La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
Haití en el imaginario racista
Para nuestra retina europea blanca, Haití es, más que nada, un país desgraciado, víctima de dictadores sanguinarios y de terremotos, el país más pobre de América Latina, un país de niños desnudos y desnutridos, mujeres y hombres abatidos que habitan barracas y bidonvilles, víctimas del sida, el cólera y la disentería, donde la corrupción impera, la política es manipulación de masas ignorantes y primitivas, y donde la vida no vale nada.
Esta imagen se repite cada vez que Haití es noticia, como lo ha sido durante unos días con motivo de las recientes elecciones. Asociamos este país con miseria, desesperación e impotencia. Y nuestro cerebro blanco genera una sospecha que, en ocasiones, reprimimos como políticamente incorrecta: los negros, en América como en África, adolecen de algún defecto congénito, de alguna incapacidad vital, de inferioridad racial.
Sin embargo, Haití es algo más. Es un país que, incluso en medio de sus desgracias, tiene algo más que niños esqueléticos en barracas infectas. Tiene escuelas y hospitales, campos cultivados y universidades, técnicos e intelectuales. Es la patria de Michaëlle Jean, mujer prodigio que acumula varios títulos académicos, que llegó a gobernadora general de Canadá y que hoy es embajadora de la Unesco para Haití. Es la patria de Guy Alexandre, sociólogo, historiador y profesor muy respetado a nivel mundial, embajador de su país durante el gobierno de Aristide. Haití es la patria del escritor Jacques Roumain y de René Depestre, poeta y revolucionario. Es la patria de Jean Price-Mars, pensador de la negritud. La lista de haitianos ilustres podría ampliarse mucho. ¿No habría que ponderar esa riqueza cultural e intelectual en una nación que hace doscientos años era país de esclavos, que ha debido construirse partiendo de cero y en un entorno adverso?
Ése es el Haití que no vemos, que no se nos muestra. Un país pobre, el más pobre del continente, pero un país que podría funcionar si se le hubiera dejado vivir en lugar de desangrarlo sin piedad.
Un poco de historia viene al caso. Haití fue la segunda república moderna que se instauró en el Nuevo Mundo, en 1804, después de los Estados Unidos. Fue la primera república americana que abolió la esclavitud e hizo una reforma agraria radical. Fue uno de los pocos estados independientes de la historia mundial, seguramente el único, que nació tras una revolución triunfante de esclavos, y que subsiste como Estado dos siglos después. Pero tenía dos vicios de origen que le habrían de costar muy caros: los vencedores de aquella revolución eran esclavos y eran negros. Era más de lo que el mundo civilizadopodía soportar. Por añadidura, la nueva república dictó una ley que concedía automáticamente a cualquier esclavo que entrara en tierra haitiana la ciudadanía del país, que implicaba ipso facto su emancipación y libertad civil.
Napoleón mandó una armada que fue derrotada por Toussaint-Louverture, líder de la independencia. Francia tuvo que retirarse, pero hostigó duramente al nuevo régimen, que tras dos décadas de conflictos no sólo con el exterior, sino también internos (con un fugaz retorno a la esclavitud), tuvo que aceptar, en 1825, el pago de reparaciones económicas. El escaso y frágil ahorro de una economía sometida a bloqueo internacional sirvió no para ser reinvertido en el país, sino para pagar las reparaciones. En agosto de 2010, un grupo de intelectuales —entre ellos Eva Joly, Étienne Balibar, Daniel Cohn-Bendit, José Bové y Noam Chomsky— envió una carta a Sarkozy pidiendo que Francia devolviera a Haití el dinero que le arrebató, que cifraban en 17.000 millones de euros, correspondientes a 150 millones de francos-oro, suma diez veces mayor que los ingresos totales del país (Libération, 16/8/2010).
El acoso a Haití no se limitó a eso. Entre 1915 y 1937 fue ocupado militarmente por los Estados Unidos. Una parte de la tierra cultivable pasó a manos de estadounidenses. Las tropas yanquis reprimieron duramente las protestas y la rebelión que tuvieron lugar en esos años. Al abandonar el país, los estadounidenses habían creado las condiciones para la dictadura sanguinaria de Duvalier con sus tonton macoutes, entrenados por el invasor. Y cuando Haití ha tenido la oportunidad de enderezar su existencia colectiva con varias victorias en las urnas de Aristide, éste ha topado una y otra vez con interferencias externas.
La historia interna de Haití ha sido también resultado de luchas entre los antiguos esclavos de procedencia africana y los propietarios de tierras y esclavos, muchos de ellos mestizos y blancos, propensos a buscar alianzas con el exterior para preservar sus privilegios y a romper las reglas del juego para lograrlo. En esto no es una excepción en América Latina.
Haití es un compendio del trato infligido por el hombre blanco al resto de la humanidad. La atormentada historia de los haitianos y su situación actual no se pueden en absoluto atribuir sólo a sus errores, porque el país nunca se ha librado de interferencias externas. Tomar conciencia de esa historia puede ayudar no sólo a combatir el estereotipo racista habitual, sino también a reconocer una contribución ignorada y silenciada a la historia de la libertad moderna. Contribución que tiene la peculiaridad de no ser obra de europeos blancos, sino de ex esclavos negros de origen africano.
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2011