La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Madrid
El travestismo empresarial en el nuevo modelo de gobierno estatal
La crisis financiera de 2008 ha puesto de manifiesto algo que con toda probabilidad va a perdurar en el tiempo más que la propia crisis financiera: el derrumbe de referencias políticas y culturales (además de económicas) que ya venían mostrando importantes debilidades desde los años 90. Ante esto, es preciso trabajar en la formulación de discurso transformador con capacidad de análisis y propuesta social. Y este discurso ha de partir necesariamente de una confrontación cultural.
El párrafo anterior puede ser tomado a título declarativo, aunque enlaza directamente con lo que ahora se quiere explicar: la consolidación ideológica de la empresa como agente económico, político y cultural en el modelo de gobierno de los estados contemporáneos.
Hace ya tiempo que (bastante tiempo antes de la actual crisis) la gran empresa metamorfoseó su presentación y su intervención pública. Hemos asistido a la transformación y, en buena medida, al travestimiento de la empresa. Frente a un modelo asociado a la producción, a partir de los años 50 y 60 algunas empresas estadounidenses potenciaron su imagen como líderes sociales. Lo hicieron vendiendo dos ideas básicas: se presentaron como creadoras de riqueza y además se anunciaron como benefactoras sociales. Estos rasgos se han ido extendiendo y potenciando en las dos últimas décadas, de forma que no hay empresa grande que se precie que no haya incorporado estos eslóganes en su propaganda.
Pero como se sabe, la cuestión central no es ya propagandística. Ya no se trata, como ocurría en los años 90 del siglo pasado, de poner un poco de solidaridad en los negocios, o de incorporar la etiqueta ‘moral’ en sus distintas presentaciones. Ahora, el paso que se ha dado es diferente y mucho más relevante. El pensamiento que parece imponerse en estos momentos de incertidumbre es el que continúa, precisamente con la crisis financiera, los dictados del neoliberalismo que muy equivocadamente habíamos dado por debilitado hace dos años. Nada más lejos de la realidad. Lo que se impone es un neoliberalismo versión situación de emergencia, que se legitima con el lenguaje de la necesidad económica de orden mundial (en este sentido, tiene gran interés releer, a la vista de la situación actual, el texto de Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, 2007).
En este pensamiento, la empresa es una pieza clave en la ‘gobernanza’ de los estados contemporáneos, entendiendo por ‘gobernanza’: la persecución del bien común a partir de las aportaciones de individuos e instituciones, públicas y privadas, que manejan sus asuntos comunes. En este contexto, la empresa ya no es tan sólo una unidad de organización económica y productiva, es mucho más. Pasa a ser vista como la institución salvífica, como la entidad con capacidad técnica para innovar, como agente político que ha de intervenir en la definición de los intereses públicos, como entes que protegen el medio ambiente y son solidarios (sobre esta cuestión puede leerse T. G. Perdiguero, T. G, La responsabilidad social de las empresas en un mundo global, Anagrama, Barcelona, 2003).
Este cambio está suponiendo una importante transformación cultural en la percepción de la función de la empresa, tanto en las nociones acerca de qué ha de hacer, como acerca de qué hace realmente. En el caso español, el avance del Barómetro de noviembre de 2010 del Centro de Investigaciones Sociológicas indica lo siguiente: Ante la pregunta: “De las siguientes instituciones o colectivos, ¿cuál cree Ud. que tiene más poder en España?”, la población encuestada contestó (se dan los datos totales, sin desagregar edad ni sexo): los bancos (31.6%); el Gobierno (26.4%); las grandes empresas (15.1%); los medios de comunicación (8.7%); los partidos políticos (7.6%); el Parlamento (2.6%), los sindicatos (2.1%) y los militares (0.9%).
(http://www.cis.es/cis/opencms/CA/Novedades/Documentacion_2853.html)
Los resultados de esta encuesta pueden leerse coyunturalmente, especialmente si se tiene presente el desalentador caso español. Sin embargo, estos datos exponen qué piensa la gente acerca de la correlación de fuerzas existentes. Dicho en prosa, a ojos de las personas encuestadas muestra quién corta el bacalao, quién detenta mayor poder. Ante este panorama, una de las principales tareas que hay que afrontar es discutir qué papel han de jugar las grandes empresas, al tiempo que informar y controlar su actuación. Esto supone discutir democráticamente si se apuesta por marcos regulatorios controlados estatalmente o se apuesta por sistemas de autorregulación, como piden las grandes empresas. Supone pensar si apostamos por democratizar el ámbito de las relaciones laborales o seguimos con un importante déficit en este espacio. Exige seguir pensando qué intereses públicos queremos defender y cómo alcanzarlos. No se trata ya sólo de puestos de trabajo, también se trata de la gestión de servicios básicos (transportes, energía, agua, educación, información…) que son esenciales en la configuración de cualquier sociedad. Para afrontar estas cuestiones hay que pensar política y culturalmente las grandes empresas, algo a lo que no estamos acostumbrados.
Hace unos meses asistí a una jornada sobre responsabilidad social corporativa organizada por un sindicato. La situación que se dio fue esperpéntica, pero aleccionadora en su esperpento. Ante la pregunta del coordinador de la mesa redonda, un representante de la patronal echó por tierra la fe del moderador sindical en la responsabilidad social empresarial, por lo menos en su versión propagandística. Recordó cómo se configuran los rankings empresariales de responsabilidad social corporativa, quién los otorga… y por estas vías tan poco saludables (recordó el ponente) precisamente las grandes empresas que encabezaron la crisis del 2008 ocupaban los puestos más destacados en los rankings internacionales de responsabilidad social corporativa. Por tanto, nada nuevo bajo el sol.
Replantear el lugar ocupado por la gran empresa exige pensar colectivamente de nuevo cuáles son sus responsabilidades. Ya no basta con seguir manteniendo una visión política en la que el diálogo y la exigencia principal se establece entre el ciudadano y el estado, como centro principal de poder. Se hace preciso profundizar esta visión al tiempo que se amplía, enfocando la relación entre las personas (sean o no ciudadanas) y las grandes compañías. Hay que apostar por una cultura de la responsabilidad, no sólo de la persona (como se va poniendo de moda), sino también de las principales estructuras que configuran nuestro mundo y de sus dirigentes y beneficiarios directos. No es causalidad que la especulación financiera siga ocupando el centro neurálgico del modelo económico. Hay que precisar el discurso para reconocer las diversas realidades empresariales existentes. Si se mira, por ejemplo, el número de trabajadores por empresa, a principios de 2010 en el panorama español (http://www.ine.es/jaxi/menu.do?type=pcaxis&path=/t37/p201&file=inebase&L=0) había 893.005 empresas que tenían 1 ó 2 trabajadores; 318.155 entre 3 y 5 trabajadores; 143.016 entre 6 y 8. Empresas con 5.000 o más trabajadores había 101, y 651 que tuvieran entre 1.000 y 4.999 trabajadores. Por tanto, bajo la palabra ‘empresa’ conviven realidades muy diferentes, esto no hay que olvidarlo.
Es a partir del poder que actualmente detentan las grandes estructuras empresariales que hay que exigir deberes, y sobre esto hay que construir una cultura política capaz de exigir responsabilidad al ejercicio del poder político y económico allí donde resida. ¿Qué hace falta? Impulsar la dimensión sociopolítica y cultural de las estructuras sindicales que todavía tengan capacidad para afrontar los temas de la vida; potenciar grupos de trabajo que analicen la actuación de las grandes empresas y sus conexiones con los gobiernos; exigir responsabilidades a los gestores públicos y también a los gestores de estructuras empresariales en la medida en que sus actuaciones afectan a los intereses públicos. Continuará.
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2011