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RoGoPaG

Tribanda,

Devedeando que es gerundio

Carles Mercadal

RoGoPaG, una coproducción franco-italiana de 1962, no es un largometraje sino una obra colectiva integrada por cuatro mediometrajes de Roberto Rossellini, Jean-Luc Godard, Pier Paolo Pasolini y Ugo Gregoretti (de ahí el esotérico título, en realidad la combinación de las iniciales de los cuatro realizadores), y aunque a primera vista pueda parecer una sucesión inconexa de episodios, puede apreciarse un hilo conductor que dota de unidad temática al conjunto: evaluar críticamente la profunda transformación sociocultural —la “mutación antropológica”, como la bautizaría metafóricamente Pasolini tiempo después— que la sociedad europea estaba experimentando a principios de una década, la de los sesenta, que marcó el inicio de la modernidad rampante y la desvirtuación de algunos de los valores humanos tenidos hasta entonces por elementales.

No puede decirse que todos los episodios de RoGoPaG posean una calidad equiparable. Así, el primero de ellos, “Virginidad”, obra de un Rossellini en el ocaso de su carrera, es el más flojo y a ratos parece más bien un anuncio de Alitalia. En cambio, el corto de Godard “El mundo nuevo”, una pieza a caballo entre la ciencia-ficción y la distopía que preludia su filme Lemmy contra Alphaville, constituye una digresión poética sobre la era atómica: un artefacto nuclear ha estallado sobre el cielo de París —recuérdese que un mes antes del rodaje se hubiera producido la crisis de los misiles en Cuba— y el protagonista advierte cambios ilógicos e inquietantes en el lenguaje y el comportamiento de la gente que le rodea, convertida a partir de entonces en una masa de autómatas sin atributos humanos reconocibles.

Por su parte, “La ricotta”, de Pier Paolo Pasolini, el episodio más complejo de los cuatro que conforman RoGoPaG, puede verse como un compendio de las principales inquietudes sociales del intelectual friulano. El filme, que narra el rodaje de una superproducción sobre la pasión de Cristo en un prado a las afueras de una gran ciudad en pleno “desarrollo” —localización tan típicamente pasoliniana—, se centra en dos personajes: el director, protagonizado por un Orson Welles de quien Pasolini se sirve para arremeter contra el creciente carácter conformista y reaccionario de la sociedad italiana de la época, y Stracci, un extra procedente del lumpen cuya única obsesión es llevarse a la boca algo que comer mientras se dispone a interpretar el papel del “buen ladrón”; al final, Stracci, objeto de humillantes burlas por su fijación con la comida, acaba siendo el que muere en la cruz, fruto de una indigestión de requesón. Rico juego de contrastes simbólicos, pues, con el que Pasolini se propuso diagnosticar (proféticamente) algunos de los síntomas de la modernidad incipiente: la espectacularización de cierto tipo de cine como forma de enmascarar la realidad social y económica de las clases populares, la aculturación y barbarización de la juventud o el desprecio de ese nuevo sujeto consumista por los padecimientos y valores del pasado que representa el personaje de Stracci, que debe morir para ser merecedor de una atención sincera. Un mensaje que las autoridades interpretaron a su gusto como la exaltación del “buen ladrón” en detrimento de la figura de Cristo, de resultas de lo cual Pasolini fue procesado por “vilipendio a la religión del Estado” y condenado a cuatro meses de cárcel.

Por último, el corto de Ugo Gregoretti, “El pollo de granja”, se aleja de la densidad conceptual que poseen piezas “de autor” como las de Godard o Pasolini y, por el contrario, se vale de un género más convencional, la tragicomedia italiana, para ofrecernos una divertida sátira sobre los absurdos que rodean al mundo del marketing y de la sociedad de consumo, una loca carrera en pos de la acumulación material, cual pollos sin cabeza, que de bien poco le servirá a la prototípica familia protagonista del episodio.

5 /

2010

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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