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Juan-Ramón Capella

Los pequeños Guantánamos

Desde el 11 de septiembre norteamericano los derechos de los detenidos políticos han sufrido un claro deterioro. Las imágenes de los presos de Guantánamo han entrado en la cotidianidad. ¿Lo visible? Personas encapuchadas, privadas sensorialmente. Sin ningún amparo jurídico. Sin límite temporal. Sometidas a una ley de excepción. Un «limbo», dicen algunos; no: un infierno. Pero Guantánamo no es un solo lugar. Parece que son varios lugares.

‘Terrorismo’. La palabra puede designar demasiadas cosas. Según el uso que hacen los amos del mundo (o sus subalternos, los gobernantes españoles), los resistentes antinazis serían terroristas. Albert Camus sería un dirigente terrorista. Y lo habrían sido David ben Gurion, o Eamon de Valera.

Es cierto que los atentados armados contra personas civiles desarmadas se pueden calificar de terroristas. Eta realiza actos terroristas. Eso es sin ninguna duda inhumano y condenable. Pero no es terrorista quien simpatiza con los objetivos de los terroristas o no condena sus atentados, en un mundo de violencia y también de falsedad. Para ser terrorista hay que cometer la inhumanidad de tratar de herir o de matar. Por desgracia, el derecho penal contemporáneo se ha abierto también a la Babel, a la confusión. Bajo la idea de «entramado terrorista» se ensancha indebidamente, por el cómodo procedimiento de las analogías imprecisas, el concepto de «terrorismo».

Luchar policialmente contra el terrorismo es una necesidad. Una necesidad lamentable, pero necesidad. Ahora bien: ni ética ni jurídicamente la tarea de combatir el terrorismo puede superar ciertos límites claros. Traspasarlos es también un crimen, es cometer actos de inhumanidad tan repugnantes como el crimen del terrorista.

El correo electrónico nos trae a veces informaciones que impiden comer, que impiden dormir. Porque hablan de torturas; de tratos crueles; de tratos inhumanos, de tratos degradantes. Quien los ha padecido es ante todo una víctima, y sólo después es o no es un terrorista, que eso no lo deciden los policías ni el ministro del interior, sino los jueces. Quien ha padecido torturas o malos tratos ha padecido infinitamente más que los que no podemos comer o no podemos dormir por haber leído el relato de sus tormentos.

La televisión, a su modo, también nos da alguna información. ¿Por qué se encapucha a tantos detenidos? ¿Por qué se les hace caminar doblados? ¿Por qué no se les permite hablar ante las cámaras -ya somos mayorcitos, los espectadores? ¿Por qué, cuando las cámaras los captan después de pasar por las dependencias policiales, parecen en ocasiones traumatizados?

Hay tratos a los detenidos que parecen inventados por neonazis. Que unas policías copian a las otras.

Y ¿por qué los jueces no investigan las denuncias de los tormentos? Jueces amenazados, ¿pueden conservar el distanciamiento, la neutralidad, que les exige la propia ley? No hay huellas corporales, dicen los forenses. Por supuesto, es posible atormentar sin dejar huellas. Pero ¿por qué no investigar si en los centros de detención hay bolsas de plástico (con las que se puede producir ahogamiento) sin nada que lo justifique? ¿O guías telefónicas para golpear en la cabeza sin dejar huellas? ¿O porras desgastadas por un uso inexplicable? ¿O bañeras? ¿Para qué se precisan bañeras en las dependencias del Estado?

Demasiadas preguntas: quizá no haya bañeras, pero sí tazas de water. U otras cosas. Quiero decir: la tortura es posible. Y precisamente porque es posible, porque es una posibilidad tan real y explicable ­dada la índole de las cosas­ como la de ser alcanzado por un atentado terrorista, no podemos contentarnos con la sumaria negación, por las autoridades competentes ­es un modo de decir­, de que en España la tortura no se da. Amnistía Internacional nos permite entrever, pese a la prudencia de sus informes, una realidad distinta.

Y los relatos de torturas, demasiado precisos, demasiado detallados para ser increíbles, circulan por internet.

Hay una legislación de excepción antiterrorista que parece haber entrado en la normalidad, de la que nadie se acuerda, tan vieja como la Constitución. Una legislación que amplía el plazo en que los detenidos están a disposición de los investigadores. Que limita los derechos de defensa. Detenciones sin testigos ni garantías reales. Una legislación que los «representantes políticos» ni mencionan. Pero está ahí. Una legislación cuya existencia y cuya perduración muestran cada día la incapacidad de los políticos para resolver problemas políticos.

Y ¿es necesario recordar los atropellos «antiterroristas» que se han cometido en la España constitucional? ¿Nos acordamos del «general» Galindo? ¿De Vera y Barrionuevo? ¿De los Gal? ¿Del caso Almería? Sí, claro: la justicia, luego, «ha funcionado». Pero ¿cómo ha funcionado?

Nadie podrá respetar las instituciones públicas si los relatos que circulan son verdad ­y eso, a la corta o a la larga, se podrá determinar­: nadie podrá respetar a policías, jueces y políticos si en España se tortura y los delincuentes que lo hacen y quienes les mandan no dan con sus huesos en la cárcel. Como los que practican el terror.

30 /

11 /

2003

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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