¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Josep Torrell
¿Por qué ahora ellos?
En la España de mediados de los años setenta, Ulrike Marie Meinhof —en gran parte debido a un par de libros traducidos por Manuel Sacristán Luzón— se convirtió en una especie de alegoría de la desesperación revolucionaria. Ulrike Meinhof nació en 1934 y tenía 23 cuando participó en las Marchas de Pascua, que era el primer movimiento pacifista de los años cincuenta, y posteriormente contra las leyes de emergencia. Afiliada al partido comunista (1958-1964), fue miembro activo de Federación de Estudiantes Socialistas (SDS). Profesionalmente fue periodista y jefe de redacción de la revista Konkret (1959-1969) y tuvo fama como periodista radiofónica y televisiva.
La evolución antidemocrática del gobierno alemán, su sujeción a los dictados del amo estadounidense y le preocupante pasividad de las clases trabajadoras inquietaron primero a Ulrike y la indignaron después. La matanza de un manifestante contra el Sha de Irán (1967) y el atentado contra el líder estudiantil Rudi Dutschke (1968) constituyeron puntos de no retorno en su reflexión política. Desde su columna de Konkret, defendió a Andreas Baader cuando incendio unos grandes almacenes y luego dio el paso a la guerrilla urbana, al participar en la fundación de la Fracción del Ejército Rojo (conocida policialmente como banda Baader-Meinhof). Era lo paradójico de su trayectoria —una dirigente pacifista que acaba fundando un grupo armado— lo que convertía su caso en motivo para pensar. Por utilizar un término de Eric Hobsbawm, que hizo fortuna por aquel entonces, era una revolucionaria sin revolución. Sacristan invocó el término de desesperado.
Cada vez más consciente de que la estrategia armada no llevaba a ningún lado deseable, pero también que decirlo era una traición para quienes pensaban lo contrario, Ulrike se quitó la vida el 9 de mayo de 1976, aniversario de la derrota de las tropas nazis. Treinta años más tarde, reflexionar de nuevo sobre Ulrike Meinhof podría ser un modo de pensar qué es la izquierda y qué podemos hacer en una situación que no deja de tener inquietantes similitudes con la Alemania de entonces. Hacer una película podía servir para dibujar —para las generaciones que han venido después— la situación de bloqueo y las alternativas que barajaba la izquierda juvenil de aquellos años: para tratar sencillamente de desvelar aquella alegoría.
Es cierto que los cineastas de aquella generación y posteriores intentaron acercarse a la experiencia de este grupo armado. Margarette von Trotta le dedicó dos de sus mejores películas: El segundo despertar de Krista Klages (1977) y, sobre todo, Las hermanas alemanas (1981). Reinhard Hauff hizó también Stammheim: el proceso (1986), editada ahora en DVD. Entre las películas recientes cabe destacar El silencio tras el disparo (1999) de Volker Schöndorff (sobre la tragedia de una arrepentida entre las dos estados alemanes) y Die Innere Sicherheit (2000) de Christian Petzold (sobre los hijos que hubieron de sufrir la trayectoria fugitiva de sus padres). También el cine documental se ha ocupado del tema, con la sobria y lúcida Ulrike Marie Meinhof. Lettre à la fille (1994) de Timoun Koulmasis. Cada una de ellas trataba, a su manera, de acercarse a las razones subyacentes a la decisión de pasar a la lucha armada.
Aunque la película RAF: Facción del Ejército Rojo (Der Baader-Meinhof Komplex, 2008) de Uli Edel, que acaba de estrenarse, no parece ir por esos derroteros. Es cierto, por supuesto, que resulta impactante la reconstrucción de la época y las escenas que son el caldo de cultivo del grupo, desde el asesinato a sangre fría de Benny Ohnesorg en la manifestación ante el régimen del Sha hasta el atentado contra Rudi Dutschke. Son rápidas, pero convincentes, las noticias que llegan de todo el mundo. Pero esa presentación se va deshinchando poco a poco a medida que se adentra en la historia del grupo y su planteamiento de la guerrilla urbana contra el imperialismo.
Meinhof tenía diez años más que sus compañeros, y tenía también más experiencia, sobre todo política, pero también muchos contactos, en particular entre la intelectualidad. Sin embargo, nada se dice en la película ni de que había sido pacifista ni de su simpatía entre sectores de los intelectuales. Así, por ejemplo, se pasa por alto que fue detenida no en cualquier piso franco sino en casa de un intelectual (que la entregó a la policía). Podría parecer anecdótico, pero no lo es: es el retrato del personaje el que resulta falseado y, por lo tanto, dañado.
También causa cierta sorpresa ver la fragilidad y la timidez de Ulrike Meinhof en relación con los demás miembros del grupo, cuando la imagen que ella daba por televisión —y son imágenes que puede haber visto cualquiera— es diametralmente opuesta: elocuencia argumental, claridad de propuestas, réplicas fulminantes y capacidad de convicción. Es muy posible que en la vida privada fuera algo diferente, pero esto no quiere decir que hiciera cosas tan social-ridículas (como leer la carta al Sha a un grupo que más parecen potentados que gente de Konkret), o que ocupara un segundo término dentro del grupo. El personaje real de Ulrike se desdibuja.
El retrato que se ofrece de Andreas Baader y Gudrun Ensslin es igualmente discutible. Posiblemente es acertado ver cierto personalismo en Baader, pero cuesta bastante de creer que jugasen con las pistolas como si nada (por ejemplo, en la carrera nocturna disparando en la carretera). Probablemente ese juego sólo es posible para quien no ha tenido un arma cargada en sus manos. Además hay algo importante que se pierde: el politicismo del tiempo; el hablar siempre en lenguaje político (incluso de las cosas más íntimas). Gudrun Esslin parece responder a este modelo, pero no los demás. Parece que estén allí para jugar un poco, o simplemente para cubrir el repertorio.
La reflexión sobre lo que hacían se esfuma en el aire. Cómo se teoriza la guerrilla urbana, cómo se fijan sus objetivos, cómo se evalúa la pasividad de las masas, etcétera, sencillamente no cuentan al hacer el guión de la película. Las divergencias en prisión —que existieron— podían haberse resuelto mediante una discusión entre ellos (las reuniones están, pero no la discusión), pero se optó por diseminar las frases relevantes a lo largo de muchas secuencias (sin relación dramática entre sí).
Lo mismo sucede con la muerte. Salvo Holger Meins —probablemente porque había el abogado presente— se omiten las muertes de los demás. Que Ulrike Meinhof se suicidara está comprobado, pero la versión que Baader, Esslin y Raspe se suicidaran deja mucho que desear. Es la frase final la que los da por suicidados a todos. Pero es la frase más etérea (y tramposa) de cuantas suenan en la película. Porque el espectador —a quien se remite ese “¿qué os habíais creído que eran?”— en realidad no puede pensar nada, porque no se le han dado los elementos de juicio para pensar cabalmente. Es una frase que permite repasar la película, pero al mismo tiempo es la garantía de que el espectador no va a encontrar más que lo que él mismo haya metido (y nunca los guionistas).
¿Por qué, ahora, ellos? Tal vez buscar la alegoría de esa activista por la paz metida a colocar bombas en las bases norteamericanas sea sólo un sueño de mi generación, el sueño de quienes un día de otoño de 1977 sentimos el frío en el corazón ante el suicidio de estado de los tres prisioneros. Tal vez esta historia vieja, del siglo pasado, sirva sólo para vender más entradas de cine (sobre todo si tiene cierta proporción de aventuras). Tal vez.
Si no fuera porque, desatendida la motivación política de los personajes, sólo queda su enfrentamiento directo con la policía. Terroristas contra serenos, con algunas frases —sobre la guerra cuando no hay guerra— que pertenecen más a este siglo que al pasado. Ahí está todo. En este duelo, por lo demás, gana la policía. En concreto, el presidente de la oficina criminal federal, Horst Herold (bien interpretado por Bruno Ganz), que fue el encargado de eliminar la Fracción del Ejército Rojo. A la nulidad con que se presenta el pensamiento político en torno a la guerrilla urbana se contrapone con todo lujo de detalles el discurso de la represión y el aniquilamiento: un Herold que, mientras saborea una sopa de bogavante, hace cábalas sobre como acabar con su enemigo. Es decir, la imagen del estado policial.
Probablemente el único héroe positivo que concibe el mercado sea éste. Un ángel exterminador de las esperanzas de cambio. Pero la Fracción del Ejército Rojo no se merecía ese escarnio desazonador, por mucho que uno disienta del camino que emprendieron.
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2009