La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
J. R.
Un "otoño caliente" para los transgénicos
1. Las cosas se están moviendo, en el ámbito de los cultivos y alimentos transgénicos. Desde 1999 se aplicaba en la Unión Europea una moratoria de facto sobre las autorizaciones de nuevos transgénicos a causa de la oposición de siete de los quince países de la Unión (Francia, Italia, Bélgica, Grecia, Dinamarca, Luxemburgo y Austria), que exigían la adopción de medidas más estrictas sobre composición, etiquetado, seguimiento y autorización antes de seguir adelante con la introducción de unos productos sobre los que hay incertidumbre científica y que padecen un gran rechazo social.
Ahora ha variado la situación normativa. Un reglamento sobre etiquetado, que entrará en vigor en marzo de 2004, establece que cualquier presencia de un transgénico superior al 0,9% en los ingredientes de un producto, ya sea alimento, pienso o medicamento, hace obligatoria la mención de ésta en la etiqueta; por debajo de esa concentración, se considera una presencia «accidental» que no requiere mención alguna. Además, la UE ha planteado la rastreabilidad (mejor que el anglicismo «trazabilidad»), con reglas para seguir el rastro de un transgénico en la cadena alimentaria (mediante la atribución de un código identificador y la obligación para los productores de retener la información durante cinco años, y un procedimiento de autorización tutelado por los científicos de la nueva Agencia Europea de Seguridad Alimentaria, con sede provisional en Bruselas).
2. ¿Hay razones para que los movimientos sociales críticos bajen la guardia? Las mejoras normativas en la UE, ¿cambian el fondo del asunto? Creo que no, y voy a argumentarlo brevemente.
Con frecuencia ha resonado, en el curso del debate sobre los transgénicos, la advertencia de que no deberíamos jugar a ser dioses. Es un consejo lleno de sentido como orientación moral general (nos llama la atención sobre la finitud humana), pero no debe entenderse como una prohibición de todo tipo de intervención tecnológica sobre una naturaleza sacralizada: al fin y al cabo, con cualquier operación quirúrgica avanzada de las que hoy se practican rutinariamente en los hospitales de nuestro país, en cierto modo, estamos «jugando a ser dioses».
El problema con los transgénicos no está ahí, sino más bien creo en que, tal y como ha venido desarrollándose la política concreta de aprobación y comercialización de transgénicos desde los años noventa, lejos de «jugar a ser dioses», estamos comportándonos como demiurgos irresponsables, ebrios de una potencia tecnocientífica que desborda nuestros recursos ético-políticos.
La ingeniería genética es a la vez a) una tecnología potentísima, con un tremendo potencial de transformación de la realidad; b) una tecnología intrínsecamente peligrosa; c) una tecnología inmadura; y d) una tecnología que, junto a sus grandes riesgos, promete útiles y valiosas aplicaciones (algunas de las cuales son ya realidades, sobre todo en lo que atañe a la investigación biomédica).
Lo que esta combinación de rasgos exige es precaución, prudencia, lentitud: lejos de ello, las transnacionales agroquímicas (rebautizadas por ellas mismas como «empresas de ciencias de la vida») está lanzando a la biosfera miles de millones de organismos transgénicos sin las condiciones necesarias para ello. Ni los riesgos de contaminación genética (por difusión incontrolada de los transgenes en la biosfera), ni los de incremento de la contaminación química (por el previsible aumento del uso de biocidas), ni los efectos «en cadena» en los ecosistemas (daños en aves e insectos beneficiosos), ni la posible pérdida de biodiversidad agrícola y silvestre, se están teniendo en cuenta adecuadamente a la hora de dar luz verde a los transgénicos. Por no hablar de los graves daños económicos y sociales que se concentrarán, sobre todo, en los países del Sur…
3. ¿Hay que concluir que los organismos transgénicos son peligrosos? Son peligrosos para nuestro medio ambiente, porque se ha elegido lanzarlos a la biosfera sin conocimiento suficiente sobre cómo van a comportarse en ella; y sobre todo son peligrosos para nuestras perspectivas de seguridad alimentaria, reducción del abismo Norte-Sur y autonomía personal, porque su objetivo fundamental no son las supuestas mejoras agronómicas o ventajas para los consumidores, sino proporcionar a un puñado de transnacionales autobautizadas como «de ciencias de la vida» un control que tiende al monopolio sobre cada vez más eslabones de la cadena alimentaria (valiéndose de una abusiva legislación sobre propiedad intelectual que permite privatizar los recursos genéticos y el conocimiento). Quizá no sean peligrosos para la salud humana, pero sin duda lo son para la democracia.
NO EN NUESTRO NOMBRE, resonó en nuestras ciudades y pueblos el grito casi unánime de la ciudadanía opuesta a la guerra contra Irak, y al golpe de estado contra la legalidad internacional que la precedió. En relación con los transgénicos cabe lanzar una consigna análoga: si no varían radicalmente las condiciones actuales, NO EN NUESTROS CUERPOS, NI EN LA CASA QUE LOS ALBERGA, esa biosfera única e insustituible donde moramos.
4. Por lo demás, la opinión pública los rechaza incluso en EE.UU., cuyo gobierno defendiendo los intereses de la industria química y biotecnológica intenta imponerlos al resto del mundo. Un reciente estudio realizado por la Universidad de Cornell sobre las actitudes de los habitantes del Estado de Nueva York al respecto, hecho público en agosto de 2003, arrojó una mayoría del 39% contraria a la comida transgénica, frente a un 33% de partidarios y un 29% de indecisos (pueden verse premisas y resultados en la página web del proyecto Genetically Engineered Organisms de la Universidad de Cornell). En pocas ocasiones ha estado más claro el conflicto democrático que en todo el mundo suscita el intento de imponer una tecnología contra la voluntad expresa de las poblaciones afectadas.
30 /
9 /
2003