La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de crisis / 26
La revolución del mundo árabe
I
La cadena de revueltas populares que sacude el Norte de África y Oriente Medio nos coloca a los espectadores europeos —otra cosa no somos— ante la visión de una oleada de revoluciones como las que conocíamos por lectura: 1848, 1868, el ciclo del final de la Primera Guerra Mundial… Sabemos poco de los procesos sociales que han conducido a esta situación. Para la mayoría de nosotros el mundo islámico sigue siendo, pese a la proximidad, un gran desconocido. Aunque alguno de nuestros pocos informadores fiables (Edward Said, Juan Goytisolo, Gemma Martín…) llevaban tiempo advirtiéndonos que la gente estaba harta de la represión y la miseria a las que les sometían los corruptos gobiernos que dominan la región. Las imágenes de estos días son realmente asombrosas y nos retrotraen a experiencias de otros tiempos, como las de algunas fases de la transición española, o las movilizaciones contra la guerra de Irak, por poner dos referencias locales. Gente variopinta, manifestándose masivamente por un cambio en la situación. Y es que, ya nos lo explicó E. P. Thomson en su análisis de los orígenes de la clase obrera británica, los procesos sociales profundos suelen atraer a personas de diferente extracción social, por más que el carácter del movimiento lo den unas determinadas ideas o demandas sociales. También en el mundo árabe, se ha generado esta especial coalición de personas, de procedencias sociales diversas (por más que en el caso egipcio parece que el papel de las huelgas obreras de los trabajadores textiles de Mahalla el Kubra y de los operadores del canal de Suez ha tenido un papel importante en la gestación y marcha del proceso). Una coalición que además incluye a personas de diferente credo religioso, a mujeres vestidas a la occidental o portadoras del velo… Ha sido, de nuevo, una revuelta social compleja, en la que seguramente coexisten distintas aspiraciones y demandas sociales que, al menos para nosotros, quedan más o menos encubiertas por la ausencia de un liderazgo claro que exprese cuál es el núcleo de demandas básico, más allá del odio al tirano de turno, a la corrupción de la oligarquía y a la necesidad de garantizar libertades básicas. Es también un toque de atención a todos aquellos que sólo ven fundamentalistas potenciales en nuestros vecinos árabes y han podido presenciar una tensión cívica, democrática, parecida la que hemos vivido nosotros en épocas de euforia social.
II
Como no soy experto en el mundo árabe no voy a tratar de explicar las revueltas, sus movimientos, sus corrientes políticas. Supongo que aunque la misma se haya extendido como un reguero por distintos países, en cada uno de ellos hay dinámicas, fuerzas políticas, correlaciones de fuerza distintas y habrá que ver en los próximos meses cómo evolucionan estos procesos. Lo que sí me parece oportuno plantear es la relación de nuestras sociedades con el conflicto, los retos que plantean estas revoluciones democráticas y su imbricación con la crisis general.
Había muchos motivos para las revueltas, pero no parece descabellado considerar que la economía haya jugado algún papel, en especial el alza de los precios alimenticios. Una cuestión que empieza a afectar a bastantes países y que es especialmente relevante en un mundo árabe que es, globalmente, un importador neto de cereales. De hecho estos países habían experimentado un aumento importante de las importaciones en los últimos años fruto de su crecimiento demográfico y del aumento del consumo per capita. El alza de los precios alimentarios es siempre un desastre para los pobres. En las tensiones actuales subyacen diversos factores: un aumento de la demanda (especialmente en los países en desarrollo) por la combinación de crecimiento demográfico y cambios en el consumo, una relativa restricción de la oferta generada tanto por algunas políticas específicas (particularmente la de la Unión Europea) y el desvío de parte de la producción de alimentos hacia la producción de biocombustibles, una climatología inestable (esta vez ha sido la sequía rusa), aunque queda por ver si es un efecto directo del cambio climático o si simplemente estamos ante un fenómeno normal de inestabilidad climática magnificado por la creciente especialización espacial que está generando la globalización. Y todo ello magnificado por el funcionamiento de los mercados especulativos de materias primas, que no hacen sino incrementar los efectos en los precios de los desequilibrios estructurales.
Sea cual fuere el papel que hayan jugado estos aumentos de precios en el desencadenamiento del proceso hay un hecho destacable: la probabilidad de nuevos aumentos de precios alimentarios, con un impacto sin duda más desestabilizador en países como los del mundo árabe, que difícilmente van a conseguir capacidad de autoabastecimiento en años venideros. El alza de los precios alimentarios afecta siempre a los consumidores más pobres (y pocas veces sirve para cambiar la fortuna de los campesinos pobres), genera graves problemas de supervivencia. Garantizar una alimentación sana y suficiente a todo el mundo debe formar parte de cualquier proyecto político decente. Y sabemos que ello conlleva reorganizar el funcionamiento de todo el ciclo alimentario, desde las formas de producción a los modelos de consumo, pasando por las pautas de regulación y organización del proceso.
III
Los alimentos no explican ni la revuelta ni la historia pasada. Es evidente que la desastrosa historia de dictaduras en el mundo árabe está directamente relacionada con el pasado colonial y el presente neocolonial. Con la existencia y con la política expansionista del estado de Israel, él mismo un producto nacido en parte por la mala conciencia europea por los crímenes perpetrados a la población judía, y en parte por la voluntad de implantar una “marca europea” en medio del mundo islámico (al fin y al cabo las cruzadas fueron el primer intento, fracasado, de crear “nuevas europas” y algo tiene el estado israelí de “nueva cruzada occidental”). Y sin duda también tiene mucho que ver el papel de estos países como principales productores de petróleo (o controladores del flujo de suministros, papel que juega Egipto en el canal de Suez). O su contribución al “control del flujo migratorio” hacia Europa. Los emires, los Mubarak, Gadafi, Ben Alí etc., han explotado por cuenta propia, pero también han sido unos aliados imprescindibles a la hora de garantizar petróleo barato y flujos migratorios controlados. Las economías capitalistas reales dependen crucialmente del control de estos elementos y temen más a una democracia igualitaria que a los tiranos. Han conseguido que una parte sustancial de la población occidental apoye estas políticas. La sangre y la miseria del Oriente Medio, la historia de represión, de marginación social y de explotación semiesclavista (especialmente funcional en la economía de los estados del golfo Pérsico) es la contrapartida al suministro de petróleo barato. También han garantizado la paz de los turistas en Marruecos, Túnez o Egipto. Y se han presentado como una barrera a la invasión de los bárbaros. El miedo al integrismo ha constituido la mejor coartada moral para que millones de europeos siguieran mirando de espaldas o con desprecio a la otra orilla del Mediterráneo y se despreocuparan cuando sus gobiernos apoyaban un golpe de estado en Argelia, o vendían armas a los tiranos. Una realidad que no permite muchos optimismos sobre el devenir de estas revoluciones. Demasiadas fuerzas van a conspirar para que al final el “statu quo” no se rompa.
IV
Seguramente las aspiraciones de los millones de personas que han salido a la calle en las ciudades del Norte de Africa y Oriente Medio son variopintas. Pero parece razonable suponer que muchas de sus exigencias son parecidas a las nuestras, o que simplemente tratan de alcanzar nuestras condiciones de vida, tanto materiales como políticas. Empleos dignos, un nivel de bienestar aceptable, posibilidades de realización personal, libertad en la vida cotidiana… Unas demandas que exigen, como siempre, una combinación de derechos sociales y políticos.
Pero es difícil que este “programa básico” pueda realizarse sin cambios generales. Nuestro modelo de consumo es imposible de universalizar. Los cambios que se están produciendo en las sociedades occidentales más bien indican que estamos experimentado un proceso de jibarización de derechos para la mayoría y de reforzamiento de privilegios. Sin un plan de acción común, sin una transformación de la economía global, va ser difícil que las esperanzas actuales no acaben en una nueva frustración.
Desde este punto de vista tenemos que asumir estas revoluciones como una llamada al cosmopolitismo activo. Si algo ponen en cuestión estos procesos es la estrechez de miras del eurocrentrismo que ha predominado en buena parte de la izquierda tradicional. Los insurgentes egipcios, tunecinos, libios, yemeníes, marroquíes, bahrenianos… nos apelan a plantearnos tres cuestiones clave: la necesidad de reformular los proyectos económicos en clave universal, la necesidad de construir un verdadero movimiento planetario en defensa de un modelo social igualitario y sostenible, la obligación de luchar siempre contra cualquier modelo de tiranía política sea cual sea su vestimenta. Una salida justa de la crisis actual también pasa por dar respuestas a estas demandas. Nuestra solidaridad con estos millones de personas no puede reducirse, una vez mas, a la mirada compasiva del occidental colonizador: debe ser agradecida y responsable hacia aquellos que nos han vuelto a recordar dónde esta uno de los nudos gordianos que es urgente cortar.
También los salarios
En esta crisis la derecha económica parece seguir la “estrategia del salchichón”: primero se corta una punta, después el trozo que sigue y así sucesivamente hasta comérselo todo. Pasito a pasito. No han tenido tiempo los sindicatos de tratar de presentar como victoria su aceptación del recorte de las pensiones (en la que sólo han conseguido introducir pequeños paliativos), cuando ya están siendo atacados en un nuevo flanco: el del modelo salarial.
Como ha ocurrido en el tema de la austeridad fiscal y las pensiones, la presidenta alemana Angel Merkel se ha erigido en portavoz de unas propuestas que en seguida han contado con la aprobación de los corifeos del neoliberalismo patrio (neoliberales que no desdeñan sus cargos de funcionarios públicos, sea en el Banco de España o en las Universidades).
No sé si con los pactos se ha conseguido parar el desmantelamiento del modelo de negociación colectiva y la instauración del modelo a la americana, donde solo existen convenios en aquellas empresas donde los sindicatos consiguen sobrevivir. Es más probable que al final se salven las formas pero se introduzcan tantos mecanismos de flexibilización que se produzca una pérdida de la cobertura efectiva de los convenios en las pequeñas empresas. Un espacio donde ya actualmente los convenios y las leyes no siempre se cumplen. La andanada actual se dirige hacia otro elemento de la negociación: el papel que tiene la evolución de los precios en la fijación de los salarios.
Como la evolución de los precios afecta al salario real (a nuestro poder adquisitivo) los sindicatos siempre han considerado que hay que tomar el nivel de inflación como un elemento a tener en cuenta a la hora de negociar salarios. Como aquella es a menudo difícil de prever, uno de los mecanismos posibles es el introducir una cláusula de revisión que compense la caída de salario real que se ha producido desde la firma del convenio. Las fórmulas para introducir esa cláusula son diversas, pero el principio es el mismo.
Hace ya muchos años que estos mecanismos de indexación de los salarios han sido cuestionados por los economistas neoliberales, alegando que su existencia refuerza las espirales inflacionistas. Ya en los Pactos de la Moncloa se cambió el sistema de evaluación de la inflación (en lugar de compensar la pérdida de poder adquisitivo en 1977 —más del 27%—se introdujo la previsión para 1978 —menor—) y después el diseño de las cláusulas de revisión ha tratado de compatibilizarse con la moderación salarial. Es cierto que en este período los mecanismos de revisión se eliminaron en bastantes países, pero hay que ser cuidadosos con las comparaciones porque las diferencias entre sistemas de negociación colectiva se encuentran en muchos aspectos.
Ahora el “diktat” dice que hay que olvidarse de la inflación y negociar sólo los aumentos de productividad. Una variable por sí misma difícil de medir y no exenta de trampas diversas. Pero aun aceptando que esta variable fuera de fácil medición, se siguen planteando preguntas importantes. Cualquier buen estudiante de economía aprende que un aumento de los salarios equivalente al aumento de la productividad y la inflación deja inalterados los costes laborales medios reales y la distribución del producto entre salarios y beneficios. Fijar los aumentos salariales en términos de productividad implica que los patronos van a beneficiarse de toda la caída de salario real generada por la inflación. En este caso cualquier proceso inflacionario provoca una caída de la participación de los salarios en la renta. Más o menos esto es lo que se pretende al apelar a la productividad (algo que suena a bueno) y criticar la inflación. Los defensores del argumento aluden (otra vieja historia, de los años setenta) que en muchos casos se trata de una inflación “importada” vía aumento de las materias primas (petróleo. etc.) y que la indexación de los salarios lo único que haría sería reforzar la inflación interna. O sea que los salarios se deben comer por entero la caída de poder adquisitivo que afecta al país cuando crecen los precios foráneos. En el caso de nuestra historia económica reciente no está claro que el diferencial de inflación se haya debido a esta causa. Hay otros factores que han jugado, como los aumentos de beneficios en sectores poco competitivos (como es el caso de todo lo referente a ocio y restauración), o los aumentos de precios de servicios públicos. Sin contar que el índice de precios al consumo no ha incluido los precios de compra de viviendas que durante muchos años han tenido un crecimiento desbocado y han condicionado el gasto de muchas personas.
En España los salarios son bajos. Aunque su medición es siempre difícil, si tomamos una medida convencional, la que ofrece Eurostat para 2006 (último año para el que se dan cifras completas), el salario medio español equivalía al 68% de la media de toda la UE, y el 54% respecto al salario medio alemán. Si nos atenemos a la participación de los salarios en la renta, en la última década los ingresos salariales (salarios más seguridad social) han oscilado entre el 47 y el 49% de la renta total, mostrando una notable estabilidad. Pero ésta solo se ha mantenido a causa del continuado proceso de asalarización del país (reducción del peso de autónomos y aumento de asalariados). Si la proporción de asalariados se hubiera mantenido constante, los salarios habrían visto disminuir notablemente (unos 5 puntos) su participación en la renta. La razón fundamental no está sólo en las políticas de negociación colectiva (donde la moderación salarial con el objetivo de crear empleo ha estado presente), sino sobre todo a lo que llamamos “derivas” salariales provocadas tanto por los cambios en la estructura del empleo (crecimiento de sectores de bajos salarios) como de las políticas empresariales (externalización de empleos, sustitución de trabajadores antiguos por jovenes, etc.).
Es cierto que el sistema de negociación colectiva y de fijación de salarios requiere una reforma, Pero no por las razones que esgrimen nuestros neoliberales y que exige la señora Merkel. Sino porque nuestro sistema salarial rebosa de desigualdades, segmentaciones que en gran parte se explican por la inercia de un enmarañado y fragmentado sistema de negociación y por la debilidad estructural de la clase trabajadora, especialmente de la que queda fuera de las escasas “ciudadelas obreras en declive”. Pero para hacer una reforma que mejore la equidad y la racionalidad, que garantice un salario básico a todo el mundo, hace falta primero que los sindicatos aclaren sus propuestas, expliquen objetivos y avancen una plataforma. Algo que han sido incapaces de realizar hasta el presente porque el modelo sindical (incluido el de los sindicatos minoritarios implantados en algunas grandes empresas) ha sido más el de mantener las inercias que el de ofrecer una propuesta inclusiva para el conjunto de las clases trabajadoras, hombres y mujeres, de todos los sectores. Visto lo ocurrido con las pensiones nos tememos que, si este esfuerzo no se realiza, viviremos otra vez el recorrido entre el “no pasarán” y la derrota presentada como victoria. O sea más moderación salarial y más desigualdades.
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2011