La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
¿Crisis? ¿Qué crisis?
I
Cada vez más, los analistas económicos se parecen a los comentaristas deportivos. Con sus euforias y depresiones ciclotímicas, con su abuso de los lugares comunes y los tópicos. Con sus propuestas simplistas para salir del atolladero. Y los líderes políticos se comportan de forma parecida a los dirigentes deportivos, negando problemas cuando empiezan a ser evidentes y lanzado propuestas de humo cuando ya se están quemando. Solo hay una diferencia substancial: mientras el mundo del deporte es un mero juego relativamente impredecible (aunque a su alrededor se articule un gran tinglado financiero y político), la economía afecta a aspectos básicos de la vida social. Y los políticos y comentaristas económicos se apoyan en unos saberes que se presentan a sí mismos como conocimientos científicos, producidos por una ingente infraestructura académica. Algo que hace aún más intrigantes los cambios de ánimo y la ausencia de propuestas sólidas cuando las cosas se complican. Unas propuestas que, al menos en los últimos treinta años, son siempre del mismo tipo, sea cual sea el diagnóstico. O que obligan a forzar el diagnóstico para que cuadre con la única propuesta conocida: más mercado, más flexibilidad, menos impuestos, más contención salarial…
II
La recesión (o crisis, el nombre es secundario) actual tiene elementos planetarios y otros que afectan de forma desigual a países concretos. Tiene aspectos conocidos de otras crisis y aspectos nuevos, también conocidos pero menos asimilables a los modelos económicos de referencia. Entre los efectos generales destaca sin duda la crisis financiera internacional. Ésta ha sido un fenómeno recurrente en los últimos veinte años en los que periódicamente se han sucedido la explosión de las diversas “burbujas especulativas”. La diferencia fundamental es que mientras que muchas de las situaciones anteriores se caracterizaron por crisis bursátiles o recesiones que afectaron especialmente a la periferia del sistema (México, Rusia, Este de Asia) ahora el cataclismo se ha producido en el centro y ha impactado directamente en varios de los mayores grupos financieros mundiales. Quizás por ello las respuestas políticas han sido diferentes y en lugar de propugnarse políticas de ajuste las primeras maniobras se han orientado a salvar el sistema bancario mediante una provisión masiva de fondos por parte de los organismos reguladores públicos (Reserva Federal estadounidense, Banco de Inglaterra, Banco Central Europeo) para evitar la quiebra de las instituciones más afectadas (Bear Stearns, Northern Rock) y con ello la generación de un efecto dominó que hubiera afectado al conjunto del sistema financiero.
Una política de intervención pública de cortafuegos que si bien evita la generación de una catástrofe a corto plazo corre el peligro de dejar intactas las condiciones para que la situación se vuelva a repetir. Esta sucesión de recesiones financieras es consustancial a la historia del capitalismo. Pero en las últimas décadas se ha reforzado a medida que ha avanzado la financiarización de la economía, la liberalización de los movimientos internacionales de capitales, la creación de una ingente cantidad de instrumentos financieros, la reducción de controles y el levantamiento de restricciones al comportamiento de las entidades financieras. No está claro hasta que punto las medidas actuales han tenido éxito en contener la crisis actual. Pero lo que es seguro es que sin una regulación estricta del sistema financiero estas crisis reaparecerán. Y se mantendrán intactos el poder y el condicionamiento de la esfera financiera sobre el funcionamiento global de la actividad económica.
III
La crisis actual tiene también sus aspectos particulares. Los países donde el frenazo ha sido más desestabilizador (España, Irlanda, Reino Unido, EE.UU….) se han caracterizado por la eclosión de una crisis inmobiliaria tras un largo período de crecimiento del sector. Es en gran medida una crisis clásica de desproporción: la inversión crece desproporcionadamente en un sector y su producción acaba por no encontrar compradores. Al detenerse las ventas su caída arrastra en cadena a los demás sectores con los que este sector se relaciona.
Este esquema simple lo podemos complicar con otros elementos. Especialmente preguntarnos por qué se ha producido esta sobreacumulación inmobiliaria. Una de las posibles respuestas nos vuelve a situar en la senda del capital financiero: el impulso, vía crédito, del boom inmobiliario y del desaforado despegue de los precios (en gran medida explicable por las propias características del crédito hipotecario, avalado en teoría con un activo real y por tanto el que más fácilmente puede concederse a sectores de rentas bajas). Es asimismo un sector donde se pueden obtener grandes márgenes en un corto espacio de tiempo. Y cuya producción no es deslocalizable. No deja de ser sintomático que muchos de los países que hoy se enfrentan a una depresión inmobiliaria son los mismos que hace tiempo mantienen una balanza comercial deficitaria. Aunque no está claro en qué medida esta opción por el “ladrillo” ha sido debida a su incapacidad para desarrollar otro tipo de actividades, o han sido precisamente las ganancias fáciles las que han acelerado su desindustrialización relativa (posiblemente de todo haya un poco).
IV
Para complicar la situación lo que podría ser una crisis tradicional de demanda, que admitiría la receta clásica de una reactivación vía gasto público, se complica con el rebrote de los precios de alimentos básicos y petróleo. Hay una respuesta sencilla: la especulación se ha desplazado del financiero-inmobiliario a las materias primas. Y por tanto la respuesta debería ser en este caso del mismo tipo que la ya comentada: la vuelta a una regulación estricta de los mercados, las limitaciones a los movimientos especulativos.
Pero la realidad apunta a una cuestión más estructural y que afecta al conjunto de los modelos de desarrollo. La que indica que estos crecimientos son el resultado inevitable de combinar una oferta de alimentos y petróleo difícil de aumentar a corto plazo con un aumento de la demanda por parte de las nuevas capas medias de los países en crecimiento. En el caso del petróleo la restricción de oferta es inevitable, provocada por el agotamiento paulatino de los yacimientos más ricos, el aumento de costes de los nuevos y la caída a largo plazo de la capacidad total de extracción (la especulación estaría anticipando en parte este crecimiento de los precios a largo plazo). En el caso de los alimentos coinciden más cosas: tanto las restricciones de la producción generada por diversas dinámicas —las políticas de ajuste agrario (como la PAC europea), la urbanización de espacios agrícolas y la sustitución de producciones básicas para el autoconsumo por la producción masiva de productos de lujo para el mercado mundial— como el nacimiento de una nueva demanda de biocombustibles nacida en parte como respuesta al encarecimiento del petróleo internacional. Ya se sabe que el mercado es un sistema de voto censitario en el que los ricos tienen más papeletas, por lo que consiguen trastocar los usos y destinos de la producción mundial. En suma, las alzas de materias primas, más allá de las turbulencias especulativas, mostrarían el impacto de la crisis ecológica (la imposibilidad de generalizar el despilfarro de recursos naturales) en el funcionamiento de la economía global.
No es tampoco algo nuevo. Ya ocurrió en la década de los setenta. Pero como entonces sólo una minoría de economistas entendió la interrelación entre la economía y la naturaleza, la solución fue una salida hacia delante que nos ha conducido a la situación actual. Y, como entonces, en lugar de reconocer el problema se opta por respuestas que combinan los intereses de los grandes grupos del capital con la irresponsabilidad y la ceguera más extremas.
Para muestra la lectura del Banco Central Europeo, para quien el problema se reduce a controlar la inflación, a contener la demanda y a hacer que el mercado funcione. Subiendo los tipos de interés sin duda se acabará por frenar la economía, pero a un coste social que puede ser intolerable. Eliminando los mecanismos de indiciación de rentas (básicamente salarios y pensiones públicas) simplemente se hace aumentar la parte de renta que va al capital, pero difícilmente se contiene una inflación importada. Ninguna de estas medidas va a resultar eficaz para promover la necesaria reordenación económica que exige la crisis ambiental. Pero éste es el único tipo de respuestas que han aprendido unos tecnócratas formados en los manuales de economía al uso. Y es el único tipo de respuestas que, al menos a corto plazo, están dispuestos a escuchar los poderes que manejan el núcleo de la actividad económica mundial.
V
Por alguna de las razones ya comentadas, la crisis en España tiene caracteres aún más preocupantes. En los últimos años se ha deteriorado la posición industrial del país y la economía se ha escorado aún más hacia el modelo constructor-turismo. Sin olvidar el desaforado aumento del consumo de recursos básicos que sustenta nuestro “modelo de crecimiento”. Desde hace muchos años se repite el “mantra” de la necesidad de desarrollar el capital humano y la tecnología sofisticada sin que se aprecie ningún cambio sustancial.
Y no se trata sólo de una trayectoria errónea, sino de la ausencia de mecanismos efectivos para cambiar el rumbo. Hasta hoy la historia de todos los países que han alcanzado un despegue tecnológico se ha fundamentado en la combinación de diversos mecanismos básicos: una moneda devaluada (para favorecer exportaciones), una política industrial agresiva en apoyo de los sectores de despegue, un esfuerzo del sector público a favor del mismo. Y casi siempre se ha caracterizado por un esfuerzo a largo plazo, puesto que las innovaciones no son una mera respuesta a las inyecciones monetarias sino que suelen ser el resultado de procesos de esfuerzo sostenido.
Muchos de estos mecanismos no están hoy al alcance de lo que pueden hacer nuestras autoridades. Ni la política de tipo de cambio, ni gran parte de la política industrial están en las manos del gobierno Zapatero en el supuesto hipotético que tuviera la voluntad de aplicarlas. Ni tampoco se tiene una influencia directa sobre sectores productivos claves que están en manos de multinacionales extranjeras que aplican estrategias globales y sitúan sus centros más sofisticados en aquellas localizaciones que consideran mejores para sus intereses.
A corto plazo parece que lo único que puede hacer el Gobierno es intervenir en aquello que le pide la patronal: reducir impuestos, aplicar la enésima reforma del mercado laboral, construir más infraestructuras para mantener los ingresos de las grandes constructoras… No hay ninguna garantía de que con ello vaya a mejorar el clima económico, pero con ello se saciarán una vez más los intereses de los sectores dominantes.
VI
¿Qué deberíamos pedirle al Gobierno en este contexto?
En primer lugar una información realista de la situación. Que evaluara de verdad los costes sociales y ambientales del modelo de crecimiento que ahora esta en cuestión. Que explicara de forma realista qué medidas puede tomar y cuáles no. Cuáles son los condicionantes que le impone el actual modelo institucional europeo. Y cuales son las presiones inaceptables de los grandes grupos de interés. Seguramente este Gobierno no tiene ni los conocimientos, ni la voluntad ni aún menos el poder para cambiar el curso de las cosas. Pero como mínimo le deberíamos hacer responsable de llevar a cabo un trabajo sostenido para cambiar la actual balanza de poder, para introducir en el debate político puntos de vista diferentes y de realizar evaluaciones honestas de los efectos de cada política. Para ser un agente activo en campos como la necesaria regulación de los mercados financieros o las políticas ambientales y sociales globales.
En segundo lugar la ampliación de los servicios públicos. Tanto para satisfacer demandas sociales perentorias, como para generar de verdad empleo en un momento en que el capital privado se muestra incapaz de garantizar aquello que le da más hegemonía social: la creación de puestos de trabajo. Es absolutamente irresponsable reducir la oferta pública de empleo en el momento actual. Y es asimismo evidente que son los países con más peso en el empleo público los que aparecen como los mejores en términos de bienestar social. El pagar pocos impuestos y bajos salarios no ha servido en cambio en España ni para garantizar empleo estable ni para generar una economía privada competitiva.
En tercer lugar empezar a plantear la necesidad de una reconversión ecológica de nuestra economía. Capaz de hacer frente al agotamiento (y encarecimiento) de recursos como el petróleo, de eludir una crisis alimentaria, de frenar la desertización… Capaz de garantizar a todo el mundo la satisfacción de necesidades básicas. Una reconversión de tal calibre que requiere un ambicioso programa a largo plazo de intervenciones diversas: tecnológicas, organizativas, sociales, culturales. Y que presupone generar nuevas fórmulas de cooperación social, pero también cambios en la modalidad y el funcionamiento de la esfera económica.
Y todo ello combinándolo con políticas de sostenimiento de rentas básicas. De apoyo a los procesos de reorientación productiva. De mantenimiento de la indexación de pensiones y salarios. Políticas que si por una parte impiden el deterioro de las condiciones de vida de la población por otra actúan como potentes mecanismos anticíclicos. Algo que suele ser omitido por los que siempre son partidarios de los recortes sociales en época de crisis (lo que no les impide ser demandantes de todo tipo de subvenciones y rebajas fiscales).
La crisis actual ha puesto en cuestión, una vez más, los dogmas de la escolástica del libre mercado y del crecimiento sin fin. Ha liquidado la confianza panglossiana a la que estaba limitado el debate económico. Pero si no empezamos por desmontar con firmeza sus dogmas, y no propugnamos cambios de enfoque general, corremos el riesgo de quedar soterrados por la aplicación de medidas que van a dejar incólumes las bases del modelo que nos ha llevado a la situación actual.
30 /
6 /
2008