no participación en ella y el mantenimiento en un plano extrainstitucional tienen grandes problemas graves. Una opción tiene el riesgo de la integración; la otra, el de la desmovilización y la derrota política.
¿Que camino seguir?
Aquí se sostiene que es necesario pensar dos cosas a la vez. Y caminar sobre dos patas: de un lado, el movimiento debe tener una punta política que trate de adentrarse en las instituciones públicas, de Estado; de otro, debe fortalecer y extender su lado movimiental, crear un sector común de actividades voluntarias. Entrar en la política sin permitir que la lógica interna de ésta afecte a la actividad movimental.
Ésta fue la opción de los Verdes en Alemania. Que por lo menos perduran y constituyen una fuerza importante en esa sociedad.
Hay un motivo para creer que la posibilidad de avanzar sobre las dos patas, la movimental y la política, se hace ahora más fácil. Todas las cosas son históricas, todo cambia, y ahora tenemos una tecnología que facilita y refuerza la comunicación horizontal, esto es, movimental. La capacidad de confluir movimentalmente en muy poco tiempo se ha acrecentado de un modo impensable hace pocos años. La comunicación del movimiento ya no precisa viajar primero desde la base a una cúpula y desde allí de nuevo a la base: ahora es la interconexión de la base social del movimiento la que lo hace —con algunas deficiencias ligadas a las inevitables franjas lunáticas— profundamente democrático.
No es fácil que hoy, en un momento crítico, se equivoque todo un movimiento. La reacción popular con ocasión de los atentados de Madrid (el 11M) muestra que la comunicación horizontal sólo se convierte en activa cuando cada persona comprende por sí misma, sin dirigismos, lo que hay que hacer, y se pone a hacerlo. Lo mismo ocurre con el movimiento centrado en Democracia real ya. La comunicación movimental horizontal es por otra parte muy rápida, mucho más que la comunicación política tradicional. Esa facilidad de la comunicación ha impulsado además compartir valores, una moral esencial que se contrapone al pragmatismo de los oportunistas de siempre.
Internet proporciona además unos espacios que (polución de mensajes descerebrados aparte) facilitan el debate de ideas, el crecimiento y la concreción del pensamiento colectivo. Eso vuelve menos peligroso el riesgo de la participación en la política institucional.
Y, al llegar aquí, nos encontramos con dos problemas distintos.
Uno consiste en la consolidación del esfuerzo movimental. En no delegar en otros, sino en el afianzamiento del activismo del movimiento y en su aprendizaje de una tarea ambiciosa en este terreno, que es central para neutralizar a los sectores sociales más retardatarios y a los antipopulares: la tarea de crear una nueva cultura cívica, democrática e igualitarista hegemónica en la sociedad, con sus propios valores y principios, contrapuestos a los que nos han llevado al mundo de desastres actuales.
El otro problema está en la inserción en la política. Complicado por la naturaleza de las instituciones legadas por la transición, y por las circunstancias concretas de hoy.
Las instituciones de la transición han favorecido la creación de dos grandes partidos y de partidos menores cuyas políticas muchas veces resultan difíciles de aceptar. El escritor Juan José Millás apuntaba la curiosa paradoja en que se encuentran quienes desean votar en conciencia: oscilan entre el voto en blanco —lo que favorece objetiva y precisamente, sistema electoral mediante, a los dos grandes partidos— o abstenerse de votar (que no les favorece): la paradoja de que en la política española el mejor voto sea para muchos el no voto. Pues los dos grandes partidos en los que se sobredimensiona artificialmente el resultado del sufragio materializan, ambos, políticas neoliberales, sacrificando a los mercados —a los especuladores— el bienestar de la población, aunque con distintas coloraciones culturales.
Las circunstancias concretas de España, con una gran crisis para la que tanto el empresariado como los dos grandes partidos materializan más neoliberalismo, esto es, más individualismo, más insolidaridad, más cargas sobre la mayoría, y menos bienes y servicios públicos, colectivos, vuelve urgente la maduración del movimiento, lo que no es posible sin un gran debate interior.
Esa maduración debe correr —se propone aquí— en una doble dirección: la búsqueda de aliados, por una parte, y probablemente la aparición política autónoma, en forma de asambleas que propongan listas cívicas, abiertas unas y otras a todo el que quiera sumarse sobre la base de un programa que el propio movimiento debe determinar.
Sin eso, sin un contrapoder importante y que goce de amplias adhesiones sociales, lo que se dibujaría en un horizonte próximo sería el poder de un gobierno de derechas, un gobierno de «los de arriba» una vez más, lleno de corruptos y de complicidades con los poderes económicos, inevitablemente represor del movimiento que acaba de cristalizar, y servidor, justamente, de lo contrario de lo que son los objetivos de este movimiento formulados ya.
7 /
2011