La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Laurentino Vélez-Pelligrini
¿Superará la izquierda catalana el delirio identitario?
Los resultados del pasado 28-N han llevado al Govern a una federación nacionalista que, mal que nos pese y por muy centrada o “centrista” que se reivindique (al menos en comparación a la caverpetovetónica derecha españolista), lleva encima la responsabilidad de haber impulsado las políticas más retrogradas que se aplicaron en Cataluña en prácticamente todos los ámbitos durante los más de veinte años de pujolismo.
Malos tiempos nos esperan, sobre todo a la vista de que un gobierno autonómico de derechas va a poder sacar adelante las peores y más conservadoras medidas sociales y económicas con el apoyo parlamentario de otra formación todavía más a la derecha que él, sin que apenas la izquierda pueda hacer nada para frenarlas. Como aperitivo, Artur Mas ha anunciado que suprimirá los impuestos sobre sucesión: es evidente que en la mente del señor Mas no están precisamente los herederos del asalariado padre de familia sin otro patrimonio que legar que el de un modesto piso en el Raval. Para nadie es un secreto que CiU es, ha sido y continuará siendo la portavoz, en Cataluña y en Madrid, de los grandes intereses económicos conservadores y de toda una suerte de colectivos adscritos a la Barcelona de los “Vencedores”, ayer “Catalanes de Franco” y buenos y altivos castellanoparlantes y hoy catalanistas de coyuntura. Se supone que la cortesía democrática exige respetar los resultados, aunque la catadura moral y el tributo a la verdad no nos pueda hacer olvidar hasta donde es capaz de llegar el cinismo de la derecha pujolista o pospujolista, como se la quiera llamar. Así está el patio político.
Aquí lo que suscita reflexión no es cuál va a ser la política de la derecha catalana, sino cuál ha sido y cuál será la de la izquierda. En ese sentido, el primer tema que merece atención es la realidad del Tripartito y los orígenes de su lamentable fracaso. También la unánime decepción que generó entre quienes vimos en él la posibilidad de un cambio real y la consecuente revitalización política y social de una Cataluña atolondrada por la demagogia victimista y el raquitismo nacionalista que definió al pujolismo.
La primera interpretación remite al excesivo hincapié que hicieron los gobiernos de Pasqual Maragall y de José Montilla en las cuestiones identitarias, en detrimento de asuntos más apremiantes para la ciudadanía, en especial los sociales y económicos. El hecho es innegable y todavía por queda por aclarar qué clase de enajenación mental ha podido apoderarse de la izquierda como para lanzar la absurda, innecesaria y contraproducente reforma del Estatut, por mencionar el tema estrella. Esto todavía más cuando dicha reforma se centró sobre todo en la redistribución de las cuotas de poder (que sólo benefician a las elites políticas y sus redes clientelistas) y en una especie de delirio simbolista basado en una visión monolítica de la identidad colectiva de Cataluña, que se convirtió por su parte en el caldo de cultivo de la demagogia nacionalista e independentista. Probablemente la reforma del Estatut hubiese suscitado más interés entre la ciudadanía de haber tenido en el horizonte la mejora de los canales de participación democrática y de la propia cohesión social. Pero la escasa participación en el referéndum ilustra muy bien el desinterés de la ciudadanía hacia una reforma que no parecía dar respuesta a sus problemas más cotidianos.
Dicho esto, habría que interrogarse sobre si la estrategia adoptada por el Tripartito en general y el PSC en particular no está en relación con la herencia nefasta de los veinte años de pujolismo. En efecto, por cuestionable que haya sido y siga siendo la labor del gobierno de izquierdas al frente de la Generalitat de Catalunya, no estaría de más recordar que los vientos identitaristas vinieron sobre del hemisferio de la derecha convergente y del estilo político de su líder más carismático: Jordi Pujol. Acaso habría que recordar que Pujol vertebró todo su poder y sus sucesivos triunfos electorales en base a una explotación política de los agravios cometidos por la dictadura franquista al encuentro de Cataluña y una capitalización partidista de los comprensibles resentimientos de un sector de la sociedad catalana. Desde la aprobación de la LOAPA y el estallido del affaire Banca Catalana esa fue su estrategia. Habiéndose encontrado Maragall y posteriormente el propio Montilla, por lo tanto, con una Cataluña reducida al común denominador del victimismo y la demagogia barata, casi puede entenderse que el PSC optase por adaptarse a las circunstancias, rumiando en las praderas previamente establecidas por la derecha nacionalista. Difícil es no reconocer que el PSC carga con buena parte de culpa, sobre todo al no haber sabido salir del guión grabado a fuego por la derecha pujolista. Bueno es recordar a ese respecto que la emergencia de Ciutadans de Catalunya y las actitudes sumamente autodefensivas generadas en un cierto sector de la intelectualidad de izquierdas es en gran parte el resultado de la profunda decepción generada por el PSC. No sólo por no haber sabido operar el proceso de despujolización de la vida catalana, sino por haber seguido el credo nacionalista, rehén del apoyo parlamentario de Esquerra Republicana de Catalunya y sobre todo de un agudo complejo de inferioridad gestado durante el pujolismo. No cabe duda a ese respecto, que el PSC ha pagado el precio de su progresiva desconexión con su base sociológica natural, castellanoparlante y no nacionalista. Los resultados del Partido Popular en los llamados “cinturones rojos” es un ejemplo elocuente, más allá de la irresponsabilidad que haya podido caracterizar a la campaña electoral de la señora Alicia Sánchez-Camacho.
Aun así, hay que reconocer dónde está el origen del mal y apuntar a que el socialismo no hizo otra cosa que recoger las tempestades “identitaristas” cuyos vientos ya habían sido sembrados por CiU. El hecho mismo de que un analfabeto político como Joan Laporta haya entrado en el Parlament informa ya no sólo del proceso de “termundización” de nuestra vida pública, en el que cualquier pelele populista y demagogo puede entrar en las instituciones, sino también de la situación en la que ha caído una Cataluña prisionera del delirio identitario.
¿Ahora ya en la oposición, sabrá la izquierda en general y el PSC en particular superar el papanatismo nacionalista y abordar las cuestiones concretas que afectan a la sociedad catalana? Es decir, los problemas de desigualdad y fragmentación social que la derecha pospujolista, con sus propuestas neoliberales, amenaza con acentuar? El tiempo lo dirá. Pero por el momento está claro que la izquierda perdió la oportunidad de cambiar de raíz la vida política catalana y de que, más allá de la incidencia que pueda estar teniendo la crisis económica y social y del disgusto generado por las medidas del gobierno de Rodríguez Zapatero, el origen de la derrota del PSC debe ser buscado en sus propios errores : el haber sucumbido ante el delirio identitario.
[L. Vélez-Pelligrini es una voz relevante en el debate identitario y es autor de El estilo populista.Orígenes, auge y declive del pujolismo, El Viejo Topo, Barcelona, 2003]
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2011