La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de crisis / 2
Madoff: ¿un crimen particular?
“No son los camorristas los que persiguen los negocios, son los negocios los que persiguen a los camorristas. La lógica del empresariado criminal, el pensamiento de los boss coincide con el neoliberalismo más radical. Las reglas dictadas, las leyes impuestas, son las de los negocios, el beneficio, la victoria sobre cualquier competidor. El resto es igual a cero. El resto no existe. Estar en situación de decidir sobre la vida o la muerte de todo, de promocionar un producto, de monopolizar un segmento de mercado, de invertir en sectores de vanguardia es un poder que se paga con la cárcel o con la vida. Tener poder durante diez años, durante un año, durante una hora. La duración da igual: vivir, mandar de verdad es lo que cuenta”. (Roberto Saviano “Gomorra”)
Leer el agudo análisis de Saviano sobre la Camorra napolitana es una fuente de conocimientos y analogías para entender una parte de lo que ocurre en el mundo del capitalismo legal. Me ha generado la misma sensación que tuve hace un par de años cuando pasé una tarde de cine contemplando Saló de Pasolini. Mientras que en este duro film uno puede encontrar una premonición del universo concentracionario de Guantánamo, en Saviano uno reconoce comportamientos sociales que van más allá del mero “crimen organizado” del Mezzogiorno italiano. Y es que en la última fase del período neoliberal la frontera entre el negocio legal y el ilegal ha sido cada vez más tenue. La misma difuminación de fronteras que el plano de los derechos políticos ha ocurrido al socaire de la llamada “guerra contra el terrorismo mundial”.
La relevancia del caso Madoff no es tanto su novedad, sino el momento en que ha ocurrido. Cuando estaban ya en marcha los planes de ayudas masivas al sistema financiero mundial. Cuando muchos analistas se atrevían a augurar que lo peor de la crisis ya había pasado y en unos pocos meses o trimestres saldríamos del túnel (un buen ejercicio para tiempos presentes: anotar las previsiones que están haciendo los expertos y esperar a ver si se cumplen sus augurios). Cuando la gente se estaba olvidando de la masiva ayuda pública que han recibido unos líderes financieros a los que nadie ha exigido ni responsabilidades penales ni siquiera sustanciales contrapartidas económicas.
El caso Madoff no es particularmente excepcional. Es una variante más de los escándalos financieros que han sido habituales en los últimos años, empezando por la quiebra fraudulenta de las Enron, World Comm y otros escándalos de las grandes empresas de principios de la presente década. O del affaire de las empresas filatélicas Afinsa y Forum Filatélico. (La memoria es corta, en nuestro país este tipo de políticas lo inauguraron hace más de veinte años tipos como Javier de la Rosa o Mario Conde). En ellos se mezclan elementos parecidos: una regulación pública laxa o inexistente, una promesa de elevada rentabilidad y, sobre todo, una imagen pública de éxito que atraía a incautos inversores. Una vez más se pone en evidencia la importancia de la imagen para el funcionamiento del capitalismo moderno.
El poder de los grandes grupos capitalistas se basa, en buena parte, en su imagen de mercado, la fuerza de sus marcas, su prestigio. Una fuerza que descansa en la incapacidad que tenemos la mayoría de los mortales de evaluar correctamente la calidad técnica de los productos, en conocer el valor real de lo que estamos comprando. Es la marca lo que nos garantiza la calidad del producto, lo único que estamos en condiciones de conocer. Algo que también explota la competencia “ilegal” de las marcas de imitación. Cuanto más complejo es el producto, más importancia tiene el aval de la marca, más dificultad del juicio elemental que haría posible la pretendida “soberanía del consumidor” sobre la que se ha construido parte de la hegemonía neoliberal. Una marca que se construye con una generosa inversión en relaciones públicas, en imagen.
Esto que vale para los bienes de producción es particularmente importante en la esfera financiera. Si hay un producto complejo, que escapa al juicio de la mayoría de personas, éste es el de las inversiones financieras. Especialmente después de la liberalización del sector y la proliferación de los mercados de derivados de todo tipo. Desde siempre los mercados financieros han sido espacios para supuestos “expertos”. La figura del asesor de inversiones ha sido habitual entre la gente rica, también ella incapaz de conocer con exactitud las condiciones más adecuadas de inversión financiera. Si algo han puesto en evidencia las sucesivas crisis financieras de las últimas décadas ha sido la incapacidad de un conocimiento efectivo de la situación financiera de las empresas en un mundo con regulaciones laxas, espacios para contabilidades creativas, de redes empresariales diseñadas para escaquear el riesgo y el valor real de los activos, de sistemas de incentivos que favorecían el crecimiento a corto plazo. Y donde los medios de comunicación han colaborado a crear “auras de excelencia” alrededor de determinados personajes. No hay nada que atraiga tanto como los triunfadores, los héroes que, al menos aparentemente, saben “leer” las complejidades de una lógica financiera de la que escapan el resto de mortales. El escándalo Madoff ha mostrado algo que ya hizo evidente el crash del Long Term Credit Bank hace diez años: que los ricos son a menudo tan incautos como los pobres. Simplemente necesitan que el timador utilice un comportamiento elitista con el que envolver su estafa.
Madoff es más que una anécdota. Si se limitara a constituir un timo a inversionistas ricos quizás resultaría hasta una broma. Pero no tenemos certeza que los verdaderos afectados no acaben siendo los fondos de pensiones de miles de asalariados que resultarán empobrecidos por los juegos malabares del financiero corrupto. No es ni la primera ni la última vez que los avatares financieros acaban por empobrecer a pensionistas con pocos recursos. Por ello la regulación del sistema financiero no es una mera cuestión técnica que incumbe a unos pocos especialistas. Es un campo crucial en el que se juegan las condiciones de vida de la mayoría.
Hay tres demandas sociales que este nuevo caso nos deberían impulsar. La primera es el cuestionamiento de la bondad de los sistemas de pensiones basados en el juego financiero. Sus defensores parten de modelos en los que se supone que existe una tasa de beneficio garantizada. Pero la experiencia de los avatares financieros muestra que en realidad nos ofrecen jugarnos las pensiones al póquer, dejando que tahúres sin escrúpulos jueguen por nosotros. Ningún sistema de pensiones está exento de problemas, pero estos son mucho más incontrolables en la operativa de los volátiles mercados financieros. La segunda es la urgente regulación de los mercados financieros, eliminando los mecanismos que han generado la opacidad y pérdida de control que han favorecido los tejemanejes de individuos como el financiero “cazado”. Y la tercera es sin duda una nueva reforma del tratamiento legal de este tipo de delitos, orientado a prevenir su aparición y a restituir a la sociedad de los males que generan. Son exigencias básicas a realizar a cualquier político que se declare de izquierdas o, simplemente honrado.
¡Que vienen los rusos!
No es el remake de un viejo film que se estrena estas navidades. Es el grito de guerra lanzado por el Partido Popular (y subliminalmente por casi todos los medios de opinión) ante la posible entrada de Lukoil en el capital de la petrolífera Repsol YPF. Es sin duda una ironía del destino que la historia de una privatización acabe con los temidos capitalistas de oriente controlando la primera empresa industrial-extractora del país. La historia de ambas empresas es en gran parte paralela. Ambas eran públicas y ambas fueron privatizadas al calor de las políticas neoliberales (de hecho Repsol YPF fue el producto de una doble privatización, la española y la argentina). En ambas el proceso de privatización significó un regalo a intereses privados, en manos cercanas al poder político. Si al final Lukoil toma el control de Repsol simplemente se habrá llegado a la consecuencia final del proceso de privatización.
Pero esta venta constituye también una nueva etapa en un proceso más amplio de extorsión de lo público y una nueva expresión de la crisis financiera. Lukoil tiene posibilidades de comprar porque Sacyr Vallehermoso tiene necesidad de vender. Una necesidad que es el resultado de una de las empresas que mejor explica el ciclo neoliberal del capitalismo español. Sacyr es una de las seis grandes constructoras del país (las otras son ACS, Acciona, FCC, Ferrovial y OHL). Es la de formación más reciente. Nació en 1986, creada por un grupo de directivos escindidos de Ferrovial. Es por tanto la única que no tiene raíces directas en el periodo franquista aunque siempre se ha considerado que su expansión estuvo relacionada con los buenos contactos que sus directivos mantenían con los gobiernos de Felipe González. Al fin y al cabo el negocio fundamental de las seis grandes es la obra pública y este ha constituido siempre un mercado particular. También como el resto de sus rivales su crecimiento trató de apoyarse en otras patas, fundamentalmente las concesiones de infraestructuras y la gestión de servicios públicos (agua, limpieza, residuos…). En 2003 dio un salto de tamaño al fusionarse con la inmobiliaria Vallehermoso, la antigua inmobiliaria del grupo Hispano Americano. Y en 2006 culminó su expansión con la toma de una participación sustancial en Repsol YPF. Tanto su modelo de diversificación como su expansión son paralelas a la del resto de las seis grandes (y a la de algunas que tratan de emularlas como Isolux, Corsan o Comsa). Se trata tanto de ampliar el peso e influencia económica y social de la empresa, como la de controlar actividades más estables que la obra pública, siempre sujeta a ciclos económicos y políticos y con potencial de crecimiento. La gestión de residuos (a la que llaman pomposamente “Medio ambiente”) y la energía cumplen ambas características. Todas sus actividades se caracterizan además por su estrecha relación con la esfera política, su dependencia del gasto público y las opciones de gran política.
Pero se ha tratado de un crecimiento basado en un endeudamiento. En el apalancamiento financiero, o sea, compra de empresas en base al crédito que se espera devolver con el flujo de ingresos obtenido por las mismas empresas compradas. La misma euforia e irracionalidad que condujo a la banca a conceder cuantiosos créditos hipotecarios a personas con bajos ingresos la aprovecharon las empresas “constructoras” para ampliar su imperio empresarial. Operaciones como la compra de BAA (la gestora de los aeropuertos británicos) por parte de Ferrovial, de Endesa por Acciona, de Unión Fenosa por ACS (y su aspiración a controlar Iberdrola) tienen en esta política crediticia parte importante de su origen. Al final, cuando los intereses han subido (al menos desde el momento en que se tomaron los créditos) y la rentabilidad ha sido menor de la esperada, el endeudamiento es insoportable y no queda otra posibilidad que la venta. Quizás Sacyr ha tenido más problemas porque era la empresa más pequeña, la que realizó operaciones más audaces para situarse al nivel de las compañías históricas, la que tenía un peso mayor de actividad inmobiliaria. Pero también sus rivales atraviesan dificultades parecidas y el anuncio de venta de filiales se generaliza. Un reflejo de la historia reciente del país, del “milagro económico” de un país que pone en venta sus activos más preciados.
Si al final llegan los rusos no podremos achacarlo a una conspiración soviética. Será el resultado de una sucesión de políticas y prácticas irresponsables de nuestros mandamases locales, públicos y privados. El resultado final de las privatizaciones y la expansión crediticia. Y aunque ello ocurra tampoco es evidente que signifique un grave problema para la “independencia energética”. Al fin y al cabo Repsol depende de la compra de petróleo en medio mundo, La verdadera autonomía sólo se conseguiría con un cambio sustancial de política energética, y por ende de modelo económico. De desarrollo de las energías renovables, del ahorro energético y de la racionalidad ecológica de nuestro modelo de producción y consumo.
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2009