¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Catalunya: educación con clase
Las referencias a la educación como inversión en capital humano, a la educación como vehículo de integración social, a la educación como mecanismo de superación de las clases sociales, constituyen tópicos recurrentes en el vademecum de frases hechas de cualquier político. Especialmente en los de izquierdas.
En Catalunya, sin embargo, llevamos años en que esta retórica es contradicha por una realidad tozuda. Ni se invierte mucho en educación ni, sobre todo, podemos considerar que nuestro modelo educativo sea integrador y nivelador de desigualdades, El sistema educativo catalán es profundamente clasista.
Los orígenes de esta realidad son viejos. De la época en la que la educación era simplemente considerada un medio para la formación de las elites. Unas elites que se formaban fundamentalmente en centros religiosos. Uno iba a estudiar a uno u otro colegio, a una u otra orden, de acuerdo con su rango social. La escuela pública, insuficiente en plazas e instalaciones, se concentraba en los barrios de clase obrera, donde coexistía al lado de una miríada de “chiringuitos” privados que suplían, pésimamente, la falta de cobertura pública. Por eso fue habitual en la lucha de los barrios la demanda de educación pública, de escuelas e institutos. Algo que tuvo su correlato en un amplio movimiento de enseñantes defensores de una escuela pública de calidad. Una lucha que incluía a un importante grupo de cooperativas escolares privadas que aspiraban, y en su mayoría consiguieron, convertirse en verdaderas escuelas públicas.
Está amplia aspiración democrática chocó sin embargo con la política desarrollada por el gobierno de Convergencia i Unió. Su carácter clasista y las conexiones con la Iglesia Católica reforzaron un sistema escolar dual. De una parte las escuelas privadas, orientadas mayoritariamente al alumnado de clase media-alta (aunque siempre hay huecos para aspirantes a desclasarse). De otra, un sistema escolar público, implantado básicamente en los barrios de clase obrera. Un sistema público que, al menos, se consolidó en cuanto su volumen de equipamientos, lo que permitió erradicar las viejas academias privadas (muchas de ellas en instalaciones infectas) donde muchos escolares habían padecido una escolarización deficiente. Pero este sistema público padeció, desde siempre una discriminación evidente en dotación, prestigio, etc.
La debacle empezó en los Institutos públicos con la implantación de la ESO. Una implantación con pocos recursos. Y que suponía que los centros, acostumbrados a recibir un alumnado seleccionado, pasaban a recibir al conjunto de la población escolar. Ni muchos de los nuevos escolares llegaban suficientemente motivados, ni muchos profesores tenían experiencia y capacidad para lidiar con los problemas que plantean unos adolescentes provenientes de medios con bajo nivel cultural. Las tensiones de esta implantación se tradujeron en una pérdida de atractivo de la enseñanza media pública y en una nueva legitimación de la escuela privada selectiva (para fortuna de las pocas escuelas privadas implantadas en barrios obreros, que se “vendían” como escuelas “excelentes” sobre todo porque evitaban la entrada de menores “indeseables”). Y la debacle se materializó con la llegada del nuevo flujo migratorio que alentó temores y tics racistas entre las familias autóctonas y permitió nuevas maniobras selectivas hacia la escuela privada mimada por la Administración.
Con el nuevo gobierno tripartito de izquierdas hubo esperanzas de que las cosas empezaran a equilibrarse. Aunque nadie esperaba que acabara el sistema dual, al menos podía exigirse un reforzamiento de la escuela pública, en recursos, prestigio. Y era de esperar que se exigieran a la privada algunas contrapartidas en forma de prácticas menos discriminatorias en el acceso de alumnos, especialmente extranjeros. A pesar de algunas medidas positivas, como la convocatoria masiva de oposiciones que ha permitido reducir la precariedad laboral del profesorado público, o un cierto impulso a la construcción de nuevos equipamientos (necesarios para absorber el crecimiento demográfico), no ha habido ninguna gran actuación orientada a cambiar la estructura básica del sistema dual. Más bien al contrario. En el proceso de elaboración de la nueva Llei d’Educació de Catalunya, el Partit dels Socialistes Catalans y Esquerra Republicana de Catalunya han alcanzado un acuerdo con Convergència i Unió por el cual se abre la posibilidad de extender los convenios de financiación de la escuela privada a los centros de segunda enseñanza y formación profesional. Algo que la derecha catalanista no se atrevió a hacer por el temor de una reacción social. No sólo se consolida el modelo dual, se acepta incluso mantener el concierto económico con las escuelas del Opus Dei que imponen además una segregación de niños y niñas, manteniendo el modelo escolar del franquismo.
La reacción ha existido, en forma de movilizaciones de enseñantes públicos, pero no ha sido capaz de generar un debate con la suficiente amplitud como para romper el cerco de intereses dominantes. Quizás porque no sólo se trata de mantener el viejo poder de la Iglesia Católica. Lo que verdaderamente refleja este pacto es el predominio de la cultura de la “distinción”, de la segregación, del racismo que subyace en los valores y comportamientos de amplios sectores de clase media. Valores que impregnan a gran parte de los cuadros de los propios partidos y a sus bases más próximas. No hay más que ver a qué escuelas acuden los vástagos de muchos de nuestros colegas universitarios (y analizar el discurso con el que justifican su preferencia por la “concertada”). Ampliar la concertación hacia la clase media es, sobre todo, una transferencia de renta hacia arriba. Cuando cualquier planteamiento igualitario, o simplemente reformista, abogaría por realizar un gasto compensatorio orientado a cubrir desde la escuela las limitaciones de recursos de las familias de bajos ingresos. Y donde resulta evidente que la escolarización exitosa de niños y niñas provenientes de otros países requiere de un esfuerzo adicional para facilitar, por ejemplo, una inmersión lingüística exitosa. Financiar con dinero público la red privada de formación profesional no sólo supone abandonar el proyecto de una buena red pública (prácticamente inexistente), sino también seguir apostando por la mala calidad de una formación que constituye un elemento estratégico básico para cualquier país serio.
Si algo queda claro en toda la política del Conseller d’Educació, Ernest Maragall, es que le importa poco la formación de la clase obrera. O al menos eso se trasluce de su denodada política de cerrar aulas de bachillerato nocturno, o de su desprecio a la hora de articular la vieja red de Escuelas de Adultos (que antes permitieron la alfabetización de miles de personas y hoy sirven eficazmente de centros de aprendizaje de idiomas e informática, así como de centros de relación y aprendizaje cultural). Ya sabemos que los términos “izquierda” y “derecha” son relativos, pero de lo que no cabe ninguna duda es que la política educativa del PSC es claramente regresiva. Han optado por abortar cualquier reforma de un sistema heredero del franquismo y desarrollado por los conservadores catalanes.
La escuela igualitaria es la gran víctima. Pero hay efectos colaterales. Iniciativa Verds-EUiA se ha opuesto a la ley y votará en contra. Una vez más ha mostrado su incapacidad de influir de forma importante en la política del Gobierno del que forma parte. Y aunque su gesto de oposición ha sido nítido no está claro que pueda convencer de la utilidad de su política a una parte de su propio electorado. La imagen de impotencia que generan los pactos y decisiones que se generan a sus espaldas (como la de aumentar las subvenciones al sector automovilístico) más bien desalienta a sus votantes más críticos. Para la izquierda este nuevo pacto es una ignominia. También la necesidad de revisar y repensar cuáles son las formas de articular respuestas y de conseguir alguna influencia sobre decisiones cruciales para el futuro.
6 /
2009