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José Manuel Barreal San Martín

65 horas

La clase trabajadora o, como algunos gustan decir, “el movimiento obrero” (hoy obreros en movimiento), escribió páginas heroicas en la historia de Europa, y de España en particular. Recordemos, por remontarnos al siglo XIX, las huelgas de los mineros vizcaínos, en el 1890, para reivindicar las 10 horas de trabajo diario en vez de las 12 que trabajaban. Ya en el siglo XX, la ley española de marzo de 1904 permitía el descanso dominical. En agosto de 1913, se estableció la jornada de 60 horas semanales en la industria textil. Durante la Segunda República se incidió en las mejoras hacia los agricultores y el 21 de noviembre de 1931 “se estipuló un permiso anual retribuido de siete días, con la condición que la duración mínima del contrato fuera anual”. Todo, con el concurso de la clase trabajadora en sus luchas sociales.

Tras la dictadura franquista, el Estatuto de los Trabajadores estipula la jornada laboral en 42 horas semanales para el trabajo en jornada continua y 43 para la partida. En 1983 se reduce la jornada máxima a 40 horas semanales y 30 días de vacaciones como mínimo, que es como está actualmente.

En un trabajo de los profesores catalanes Montserrat Llonch y Jordi Maluquer, se explica cómo la mejora de los salarios y la disminución del tiempo de trabajo, desde el siglo XIX hasta el actual, han actuado como factores de crecimiento, además de implicar cambios hacia la organización del trabajo, contribuyendo, en su momento, a generar puestos de trabajo así como calidad de vida.

Es evidente que ahora mismo ya no es así. La precariedad laboral, el decrecimiento de los salarios, la contratación “leonina”, la devaluación de la vida laboral avanzan como caballo de Atila por Europa. Y ahora las 65 horas. No olvidemos que hace unos diez años, en Francia y en Alemania, se introdujo en algunos sectores laborales las 35 horas. Hoy cuestionadas y en franco retroceso.

Los últimos dieciséis años se han caracterizado por fuertes incrementos empresariales y de la economía, sin embargo los salarios reales apenas crecieron en un 1,5%. Es obvio, y no deja lugar a muchas dudas, el retroceso experimentado en lo que fueron conquistas sociales y económicas de los trabajadores. No es exagerado decir que nos retrotrae a las puertas del siglo XIX: en el año 1870 los obreros de la industria manufacturera estaban en 64 horas. Según los datos del Eurostat, en España la jornada laboral media está en 41,1 horas, por encima del máximo legal de 40 horas.

Con las 65 horas aprobadas por el Consejo de Ministros de Empleo y Política Social de los 27 de Europa, se acaba de derogar la jornada de 48 horas semanales establecida en 1917 por la OIT. Y se admite que el empresario y el trabajador pacten jornadas de hasta sesenta horas, incluso de 65.

Para explicar tal involución social se recurre a argumentos como la complejidad de la sociedad actual y por lo tanto del mundo laboral, o como el de que no todos los trabajos son iguales, lo cual justificaría la libertad de pacto entre las partes en función de los intereses más convenientes a ambas (la imposición de una sola norma perjudicaría y no contentaría a ninguna). Es, efectivamente, pura y simple falacia. Típico caso de esquizofrenia política.

Así las cosas, ¿cómo nos podemos extrañar de la anomia ciudadana en la participación política y social?; ¿cómo se puede pedir a la juventud que “no pase”?. Hace bastante tiempo que los gobiernos, independientemente de su color, han perdido soberanía para dejarla en manos de eso que llaman “mercado”. Europa no puede ser solamente un espacio económico y de la flexibilidad. Tiene que ser también el espacio de los valores, de los derechos humanos, de la justicia y de la solidaridad.

Ya Paul Lafargue comentaba que “nuestra época es el siglo del trabajo”; y, efectivamente, éste es el siglo de la explotación global, de la miseria y de la corrupción.

30 /

11 /

2008

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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