La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Las pseudociencias. ¡Vaya timo!
Laetoli,
Pamplona,
247 págs.
Alfons Barceló
Quienes se sienten agobiados por las oleadas de credulidad e irracionalismo que nos invaden encontrarán en este libro un amplio surtido de argumentos para reforzar su escepticismo. En especial, los que están hartos de imposturas intelectuales, medicinas alternativas, ocurrencias disfrazadas de “teorías”, o filosofías oscuras presentadas como saberes profundos, tienen aquí una extensa sarta de buenas razones para descalificar la palabrería presuntuosa y estrafalaria que nos rodea. Por añadidura, quienes opinan que la ciencia “oficial” presta escasa atención a los fenómenos paranormales, será oportuno que se enteren de que desde hace décadas hay una sustanciosa recompensa para el que demuestre fehacientemente que posee al menos una de las supuestas “capacidades supermánicas” (véase James Randi, Fraudes paranormales. Fenómenos ocultos, percepción extrasensorial y otros engaños, introducción de Isaac Asimov, Tikal, Girona, 1994). Anotemos, de paso, que recientemente la James Randi Educational Foundation ha subido el reclamo: ahora ofrece un millón de dólares para el superdotado que confirme sus supranormales atributos superando las pruebas convenidas.
El autor
El libro que reseñamos está escrito con estilo claro, abundantes referencias bibliográficas y bien sistematizado. Encima, está avalado por un destacado librepensador de nuestra época, el polifacético Mario Bunge, incansable cultivador de la filosofía y la historia de las ciencias, las técnicas y las ideologías. Adviértase que, además de ser autor de un espléndido manual de filosofía de la ciencia (La investigación científica, 1967) y de un ambicioso Treatise on Basic Philosophy (9 volúmenes, 1974-1989), ha escrito un gran número de libros y monografías que cubren un vastísimo territorio del conocimiento. Como sugerencias de lecturas adicionales, diré que me parecen excelentes: Causality, 1959 y 1979;Teoría y realidad, 1972; La relación entre la sociología y la filosofía, 2000;Emergencia y convergencia, 2003; A la caza de la realidad, 2006; Matter and Mind, 2010).
El libro y su circunstancia
La Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico ha patrocinado esta obra, una colección de artículos muy bien vertebrados que tienen como objeto común de referencia la pseudociencia. Se trata de una excelente recopilación, pero quizá no logre el eco merecido. Acaso en más de una ocasión se traspapele un ejemplar por los rincones de alguna librería o del almacén de alguna distribuidora; lo que sería una pena, porque es un libro digno de ser conocido y recomendado. En síntesis, es una diatriba razonada contra ciertos fraudes y estupideces intelectuales, al tiempo que una vindicación entusiasta de la ciencia, la racionalidad, la solidaridad y la moralidad. Sin perderse en disquisiciones especulativas o retóricas, la línea argumental retoma el discurso racionalista ilustrado, centrado en torno a las elementales, viejas y básicas preguntas: ¿Qué significa exactamente eso? ¿Cómo se puede probar esta afirmación? ¿Es posible medir o cuantificar este fenómeno? ¿Puede ilustrarse eso con un ejemplo concreto y preciso? ¿Cómo funciona de verdad este objeto? ¿A quién beneficia de veras este proyecto o esta práctica?
El libro está formado por tres breves prólogos (editor, colega y traductor) y once capítulos de muy desigual tamaño. A grandes rasgos, las principales materias examinadas son: definición de pseudociencia, dimensiones filosóficas de este concepto, parapsicología, conjeturas razonables y descabelladas, escepticismo relativo y absoluto, conexiones entre pseudociencia-filosofía-política. Aunque todas las piezas tienen buen nivel, merece destacarse por su claridad y contundencia el capítulo 8 (“¿Qué es la ciencia? ¿Es importante distinguirla de la pseudociencia?”, pp. 129-190). Se trata de la síntesis y recapitulación que redactó Bunge sobre sus puntos de vista, con breves respuestas a las críticas que suscitó su ensayo “A skeptic’s beliefs and disbeliefs” (New Ideas in Psychology, 9, 2, 1991), publicado como capítulo 7 de la presente antología, “Creencias y dudas de un escéptico”. En esta réplica global y pormenorizada, amén de incorporar diversas puntualizaciones, resulta aleccionador que nuestro autor acepte enfrentarse, sin escurrir el bulto, al desafío de una docena de críticos y contradictores de renombre, entre los que sobresalen Thom, Feyerabend, Blitz, Boudon, Perrez o Moscovici.
El asunto
Cabe recordar que, históricamente, los principios filosóficos que adoptó la Ilustración y que luego asumieron en buena medida las izquierdas políticas, fueron el objetivismo, el naturalismo y el materialismo, en contraposición a la ideología sustentada por las clases dominantes, que en general era un sistema de valores basado en ideas y creencias con altas dosis de subjetivismo, idealismo y supernaturalismo. Por descontado, a lo largo de la historia aparecieron de vez en cuando voces disonantes, a veces marginadas y toleradas, pero también a menudo perseguidas de forma miserable, e incluso con saña. Hay que señalar asimismo que algunos “ilustrados”, con el paso del tiempo, se metamorfosearon en “aprovechados” y otras veces en “iluminados”.
Abordar estos asuntos no es un mero entretenimiento intelectual para ociosos. De hecho, elucidar estas cuestiones no sólo es un objetivo importante por razones de “higiene mental” de cada ciudadano en particular, sino también por motivos culturales y políticos. En efecto, desde el punto de vista de la calidad democrática, no es lo mismo un vecindario crédulo y respetuoso seguidor de las creencias tradicionales que una ciudadanía cultivada y con buen criterio. Y por el lado de las consideraciones prácticas, parece lógico plantearse que, a la hora de consagrar esfuerzos colectivos al desarrollo, la convalidación o el uso de determinadas actividades, hay que verificar previamente si satisfacen o no ciertos requisitos de calidad y eficacia.
Resultaría bien escandaloso, por ejemplo, que las comunidades autónomas de nuestro país tuvieran en plantilla a exorcistas diplomados, en tanto que funcionarios con plaza en propiedad (tras el pertinente concurso u oposición, por supuesto). O a expertos en dirigir rogativas, aun cuando de antemano se hubiera seleccionado a los más competentes (o “competitivos”, como acostumbran a decir ahora los que han puesto al día su jerga retórica), en atención a haber logrado mayor porcentaje de éxitos en sus rituales para provocar lluvia. Pues bien, conviene no pasar por alto que algunas universidades españolas de relativo renombre han cedido espacios para capillas y tienen a sueldo (sin provocar, todo hay que decirlo, una indignación colosal) a unos pocos clérigos para que satisfagan los deseos litúrgicos y las demandas de cuidados espirituales de determinados grupos de estudiantes y profesores.
Algunas tesis sobre ciencia y método
Mario Bunge es, como ya hemos sugerido, todo un clásico. Para él, la investigación científica es, en suma, “la búsqueda honrada del saberauténtico sobre el mundo real, concretamente sobre sus leyes, con la ayuda de medios tanto teóricos como empíricos —en concreto, el método científico—. Y a todo cuerpo del saber científico se le supone unacoherencia lógica, y debe ser objeto de debate racional en el seno de una comunidad de investigadores” (46-47). No resulta complicado, por otra parte, resumir esquemáticamente los ejes argumentales y las tesis del libro. El ámbito problemático está bien definido: poner en tela de juicio las creencias que no están avaladas por pruebas, como es el caso de los fantasmas, la reencarnación, la telepatía, la clarividencia, la telequinesia, la rabdomancia, la astrología, la magia, la brujería, las “abducciones” por ovnis, la cirugía psíquica, la homeopatía, el psicoanálisis.
En el plano positivo, el punto de arranque se resume en que “para producir conocimiento, el método científico tiene que estar acompañado de una cosmovisión científica: materialista, realista, racionalista, empirista y sistémica. Éste es el núcleo del credo del escéptico” (127). En breve, el credo científico incluye el principio de que “en la ciencia hay problemas no resueltos, no misterios” (173). Y no hay que llamar “milagros” a los tratamientos o experiencias exitosas, cuando lo que hay en realidad es la combinación de buenas prácticas, condiciones favorables, un entorno adecuado y más o menos chamba, cada uno de estos componentes en diferentes dosis, específicas para cada caso.
Desde luego, una de las ideas omnipresentes en todo el libro consiste en argumentar que una línea de demarcación entre ciencia y no ciencia no es asunto extravagante. En verdad, hay que considerar obvio que no se puede enjuiciar algo cuya naturaleza se desconoce por completo, ni se puede evaluar ese algo si el examinador no es capaz de distinguir entre el objeto auténtico y los remedos sin valor o las copias fraudulentas de la cosa en cuestión. De todos modos, no se trata de temas que haya que descalificar sin más. Creer en la existencia real de ángeles y demonios es, seguramente, un error, pero es también, como hecho sociocultural, un fenómeno colectivo que merece ser conocido y estudiado. Bunge no rehúye el desafío, sino que plantea la siguiente tesis: “El surgimiento y la difusión de la superstición, la pseudociencia y la anticiencia son fenómenos psicosociales importantes, dignos de ser investigados de forma científica y, tal vez, hasta de ser utilizados como indicadores del estado de salud de una cultura” (83).
Por último, hay que advertir que Bunge soporta mal la arrogancia de los colegas que considera incompetentes, sobre todo cuando van arropados de charlatanería, superficialidad o tendencias al pasteleo con el idealismo, el anticientificismo o la subordinación a oligarquías opresoras (económicas, políticas, ideológicas, clericales). También afirma, sin reparos, que “los profesores universitarios tienen el deber de estar a la altura de criterios de rigor intelectual cada vez más exigentes, así como de abstenerse de enseñar pseudociencia y anticiencia. La libertad académica sólo se refiere a la búsqueda y enseñanza de la verdad. No es una licencia para decir sandeces” (189). Y exige diferenciar bien los planos y las responsabilidades: “La ciencia básica es moralmente neutral: lo que hace es explorar el mundo. Los tecnólogos sí que averiguan cómo cambiarlo y lo hacen con ayuda de los descubrimientos científicos. Pero estos tecnólogos sólo proporcionan los planos para hacer los cambios, los cuales se quedan en forma de diseños o programas, a menos que los industriales, los políticos o los mandamases los hagan poner en práctica” (174).
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3 /
2011