La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
El Lobo Feroz
Cuánto y hasta cuándo
La derecha “civilizada” y catalana de Artur Mas y su Convergència nos suministra un anticipo en miniatura de lo que haría el Partido Popular si llegara a gobernar.
Los convergentes catalanes no se han cortado un pelo para suprimir las cámaras de vigilancia en las comisarías de su policía, instaladas por el gobierno anterior para garantizar la integridad de las personas frente al exceso de celo o de prepotencia de los agentes.
Eso significa que las garantías individuales son hoy en Cataluña tan finas como el papel de fumar. Y se acercan, casi inevitablemente, tiempos de represión.
Su segunda política ha sido un recorte drástico de las estructuras sanitarias catalanas, en vez de la política de reducción de las listas de espera del gobierno anterior.
Los servicios de salud están inevitablemente abocados a empeorar. Lo denuncian todas las personas que trabajan en los servicios médicos. A los dirigentes convergentes no les importa: ellos siempre tendrán una llave de paso para ser atendidos en condiciones prioritarias. Su mundo está montado así.
El gobierno convergente tiene una excelente muleta torera para capear las inevitables protestas. Un capote que se llama “Madrid”.
Si gobernara el PP veríamos el mismo panorama a escala de toda España: policía para reprimir, tijera para recortar todo tipo de prestaciones, venta de los bienes públicos a los amigos y, como capote de faena, “la herencia” del gobierno anterior.
Al Lobo no le cabe duda de que el analfabetismo político español, visible en las tertulias radiadas o televisadas en que sólo se habla de los epifenómenos de la política, y visible también en los comportamientos de mayorías de personas con una considerable empanada social —desde los supuestos ricos que compraron lo que no podían pagar a las juventudes tatuadas y discotecadas que no han abierto un libro en su vida—, puede llevarnos a una larga temporada de esperpento. A un mundo en que multitudes actuarán políticamente contra sí mismas. A un harakiri nacional.
Ya no hay en la práctica derecho del trabajo. Aparte del paro, que supone disciplinamiento social, la facilidad para el despido —incluido el despido de enfermos, por ejemplo— hace que casi nadie se atreva, en las empresas, a protestar. Ahora la gente va enferma al trabajo por temor al despido; las normas de seguridad e higiene no se respetan ni —casi es peor— se invocan. Se ha impuesto la ley del silencio porque trabajar es mejor que estar parado. Y empresas que no invierten tratan de ligar los salarios a la productividad —un incremento de la explotación—. Por lo demás, ¿qué joven o no tan joven de hoy tendrá una pensión de jubilado? Para acabar de componer el panorama, se malvende el patrimonio social, colectivo, acumulado durante décadas.
No nos engañemos: tanto el PSOE como el PP tratan de cerrar la crisis creada por la política neoliberal con más política neoliberal.
La pregunta es cuánto aguantará la buena gente; cuánto siendo minoría social. Y hasta cuándo será paciente. Porque el ahogo es ya insoportable para muchos, pero para muchos menos que los que tendrán que alzarse y actuar para defender un proyecto social sustentable y además productor de equidad.
4 /
2011