La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gerardo Pisarello
América Latina: los retos del “Buen vivir”
La apertura de nuevos procesos constituyentes en países como Venezuela, Bolivia o Ecuador ha sido un acontecimiento importante no sólo para América Latina sino para el resto del mundo. Dichos procesos permitieron la irrupción en escena de un amplio abanico de movimientos sociales y populares marginados durante lo que Mariátegui llamaba las “repúblicas falseadas”. Pero también lanzaron al mundo el mensaje de que era posible plantear desde las instituciones alternativas al pensamiento único neoliberal.
La constitución venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009 son en parte la cristalización de dicho proceso y definen una hoja de ruta novedosa para las sociedades donde se aprobaron. En razón de su origen popular, todas vienen animadas por un impulso regeneracionista, dirigido a romper con los regímenes elitistas, excluyentes, del pasado. Este impulso se traduce en la importancia dada a ciertos mecanismos correctivos de democracia representativa, como la revocatoria de mandatos, así como a nuevas formas de democracia participativa y comunitaria, no sólo en las instituciones sino fuera de ellas. Desde el punto de vista económico, los nuevos textos se sitúan además en unas coordenadas claramente pos-neoliberales, es decir, consagran una serie de principios y reglas dirigidos a frenar y revertir el indirizzoprivatizador dominante en los años 90’. Este programa pos-neoliberal se expresa en cuestiones como la recuperación del control público de ciertos recursos económicos estratégicos, como el petróleo o el gas, o en la consideración de los derechos sociales como derechos fundamentales al mismo nivel que el resto de derechos constitucionales. Desde el punto de vista de la política exterior, el nuevo constitucionalismo viene marcado por una inequívoca vocación latinoamericanista y anti-imperialista, concebida en buena medida como reacción a la histórica injerencia ejercida en la zona por los Estados Unidos y los organismos financieros internacionales. Esta vocación no sólo se expresa en la caracterización de los respectivos territorios nacionales como territorios libres de bases extranjeras. También se refleja en el rechazo de los mecanismos de integración basados en la primacía del libre mercado y de la libre competencia y en la apuesta por nuevas formas de integración latinoamericana fundadas en principios de complementariedad, cooperación y comercio justo.
Naturalmente, cada uno de estos textos tiene sus propios énfasis, que reflejan la historia de los diversos procesos constituyentes y la composición social interna de cada país. La constitución boliviana y la ecuatoriana, por ejemplo, están especialmente marcadas por el peso decisivo de los movimientos indígenas y campesinos en los procesos políticos más recientes. De ahí el papel central concedido a principios como los de plurinacionalidad e interculturalidad. El propósito de estos principios constitucionales es revertir la pesada herencia del racismo y del colonialismo, así como otorgar un reconocimiento adecuado a demandas de diversidad nacional y cultural largamente postergadas.
En todo caso, la plurinacionalidad no sólo se proyecta sobre el ámbito cultural, sino que atraviesa la estructura del Estado, la configuración de los derechos y la propia constitución económica. Esta vis expansiva se expresa de manera clara en el concepto de “buen vivir”, traducción de la expresión kichwa “sumak kawsay”, de la aymara “suma qmaña” y de la guaraní “ñandareko”. El buen vivir, recogido en 99 artículos de la constitución ecuatoriana de 2008, aparece, por un lado, vinculado al ejercicio integral y sin jerarquías internas de todos los derechos humanos, en un marco de respeto a la diversidad cultural y nacional y de armonía con la naturaleza. Por otro lado, el buen vivir constituye un régimen económico, político, socio-cultural y ambiental que plantea formas alternativas de desarrollo e incluso alternativas al desarrollo y al crecimiento tradicionales.
Los derechos del buen vivir y su vinculación a una forma de organización social concreta responden a prácticas materialmente constitucionales ancestrales, vinculadas a la cosmovisión de los pueblos y nacionalidades indígenas. En dicha cosmovisión, el desarrollo no aparece como la consecuencia de un proceso lineal, evolutivo, que deba ser alcanzado forzando la destrucción de las relaciones sociales y de la naturaleza. Por el contrario, tiene que ver la promoción de formas de producción y de consumo comunitarias, que aseguren una relación respetuosa con la naturaleza, que preserven la biodiversidad y que garanticen a todos derechos básicos como el derecho al agua o a la soberanía alimentaria.
Así concebido, el buen vivir no sólo supone una relectura de los derechos humanos tradicionales. También implica una reconsideración de los fundamentos exclusivamente antropocéntricos sobre los que ha reposado la teoría moderna de los derechos en beneficio de una visión más biocéntrica y si se quiere holística. Esto explica que la constitución ecuatoriana sea la primera en reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos y en hacer del respeto a los derechos de la naturaleza una precondición para la garantía del derecho a la existencia de las personas y los pueblos.
En realidad, aunque la noción de buen vivir recogida en la constitución de Montecristi está estrechamente ligada a los saberes y prácticas indígenas, también puede encontrar sustento, como ha recordado el ex presidente de la Asamblea Constituyente, Alberto Acosta, en otras tradiciones filosóficas y políticas: aristotélicas, marxistas, libertarias, feministas, ecologistas, gandhianas. Todas estas tradiciones parten de la constatación de que el actual modelo de crecimiento capitalista resulta insostenible e injusto en términos sociales y ambientales, además de inviable desde un punto de vista energético. Igualmente, señalan la inviabilidad de todo intento de superar esta incompatibilidad apelando a formas de “desarrollo sustentable” o de “capitalismo verde” que no alteren sustancialmente los procesos de revalorización del capital.
Estos presupuestos culturales, políticos y productivos, naturalmente, convierten al buen vivir en una noción exigente, en franca tensión con algunas lecturas desarrollistas y productivistas que han pretendido hacerse de las nuevas constituciones. En los últimos años, en efecto, muchas economías latinoamericanas, incluidas las de Venezuela, Bolivia o Ecuador, han experimentado un cierto crecimiento del PIB producto del elevado precio en los mercados internacionales de recursos como el petróleo, el gas o la soja. Esta coyuntura, sumada a la recuperación de un cierto control público sobre dichos recursos, ha permitido a los nuevos gobiernos críticos con las políticas neoliberales financiar, por ejemplo, políticas de asistencia social dirigidas a sectores significativos de la población y a liberarse de la dependencia unilateral de los mercados estadounidenses y europeos. El fenómeno ha tenido, empero, consecuencias contradictorias. Ha contribuido a que los índices de pobreza disminuyan, al menos en algunos estratos de la población. Pero también ha consolidado la cultura rentista, generando una inercia contraria a la erradicación de algunas desigualdades estructurales y a la realización de cambios de fondo en el modelo productivo o en el sistema impositivo. Pero lo que es peor, ha alentado prácticas extractivistas —en materia petrolera, pero también en otros ámbitos como la minería a cielo abierto— con un grave impacto ambiental y social, sobre todo para las poblaciones que habitan en los territorios donde se encuentran dichos recursos.
Esta inercia desarrollista, desde luego, no sólo amenaza con desvirtuar los principios económicos ligados al buen vivir. También está afectando los presupuestos participativos sobre los que los nuevos marcos constitucionales se sostienen. En efecto, si la huida hacia adelante productivista se ha visto favorecida por la pugnaz oposición a cualquier reforma por parte de las oligarquías económicas y de las antiguas élites, también ha ido abriendo brechas importantes entre los nuevos gobiernos y una parte de sus bases sociales. En el caso de Ecuador, y en menor medida, de Bolivia, estas tensiones y distanciamientos son notorios sobre todo dentro de los movimientos indígenas y campesinos, que son los afectados más inmediatos por las políticas desarrollistas y extractivistas en curso. La calculada ambigüedad de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) ante el levantamiento policial contra el presidente Rafael Correa es una prueba de ello.
Esta aparición de un doble frente crítico proveniente de la derecha y de una parte de los movimientos sociales ha colocado a los gobiernos progresistas de la región ante una coyuntura complicada. A veces, han dado muestras de querer profundizar los procesos en marcha en un sentido democrático. En otras ocasiones, en cambio, lo que se ha impuesto ha sido la respuesta defensiva, en la que las justificadas críticas a la oposición conservadora y oligárquica, se ha mezclado con la descalificación arbitraria de todos aquellos sectores que cuestionan el rumbo adoptado desde posiciones social y ecológicamente más avanzadas. A diferencia de la primera reacción, este tipo de dinámica ha tendido a debilitar la apuesta por la democracia participativa recogida en las nuevas constituciones, favoreciendo el personalismo, la concentración de poder en manos del ejecutivo y algunos intentos injustificados de restricción de la libertad de crítica. Las recientes propuestas de reforma constitucional y de consultas populares impulsadas por Rafael Correa en materias judiciales o de prensa deberían leerse en este contexto.
A pesar de estas dificultades reales, no parece que el ciclo constituyente democrático abierto en la última década se haya cerrado. Por el contrario, todavía es posible atisbar algunas iniciativas social y ecológicamente incisivas al interior de estos procesos. En Ecuador, por ejemplo, diferentes organizaciones sociales, indígenas y ambientales han empujado al gobierno a asumir la iniciativa Yasuní-ITT, en virtud de la cual el gobierno ecuatoriano acepta no explotar las reservas petrolíferas situadas en el Parque Nacional Yasuní. A cambio de ello, la “comunidad internacional” se compromete a compensarlo económicamente a través de aportaciones a un fideicomiso gestionado por Naciones Unidas. Recientemente, también, un grupo de activistas entre los que se encontraban Vandana Shiva y el propio Alberto Acosta, presentaron ante la Corte constitucional ecuatoriana una demanda contra la actuación de la British Petroleum en el Golfo de México. En su escrito, invocaron precisamente los derechos de la naturaleza y la jurisdicción universal reconocidos en la constitución de Montecristi. Ambas iniciativas pueden, evidentemente, ser desvirtuadas de múltiples formas. Sin embargo, han generado interesantes procesos de movilización y discusión social y señalan, en todo caso, un camino que habrá que reemprender en el futuro.
La tensión entre desarrollismo y buen vivir no es sencilla de resolver. Exige combinar crecimiento y decrecimiento en diferentes esferas productivas y reproductivas y redefinir en términos de no explotación las relaciones entre zonas urbanas y rurales. Pero sobre todo, requiere contar con fuerzas políticas, sociales y sindicales capaces de liderar la transición hacia modelos energéticos sostenibles, justos y combatibles con la preservación de la biodiversidad y de la soberanía alimentaria. Esto es un desafío para el Sur, pero también es un problema para el Norte, aunque el actual contexto recesivo y la apelación acrítica a la “recuperación del crecimiento” tiendan a ocultarlo. Como bien apunta Boaventura Sousa Santos, la puesta en marcha de formas de producir y de consumir sostenibles y no capitalistas es urgente, pero exige un cambio civilizatorio profundo, que sólo puede pensarse a mediano o largo plazo. La noción de buen vivir, con todas sus implicaciones filosóficas, económicas y jurídicas, podría ser un puente útil entre lo urgente y lo importante. Para ello, habría que preservarla de las posiciones simplistas que propugnan una imposible vuelta atrás en el reloj de la historia. Pero sobre todo, de las ilusiones neoproductivistas dispuestas a limarle su arista crítica y a convertirla en una consigna a medida de los informes de buenas prácticas tan caros al Banco Mundial.
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2011