La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Miquel A. Falguera i Baró*
Intervención en apoyo a la huelga general del 29-S
Permítanme que en este acto tan importante reflexione como un simple jurista. Y, permítanme también que recuerde que los juristas no hablamos de dineros sino de derechos. Que nuestra razón de ser no pasa por el incremento de las riquezas sino por el avance de la civilidad.
Tengo la impresión de que vivimos unos tiempos tan inciertos que es necesario recordar obviedades. Como, por ejemplo, recuperar el sentido de las palabras. Así, habrá que recordar que, en contra de lo que se nos quiere hacer creer, la democracia no sólo es sinónimo de libertad sino que es algo más. Está claro que no hay democracia sin libertad. Pero la democracia es también igualdad. Y la democracia es también la fraternidad —es decir, el derecho de todos los hombres y todas las mujeres a desarrollarse como personas a partir del reconocimiento social de unos mínimos de subsistencia. O, como afirmaban los padres constituyentes norteamericanos: el derecho a la felicidad.
Nadie puede ser libre si no tiene la posibilidad de desarrollar todas sus potencialidades como ser humano. De aquí que Aristóteles caracterizara la democracia como “el gobierno de los hombres pobres libres” a diferencia de la oligarquía, “el gobierno de los hombres ricos libres”. De estos conceptos simples surgieron las ideas centrales de la Ilustración, de la que somos hijos.
Y habrá que recordar también —porque se olvida a menudo— que los actuales marcos constitucionales de los países occidentales no aparecieron de la nada, sino que son fruto del inmenso esfuerzo de las personas pobres, más o menos libres, a lo largo de dos siglos. Que son la consecuencia de la lucha, la sangre y el padecimiento de la pobreza laboriosa. Después que dos generaciones de trabajadores europeos y norteamericanos dejasen la vida en los campos de batalla en las dos guerras mundiales se consiguió un pacto social trascendental que comportó nuevas reglas de reparto de la tarta de la riqueza (que, ciertamente, obviaba la realidad de los países menos desarrollados), recuperando un modelo social que había sido mínimamente diseñado por las constituciones de Weimar y Querétaro.
A pesar de ello, hace un cuarto de siglo —a raíz de la aparición de lo que se conoce como neoliberalismo— las condiciones contractuales han cambiado. Y de esta manera los valores constituciones se han visto pervertidos. Aunque nadie lo diga, los textos de nuestras cartas magnas han quedado en papel mojado, en simples declaraciones sin contenido.
A lo largo de estos años, los juristas hemos visto, estupefactos, hasta qué punto las conquistas de civilización eran puestas en solfa; cómo el Derecho tenía que someterse a la economía.
Muchas veces asistimos a discursos oficiales que cuestionan la igualdad y la fraternidad por “antiguas” y reivindican una supuesta “sociedad del riesgo”, que comporta la instauración del neodarwinismo social. Ahora somos más desiguales que hace unas décadas. En otras palabras, los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Y no sólo en escalas de los países opulentos, también a nivel mundial como constata la OIT. Discursos y políticas que reclaman “menos Estado” y “menos regulación”, es decir, el abandono de la intervención de la sociedad como colectivo en las relaciones privadas, de tal manera que los más poderosos acaben imponiendo sus intereses.
En ese marco los juristas hemos asistido, boquiabiertos, a la negación de que la propiedad tiene una finalidad social, tal y como afirman la mayor parte de los textos constitucionales occidentales. Y, así, el triunfo a la vida parece pasar por el simple enriquecimiento y no por la autoemancipación individual y colectiva del ser humano y la mejora de nuestras sociedades. Un enriquecimiento a cualquier precio y a costa de los demás: la caída del concepto de ciudadanía social en favor del individualismo descarnado.
Hemos asistido a la negación de los derechos y valores colectivos a favor del individualismo en contra de lo que afirman las Constituciones. Cada vez son más frecuentes las políticas, declaraciones y normas que cuestionan a los sindicatos, la negociación colectiva o el derecho de huelga. En estos precisos momentos tenemos claros ejemplos. Se nos dice —y se nos quiere hacer creer— que estas instituciones colectivas, conquistadas por históricas luchas desiguales, impiden el crecimiento económico.
Se ha recortado la solidaridad social a través de una política fiscal regresiva. Y ello ha comportado el incremento de la desigualdad, en derechos básicos, como el derecho a la enseñanza, el derecho a la vivienda, el derecho a la tutela judicial efectiva, los derechos de conciliación de la vida laboral y efectiva o las situaciones de dependencia. El sistema de Seguridad social —la gran conquista de la pobreza laboriosa y el máximo exponente de la fraternidad social— también es negado, porque se nos dice que afecta a la economía y nos hace incapaces de afrontar los riesgos de encarar los riesgos de las sociedades modernas. Constantemente aparecen estudios —directa o indirectamente pagados por entidades financieras— que indican la imposibilidad de pervivencia del actual modelo de previsión social, con gran resonancia en los medios de comunicación que ocultan las pérdidas elevadas de los sistemas privados de previsión. Entretanto, nuestras pensiones se van reduciendo y se endurecen los requisitos de acceso a ellas.
Con la excusa del empleo —excusa que la práctica ha demostrado ser falsa— llevamos veinticinco años de recortes de los derechos de los trabajadores ante los empresarios. Y asistimos a la regulación de mayores facilidades para el despido y a graves limitaciones de su posterior control judicial.
Asistimos a un uso abusivo de la mano de obra extranjera en un interesado diseño de leva de un auténtico ejército industrial de reserva que abarata los costes salariales. Y, en paralelo, asistimos también al incremento preocupante de discursos xenófobos y con actuaciones de los gobiernos de los países ricos que incumplen los tratados internacionales.
Con estas políticas contrarias a la igualdad y a la fraternidad somos cada vez menos libres. Porque asistimos a unos momentos en que los votos de los hombres pobres libres no sirven de nada para delimitar las grandes políticas sociales y económicas. Estas políticas se diseñan en organismos y corporaciones trasnacionales que no han sido votadas por nadie ni nadie las votará. Y somos menos libres porque toda voz mínimamente crítica no sólo es omitida sino quemada inquisitorialmente en la plaza pública.
La actual crisis no es imputable a los trabajadores y a los pobres hombres libres sino a estas políticas neoliberales. No deja de ser sorprendente que, poco después del inicio de la crisis, voces destacadas empezaran a hablar de reformar el sistema, de regular la economía. Fue una idea efímera. Una vez que los hombres libres pagaron de su bolsillo los excesos financieros, la conclusión de los poderosos fue que estas políticas suicidas tenían que incrementarse. Dijeron que eran los pensionistas, los empleados públicos y las personas dependientes quienes debían pagar las consecuencias. Que la solución a la crisis era menos igualdad y menos fraternidad. Que había que continuar recortando los derechos de los trabajadores y los sindicatos. Han omitido que la causa de la actual situación no es la igualdad sino precisamente los recortes de los derechos constitucionales de las personas.
Por eso, mi asociación profesional, Jueces para la Democracia, ha decidido dar público apoyo a la huelga general del próximo 29 de septiembre. Porque esencialmente nosotros somos juristas y nuestra pasión es el Derecho. Alguien podría dudar y pensar que los motivos de la huelga en nada nos afectan, que son cosa de los trabajadores y los sindicatos. Quien así piense se equivoca. Lo que nos jugamos ese día es mucho más que el redactado de unas leyes. Lo que nos juzgamos es si nuestro futuro lo decidirán nuestros votos o las organizaciones financieras internacionales. Lo que nos jugamos es si optamos por la democracia o por la oligarquía.
* [Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. El texto, publicado con el consentimiento de su autor, recoge una de las intervenciones en apoyo a la huelga general del 29-S que se dieron en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona el 22.09.2010. La versión castellana (el discurso fue pronunciado en catalán) que se ofrece la ha realizado la Escuela de Traductores de Parapanda y ha sido tomada del blog de José Luis López Bulla:
http://lopezbulla.blogspot.com/2010/09/los-juristas-no-hablamos-de-dineros.html]
10 /
2010