La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
¿Hay un camino a la izquierda?
Acabó la cuaresma, pero no el tiempo de privaciones. En ningún campo esencial para la vida social se atisban razones para el optimismo.
I
En el terreno político lo único bueno es que el Partido Popular seguirá en la oposición. Pero la forma como se ha producido esta derrota le permitirá condicionar o bloquear reformas importantes. Y su potente aparato mediático e institucional —incluida la ultramontana Iglesia Católica— puede seguir marcando parte de la agenda política. El resultado electoral deja además otros indicios preocupantes. La izquierda —no sólo Izquierda Unida— queda en una situación parlamentaria irrelevante. El PSOE vuelve a tener como mayores aliados a los nacionalistas periféricos conservadores, a los que temo más por su derechismo que por su nacionalismo. Me atiendo a la historia pasada: los mayores impactos de los pactos con convergentes y peneuvistas se han producido en campos como la reforma laboral o la política fiscal (incluida la reforma del IRPF aprobada en la pasada legislatura). El resultado electoral parece haber sumido al PSOE en una nueva crisis de identidad al comprobar que su victoria se ha basado en la periferia (Catalunya, Euskadi, Andalucía), pero se ha perdido Madrid. Y para la elite política perder Madrid es perder el mundo. El vértigo puede llevar a un nuevo giro “españolista” (justificado por la necesidad de consenso en cuestiones de estado con el Partido Popular), que puede traducirse tanto en el reforzamiento de políticas derechistas como en tensiones en el interior del propio partido, especialmente con un Partit dels Socialistes Catalans necesitado de traducir su éxito electoral en ganancias tangibles para la ciudadanía que le vota. El PP ha fracasado en su intento de recuperar el poder, pero quizás ha tenido éxito en mover el espectro electoral hacia la derecha.
Buena parte de este movimiento ha tenido que ver con el nacionalismo, el español y el otro. El Partido Popular ha resistido gracias al crecimiento de votos en el centro (Madrid y Castilla la Mancha, en parte una periferia de Madrid), Murcia y el País Valencià. Y también ha sido en Madrid donde ha obtenido un cierto éxito entre las capas medias el recién nacido partido de Rosa Diez (captando votos en caladeros parecidos a los que en Catalunya llevaron a Ciutadans al Parlament). Posiblemente por razones distintas, en estas zonas ha calado el discurso de la quiebra del estado, del “chantaje” del nacionalismo periférico. Aunque en el caso de Levante es posible que el tema del agua haya jugado también su papel. Y el blaverismo valenciano obedece menos a una visión centralista del estado que al miedo a la hegemonía catalana. En todo caso refleja, especialmente en Madrid, que un sector amplio de las clases medias mantiene un poso de cultura conservadora muy fuerte y está predispuesta a apoyar a un proyecto reaccionario (y a creerse todas las mentiras que circulan por ahí) antes que ver en peligro su visión de la unidad nacional. No tan lejos de 1936. Pero, también en el otro lado las cuestiones nacionales han pesado, no solo en Catalunya —donde el voto masivo al PSC sólo puede entenderse como una reacción al temor que genera el Partido Popular— sino también en lugares como Aragón, donde el tema del agua genera el efecto inverso al de Murcia. El nacionalismo, el regionalismo, el localismo están vivos. Y deben ser considerados en cualquier proyecto que aspire a cambiar la situación. Incluso en aquellos que parten de un posicionamiento internacionalista o cosmopolita. Y en el corto plazo seguirán constituyendo un eje de tensiones y, probablemente, un factor de derechización social.
II
La situación va a marcar gran parte de la coyuntura social de los próximos años. Nunca tenemos datos suficientes para saber cuál es la profundidad y duración de la recesión. Porque en gran parte ésta depende de las acciones de los grandes agentes (empresarios, gobiernos, bancos centrales) cuyo comportamiento es difícilmente predecible. Pero los datos que existen apuntan a una situación grave, gestada en un largo proceso que daba indicios que nos encaminábamos a un nuevo desastre económico. La crisis inmobiliaria que está en el núcleo de la situación actual es el producto de una desaforada expansión en aquellos países que han estado a la cabeza del crecimiento reciente en el mundo rico (Estados Unidos, Reino Unido, España, Irlanda). Un hipercrecimiento que como todas las burbujas inmobiliarias acaba explotando.
En este caso la situación se agrava por el brutal crecimiento y complejidad del sector financiero. El principal beneficiario de las desregulaciones típicas de la etapa neoliberal y el principal promotor del boom inmobiliario. La crisis financiera actual es sólo una más en la sucesión de avatares financieros del periodo neoliberal. Pero su profundidad parece mayor, porque está asociada a un proceso de especulación masiva desarrollada en el núcleo central de las sociedades capitalistas desarrolladas. La sucesión de quiebras encubiertas de grandes entidades financieras y la masiva intervención de los bancos centrales (especialmente la Reserva Federal) muestran esa profundidad. Ya comenté en otra nota que es dudoso que la simple introducción de dinero sirva para evitar la recesión (el tradicional problema de la “trampa de la liquidez” que ya se mostró hace unos años en Japón), pero está al menos sirviendo de “cortafuegos” y evitando que la crisis se extienda en forma de colapso general del sistema financiero. Otra cosa es hasta qué punto estas medidas de urgencia van a suponer un cambio de orientación de las economías capitalistas, o si se trata, como parece, de meras medidas para ir tirando mientras se espera que la tormenta amaine.
En nuestro país la situación tiene características específicas, asociadas en parte a la posición particular de la economía española. El Gobierno no ha parado de decir que estamos tranquilos, aduciendo para ello la baja tasa de morosidad bancaria (aquí no se ha sido tan alegre en conceder créditos), el crecimiento del empleo de los últimos años y el buen estado de las finanzas públicas y de la Seguridad Social. Este cuadro optimista esconde, sin embargo, algunas cuestiones críticas clave. En los últimos trece años el país ha experimentado un fuerte crecimiento basado en gran medida en el impulso de la construcción. Mientras el papel de otros sectores ha sido bastante menos brillante, de lo que da buena cuenta el creciente déficit exterior, que indica que en el plano industrial el país ha perdido peso (y el análisis de las tasas de cobertura sectorial —la relación entre exportaciones e importaciones— muestra un deterioro generalizado de la industria española) y que el turismo ya no es capaz por sí solo de cubrir este vacío. Ahora la palabra de orden es que hay que cambiar de modelo, pasar del “tocho” a “la inteligencia”. Pero esto es más fácil de decir que de hacer.
Hay razones para ser escépticos sobre la capacidad de reconversión de la economía española. Con la integración europea y, sobre todo, tras la integración monetaria, se han perdido gran parte de los resortes políticos que han permitido a diversos países alcanzar un importante desarrollo tecnológico e industrial (aunque se trata de un libro discutible, en este aspecto es elocuente el texto de E. S. Reinert La globalización de la pobreza, Crítica): no hay autonomía ni en política arancelaria, ni en política de tipo de cambio, ni prácticamente en política industrial. Baste recordar la reciente pelea del Gobierno con Bruselas en materia de política energética. Muchas de las grandes empresas industriales son sucursales de grandes grupos multinacionales cuyas estrategias se definen por elementos que no suelen tener en cuenta los intereses locales. En este contexto las habituales referencias a la “economía del talento”, a la “I+d+i”, suenan más a mantras repetidos para alejar demonios que a propuestas específicas de acción política. Quizás el futuro nos depare una sorpresa, parecida a la que ha supuesto el increíble —por su duración temporal— boom inmobiliario que nadie habría previsto en 2004, y debamos así revisar el análisis. Pero parece más sensato pensar que entramos en una fase de enormes turbulencias.
Éstas pueden incluso poner en crisis al sector público, cuya expansión ha dependido sobre todo de los ingresos generados por el mismo boom inmobiliario. Y cuya voluntad de mantener un bajo nivel impositivo puede derivar en problemas cuando se esfuma el crecimiento. En el contexto político detallado en el punto anterior, podemos esperar que las dificultades se van a traducir en una vuelta a la derecha de una política económica ya de por sí conservadora. Ya sabemos que las últimas crisis han sido enormes coartadas para introducir desregulaciones del mercado laboral, recortes de impuestos a los ricos, privatizaciones… O para impulsar políticas de inversión pública que auguran nuevas agresiones medioambientales, como el ya anunciado plan del Gobierno de usar la inversión en infraestructuras como un mecanismo anticrisis, o la persistente presión del lobby nuclear.
Hay un factor adicional que dará a esta crisis una mayor tensión social. La recesión afecta sobre todo al empleo masculino y, especialmente, a los inmigrantes. La presión que los desempleados pueden ejercer sobre las prestaciones sociales, la visibilidad de hombres magrebíes o sudamericanos desocupados, las dificultades generales de empleo, pueden alentar un reforzamiento de las respuestas racistas y xenófobas que han estado latentes mientras se podía argumentar que no había competencia por los puestos de trabajo entre nativos y recién llegados.
III
La situación actual también está marcada por aspectos que tienen que ver con la crisis ecológica global. O al menos dan pistas de cómo va a desarrollarse. Ahí está el crecimiento del precio del petróleo y derivados. O la sequía, especialmente grave en Catalunya. Es posible que estemos sólo asistiendo a procesos coyunturales, pero cuadran sin duda con lo que podemos esperar del agotamiento de un recurso no renovable o del impacto del cambio climático. Y ello nos permite apreciar cuáles van a ser las líneas de respuesta. Empezando por la total carencia de planes bien definidos para hacer frente a estos problemas y las dificultades para adoptar respuestas adecuadas. Ya estamos empezando a asistir a las primeras manifestaciones de respuesta de los sectores directamente enfrentados al alza del gasóleo o al racionamiento del agua. Y a la demanda de nuevas infraestructuras. Y a las peleas interterritoriales (ahí no en clave nacionalista, sino como mera oposición de mundo rural y mundo urbano, una de las bases sobre las que se ha desarrollado algún movimiento opuesto a los parques eólicos), que siempre dan mucho de sí. O la ya citada ofensiva cultural de los pronucleares que se apuntan al apocalipsis para justificar la reintroducción de una energía que, tras Three Mile Island, Chernóbil (y Vandellós) parecía una pesadilla del pasado.
IV
Malos tiempos para la lírica. Peores porque faltan fuerzas sociales y mediaciones políticas para encarar estos problemas. Una crisis que no se limita a la crisis de representación política que significa el descalabro electoral de Izquierda Unida, sino que tiene que ver con el escaso peso de la izquierda en el plano del debate intelectual, con la fragilidad y debilidad de las organizaciones sociales y, a menudo, con la confusión y sectarismo que existe entre muchos de estos círculos. No es sólo un problema local, puesto que se trata de una crisis general que no parece remontar. No hay por tanto que esperar soluciones, por más que la urgencia de los problemas demande alternativas.
La crisis inevitable de Izquierda Unida puede ser un nuevo paso atrás de este proceso en caída libre. O convertirse en una nueva oportunidad para repensar todos los procesos. Al menos la actitud de Llamazares el día de las elecciones ha representado un gesto de dignidad (reconocer la derrota, abrir un proceso de debate y renunciar al liderazgo) que debería servir como apertura de esa reflexión. Una reflexión que además se da sin la presión que generan en las organizaciones políticas los ciclos políticos. La partida está en el tejado de las diferentes familias que forman el conglomerado político de IU-Iniciativa. En su capacidad de olvidarse de su sectarismo atávico y dar paso a un verdadero proceso de reforma. Capaz de realizar un balance autocrítico de su actuación.
Nadie duda que el sistema electoral y mediático está diseñado para el bipartidismo y para evitar que la izquierda tenga demasiado peso. Pero resulta evidente que los votos también se han evaporado por otras razones, empezando por las continuas batallas internas y diversas intervenciones políticas en años pasados (el sectarismo de las “dos orillas”) y presentes (el papel gubernamental de Iniciativa o Esker Batua quizás expliquen parte de los votos evaporados). No trato de buscar culpables. Simplemente subrayar que sin una evaluación sincera y completa es imposible crear nada nuevo y ahí todo el mundo tiene su parte de responsabilidad.
Difícilmente se saldrá de la crisis si el debate se limita a la militancia organizada. Para que haya un camino a la izquierda, aunque de momento solo sea un sendero, hace falta recomponer fuerzas y sumar energías. Y esto requiere un diálogo y una colaboración abierta con los sectores sociales que de alguna forma se inscriben en la izquierda. Y que en los próximos tiempos necesitarán de espacios en el que desarrollar una respuesta social a la avalancha de políticas y movimientos derechistas que nos amenazan.
28 /
4 /
2008