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Carlos Amoedo Souto

El "Prestige", un año después

Un año después de la mayor catástrofe ecológica española y europea de los últimos tiempos, el Prestige sigue demostrando por qué puede ser catalogado como el más inagotable testimonio de la empecinada, irresponsable, electoralista y antidemocrática gestión «popular» de la cosa pública.

Sin duda, la actitud mental más adecuada para acometer el balance de 365 días de prepotente incompetencia es la de la «retranca»: ese irónico sentido del humor gallego, mezcla de melancolía y sarcasmo acrisolada por la consciencia histórica colectiva de que todo es relativo, y nada es lo que parece. Desde esa «retranca» podríamos agrupar los numerosos balances de este año 1 de la catástrofe en torno a dos grandes posturas:

Para los apocalípticos ­porque los apocalípticos son ellos­, el apocalipsis del Prestige ha supuesto la revelación de la altísima capacidad de gestión del Partido Popular y el definitivo despegue de Galicia hacia la Modernidad; gracias a la colaboración de la sociedad civil se ha conseguido limpiar toda la costa, se han creado puestos de trabajo y se ha repartido más riqueza que nunca en la Costa da Morte. No sólo las playas, sino también los bolsillos de la gente del mar han pasado a estar «esplendorosos», aggiornando así el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. De la necesidad se ha hecho hasta tal punto virtud escatológica que la ciudadanía apocalíptica se ha persuadido de que las catástrofes, lejos de ser un mal, son un bien inestimable que otorga la Providencia y gestiona su vicario en Tierra, el PP, gracias a lo cual el próximo vertido de hidrocarburos será recibido con los brazos y los bolsillos abiertos. Nada más apocalíptico que la tesis «cuanto peor, mejor» a la que conduce derechamente esta actitud del Partido Popular.

En cambio, los integrados ­que somos nosotros, los ciudadanos conscientes de serlo­ han hecho de la advertencia su particular virtud: de producirse hoy mismo una crisis como la del 13 de noviembre de 2002, la catástrofe volvería a producirse punto por punto: ni hay más seguridad marítima, ni más medios, ni planes de contingencia, ni voluntad política de tomar decisiones transparentes y responsables, no electoralistas, en la gestión de las crisis.

Los argumentos aducidos para sostener las anteriores afirmaciones de los integrados son difícilmente rebatibles en una discusión racional, y por eso los apocalípticos llevan sistemáticamente la discusión al molino de su pensamiento fideísta, de su retórica reaccionaria, contrafáctica. Los integrados, que creen en la democracia activa y ejercen su derecho a exigir responsabilidades a sus gobernantes mediante los mecanismos de acción colectiva constitucionalmente previstos, son acusados una y otra vez de apocalípticos, falseadores e irresponsables por los apocalípticos, falseadores e irresponsables. No importa que los integrados hayan conseguido reunir el 16 de noviembre de 2003 a más de cien mil personas en la gran manifestación convocada por Nunca Máis en Compostela bajo el lema «365 días de dignidade, 365 días de incompetencia»: todo es susceptible de ser digerido por la retórica reaccionaria del poder.

Un año de gestión de la crisis del Prestige ha mostrado hasta qué punto el sistema político en que vivimos se basa en el constante deshuesado de los mecanismos de acción colectiva democrática; en la obturación de los cauces de discusión racional de los problemas públicos. Pese a ello, la manifestación del día 16 de noviembre ha demostrado que el pulso entre apocalípticos e integrados sigue abierto, irresuelto. Es lícito estar orgullosos de ello. Ahora bien, el pulso sigue siendo desigual no tanto porque los apocalípticos ejerzan el poder, sino porque, en una sociedad obsesionada por el poder, los apocalípticos ejercen el poder antes que la democracia, mientras que los integrados ejercen la democracia y a cambio padecen un poder implacable, que no se para ya ante los límites jurídicos que supuestamente lo vinculan.

Ante tan desigual pugna es difícil no sucumbir a la frustración, al cansancio o a la sensación de «estar haciendo el pardillo». Muchas gentes así lo confesaban en Galicia durante los últimos meses. La manifestación convocada por Nunca Máis el día 16 ha puesto de manifiesto que tales actitudes son lujos que la ciudadanía consciente no va a permitirse. Hacer fuerza colectiva es más necesario que nunca: dejar de hacerla supondrían perder un pulso de cuya tensión depende la supervivencia de nuestra condición de ciudadanos no siervos.

16 /

11 /

2003

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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