¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pedro de la Llosa
Cartas desde mi retiro
Cinismo y confusión: Gadafi vilipendiado por sus antiguos valedores
Hace tres años, las autoridades francesas recibían al sátrapa Gadafi con honores y abrazos. Pero los tiempos cambian y ahora son denuestos lo que recibe este angelito. Sin embargo, hace un mes gozaba todavía de gran consideración, pues, según nos contaba recientemente Le Canard Enchaîné (8 de marzo), periódico satírico parisino, un informe del Fondo Monetario Internacional cubría de alabanzas la gestión de la política económica del gobierno libio (con alguna reserva: insuficiencia de puestos de trabajo para la juventud, por ejemplo). Tal informe iba acompañado de la firma y refrendo de Strauss-Kahn, director de dicha organización y promotor de la Socialtecnocracia, última reencarnación de la Socialdemocracia, que ya perdidas las ilusiones acepta, eso sí, las elecciones presidenciales, pero juzga que la economía es cosa de técnicos, asesores y sabios; está bien, pues, que el pueblo elija, pero mejor que no gobierne. También ocurre que el rey reina pero no gobierna.
Pero volvamos a Gadafi. El terremoto que ha sacudido al mundo de lengua árabe, desde Rabat a Bahrein, era tan imprevisible (incluso para los sabios del Fondo Monetario Internacional) que se lo consideró en sus principios una tormenta pasajera. Y sucedió entonces que algún ministro del gobierno francés ofreció al gobierno tunecino y a su dirigente supremo, Ben Alí, su “savoir faire” policíaco (es decir, cómo reprimir con caricias y respeto) para acabar con esos mocosos que perturbaban la calle o se inmolaban. Por cierto, Ben Alí y su partido eran miembros de la Internacional Socialista; eran, pues, gente respetable. La maniobra, además de burda, resultó improcedente, y Ben Alí, a pesar de contar con valedores importantes en el gobierno francés, se vino abajo. Sarkozy, burlado por los acontecimientos, tuvo que hacer una remodelación del gobierno, apartando a los más comprometidos y tratando de restaurar su dignidad.
Cuando le llegó el turno a Gadafi en esta revuelta árabe que se extendía como reguero de pólvora, Sarkozy juzgó conveniente recobrar su prestigio (¡y a su electorado!, pues, según parece, ha perdido la mitad de éste, aunque no se prevé de momento que el desprestigio de Sarkozy redunde en favor de la izquierda…). Por ello reconoció apresuradamente al comité insurgente formado en Bengasi, al tiempo que solicitaba apoyo internacional para dicho comité. Sin embargo, ni China ni Rusia manifestaron entusiasmo y, dentro de la Unión Europea, Alemania era aún más reticente. La posición de la Liga Árabe era “ni sí ni no, sino todo lo contrario”, aunque luego, tras reflexionar, dejó ver su inquietud por aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas pelar… Verdad es que uno nunca sabe lo que puede llegar a ocurrir cuando el pueblo se revuelve.
Y tenían razón, pues hay algo de subversivo en estos árabes revoltosos e inquietos, incluso cuando siguen gritando “Alah-u-akbar!”, obedeciendo a sus atavismos (a ver quién no los tiene, aunque sean más modernos…). Efectivamente, la salida de Ben Alí de Túnez se ha visto acompañada de un impulso de las luchas reivindicativas de los asalariados que este dictador impedía y contenía con su autoridad, permitiendo a la vez beneficios exorbitantes para las empresas francesas allí deslocalizadas, en el marco de eso que se llama púdicamente “mundialización”. Por no hablar ya del desacato hacia la autoridad que esos revoltosos inspiran en todas partes, hasta en la misma China.
El embrollo engendrado por la revuelta contra Gadafi debía lógicamente afectar a la izquierda europea en sus diversas variantes. E incluso a las autoridades izquierdosas de ciertos países. De modo que Chávez, presidente de Venezuela, inquieto y alarmado, para nuestro desconcierto, se inclina por establecer una curiosa asimilación que va de Ahmadineyad a Gadafi (incluyéndose él mismo, para formar un trío) y proclama, poco más o menos: “¡Petroleros de todos los países, uníos!”.
Más penosa resulta aún la actitud de una izquierda cuya buena voluntad antiimperialista desemboca en apadrinar un Pacto de No Intervención que nos trae malos recuerdos, el de otro pacto que ya funcionó hace setenta y cinco años, en 1936, en favor del ejército de Franco. Conviene recordar que aquella “no intervención” dejó las manos libres a una de las represiones más feroces y a una furia delictiva que asoló a nuestro país durante cuarenta años. Gadafi, a su manera, hace lo que puede, y respetar su autoridad sería, mal que le pese a cierta izquierda, confortar su furia represiva, su paranoia destructiva.
Que la intervención imperialista no tiene la intención de dar el poder al pueblo es cosa evidente, pero no es menos evidente que Gadafi es el verdugo del pueblo libio. Los pactos de no intervención podrían, en definitiva, dejarle un margen de maniobra para negociar con las grandes potencias y permitirle salir indemne. Dejémonos de vanas disputas en el seno de la izquierda; pero hemos de lamentar, no obstante, que la izquierda europea no haya sido capaz de definir una posición más clara y contundente, saliéndose del falso dilema entre el dejar en su sitio al sátrapa Gadafi y las maniobras imperialistas con tintes humanitarios. Por supuesto, si esto es así, lo es a causa de su extrema debilidad y de su confusión ideológica, que la encierra en dicho dilema y le impide tener una actitud más contundente, marcando distancias respecto a los tejemanejes de las potencias y su verborrea hipócrita, al tiempo que se denuncian con vigor estas prácticas. Pero es preciso reconocer, a pesar de todo, que la caída de Gadafi, aunque la promuevan los occidentales con segundas intenciones, abre paso a una toma de conciencia del pueblo llano, de los asalariados que sacan el petróleo para que luego se repartan los beneficios los sátrapas y las compañías. Abriría un nuevo capítulo, como ocurre ya en Túnez.
Conviene recordar que la caída del sha en Irán fue saludada con alborozo, tanto por el partido Tudeh (o Partido de las Masas de Irán, esto es, el partido comunista iraní, fundado en 1941) como por el ayatolá Jomeini; pero fue éste el que se llevó el gato al agua. No sabemos qué es lo que el futuro reserva al mundo árabe. Algunos ya disponen de una buena consigna: “¡Dios dirá!”. Convendría que la izquierda europea, en vez de encerrarse en un antiimperialismo ingenuo, supiese suscitar una toma de conciencia para que al “¡Dios dirá!” de algunos pueda el pueblo añadir: “También nosotros tenemos algo que decir”.
París, marzo de 2011
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2011