La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gerardo Pisarello
Venezuela en la encrucijada
El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, acaba de presentar a la Asamblea Nacional un proyecto de reforma de la Constitución de 1999. La propuesta llega tras las elecciones de 2006, en las que una amplia mayoría de la población renovó su apoyo al actual mandatario. Y persigue un objetivo explícito: avanzar en la construcción de un “socialismo bolivariano para el siglo XXI”. A partir de ahora, deberá ser discutida por el resto de instituciones venezolanas y por el conjunto de la sociedad.
La izquierda y, en general, los movimientos sociales que en diversos rincones del planeta luchan por la democratización de las relaciones políticas, económicas y culturales, deberían prestar atención a este debate.
En primer lugar, porque se trata de una propuesta hecha en nombre del “socialismo”. Durante siglos, este ideal ha aglutinado las esperanzas igualitarias y libertarias de millones de personas. Pero con frecuencia ha sido utilizado en vano, como demuestra la experiencia de las dictaduras burocráticas del Este y de no pocas socialdemocracias. Hay buenas razones, que van más allá de la fascinación por el “turismo revolucionario”, para atender al sentido que esta antigua aspiración está teniendo en el Sur y, a partir de allí, repensar las propias formas de hacer política.
En segundo término, porque se trata de un proyecto de transformación radical impulsado, no desde la oposición al gobierno sino desde el propio poder estatal. Esto es algo que en Europa no ocurre hace décadas. En América Latina no pasaba posiblemente desde la revolución sandinista de 1979. Aquí residen, en buena parte, las expectativas, aunque también las dudas, que despierta la “revolución bolivariana”.
La propuesta de reforma constitucional impulsada por el ejecutivo venezolano abarca múltiples aspectos cuyo análisis pormenorizado exigiría una nota más amplia. Grosso modo, se ocupa de tres cuestiones centrales difíciles de conciliar: a) una mayor democratización del poder político y económico; b) una mayor concentración de poder en el ejecutivo, desprovista de controles suficientes; c) la supeditación del papel de las Fuerzas Armadas a los objetivos anteriores.
Existen numerosos aspectos en la propuesta de reforma que, en efecto, apuntan a una profundización de la democracia política y económica en Venezuela. Muchos de ellos recogen figuras y experiencias novedosas que contrastan con la lánguida realidad de las democracias de baja intensidad vigentes en otros países del mundo.
Así, por ejemplo, junto a los ya existentes mecanismos de asamblea, consultas, revocatoria de mandatos, iniciativas legislativas y constituyentes, se da carta constitucional, entre otros, a los consejos comunales, obreros, de campesinos y estudiantiles. Asimismo, se potencian las cooperativas de propiedad comunal, las diferentes formas de autogestión y las “redes de productores libres asociados”.
Al igual que ocurre con las “Misiones” sanitarias, de alfabetización, o de prestación de servicios en general, muchos de estos instrumentos de participación ya existen en la práctica. Otros pretenden incentivarse desde la reforma. La idea de fondo es que la participación desde abajo pueda ir ganando el espacio que, todavía hoy, ocupa una Administración Pública y un sistema de partidos y sindicatos atravesados por la corrupción, el sectarismo y la lealtad hacia el régimen de la IV República.
Para hacer creíble este propósito, la reforma avanza en aspectos inconcebibles en el ámbito europeo. Se prohíben los monopolios privados y los latifundios. Se tutelan diversas formas de propiedad (pública, social, privada) en el marco de un socialismo con mercados (aunque no de mercado). Se elimina la “autonomía” del Banco Central; o se establece la jornada laboral máxima diurna en 6 horas diarias y 36 horas semanales. Este último aspecto, acompañado del reconocimiento del trabajo voluntario y doméstico y de la apuesta por un modelo de desarrollo progresivamente independizado del petróleo, no sólo carece de parangón en otros regímenes políticos. También constituye una salvaguarda contra variantes autoritarias del socialismo, basadas en proyectos de “industrialización forzosa” insostenibles desde el punto de vista ecológico y opresivos en términos humanos.
El problema, en realidad, es que estos instrumentos de democratización radical (de los que, por obvias razones, se habla muy poco en los medios de comunicación mayoritarios) aparecen ligados a una notable concentración de poder en manos del ejecutivo. La centralidad de la figura presidencial, como se sabe, es una de las debilidades del proceso venezolano. Lo deseable, sin duda, hubiera sido que el propio proceso se hubiera convertido en escuela de formación de nuevos y nuevas dirigentes, capaces de «mandar obedeciendo», durante tiempo limitado y sometidos a permanente escrutinio popular.
Sin embargo, la centralidad de la figura de Chávez es una realidad histórica del proceso bolivariano. Para bien y para mal, Chávez no es Salvador Allende. Su retórica, a menudo distorsionada por el filtro que de ella realizan los grandes medios de comunicación, puede resultar ajena a los códigos culturales de muchos militantes de la izquierda alternativa, sobre todo en Europa. Sin embargo, hoy por hoy desempeña una función simbólica y material sin la cual el proceso venezolano y las conquistas populares que el mismo ha implicado, correrían el riesgo de naufragar. En primer lugar, porque Chávez es visto como un límite efectivo a los poderes oligárquicos internos y a los poderes imperiales externos. En segundo lugar, porque, al menos hasta ahora, ha actuado como catalizador del protagonismo democrático de los sectores populares. Finalmente, porque ante la ausencia de sistema de partidos, de sindicatos o de movimientos articulados, ha operado como salvaguarda contra un repliegue nacionalista o contra una degradación burocrática del propio proceso.
Ahora bien, si el fortalecimiento de la figura presidencial puede verse como una condición histórica del proceso revolucionario, la concentración de poder en sus manos es un serio obstáculo para su profundización democrática.
El ejemplo más obvio es el de la reelección indefinida, uno de los puntos básicos del proyecto de reforma y el que ha desatado las iras de la oposición y de los grandes medios extranjeros. No hay duda de que la reelección del ejecutivo comporta una lesión del principio republicano democrático de periodicidad de las funciones. Esa lesión, sin embargo, no es grave si se establecen instrumentos adecuados de control. En los sistemas parlamentarios, el propio control de la Asamblea legislativa es, al menos en términos teóricos, uno de sus instrumentos. En los sistemas presidencialistas, las posibilidades son varias: no permitir más de un cierto número de mandatos, como ocurre en Estados Unidos, o prever mecanismos revocatorios, como en Venezuela misma. Pero hay un mecanismo obvio, por lógico: la reducción del mandato presidencial. El proyecto de reforma venezolano incorpora, junto a la propuesta de reelección, la de ampliación del mandato a 7 años ¿Por qué? ¿No ganaría acaso en legitimidad si la propia Asamblea sugiriera que junto a la admisión de la reelección se mantuviera el mandato presidencial en 6 años, e incluso se redujera a 5 o 4?
Lo mismo ocurre con otras facultades que el proyecto atribuye al presidente de manera casi discrecional: la creación de “Autoridades Militares Especiales” por razones estratégicas y de defensa; la nominación de gobernadores y autoridades municipales; la coordinación del resto de poderes; o la determinación de la cuantía de las reservas monetarias excedentarias. La ausencia de definición de muchos de estos de términos se presta a usos claramente arbitrarios, sobre todo cuando no se establecen mecanismos adecuados de control, como la intervención de la Asamblea, de otros órganos institucionales o de la propia ciudadanía.
Confundir el fortalecimiento de la auctoritas presidencial con la concentración de poder y la supresión de controles es un error. Por razones ético-políticas y por razones históricas. Una de las trágicas lecciones que arrojan las experiencias “socialistas” del siglo XX es que el mismo poder que puede ser herramienta de democratización y de erradicación del despotismo privado puede, sin límites y controles adecuados, convertirse en fuente de nuevos despotismos y de frustración popular.
Y ello no depende sólo de lo que el líder pueda hacer o no. Tiene que ver con las conductas que el cesarismo sin límites genera en el resto de cuadros dirigentes y en el conjunto de la población: desde el culto a la personalidad a la inhibición del debate y de las voces más críticas, pasando por el sectarismo, la delación o la promoción de los burócratas de aparato.
En el caso venezolano, esta deriva sería especialmente peligrosa si acabara por contagiar el propio papel de las Fuerzas Armadas en el conjunto del proceso. Cualquiera que conozca mínimamente la coyuntura venezolana sabe el destacado papel que han tenido las Fuerzas Armadas en el desbaratamiento del golpe de Estado de 2002 así como en la puesta en marcha de programas sociales con frecuencia saboteados desde la Administración Pública tradicional.
Precisamente por eso, resultaría imprescindible fortalecer la conciencia y el sentimiento constitucional de las mismas, protegiéndolas contra toda deriva pretoriana o sectaria. La propuesta de reforma no incide suficientemente en este punto. Es evidente que la erradicación de privilegios y la supresión de formas de propiedad oligárquicas obligaría a cualquier régimen socialista democrático a plantearse el espinoso tema del uso de la violencia pública.
Sin embargo, una de los puntos fuertes de la Constitución de 1999 es precisamente la condena que realiza de los delitos de lesa humanidad y de las violaciones graves a los derechos humanos, que son calificados como imprescriptibles. Mantener la primacía de la lógica de los derechos humanos sobre cualquier lógica belicista sería una manera de reforzar una característica que ha dado enormes credenciales ético-políticas al proceso bolivariano: la de encarnar una revolución pacífica y democrática, que sólo se arma a efectos defensivos y nunca con fines meramente represivos del adversario o con objetivos imperialistas.
La legalidad socialista no puede ser una carta blanca otorgada a ningún poder constituido, por más revolucionario que asegure ser y por más lúcidos y honestos que sean los individuos que lo encarnan. El poder coactivo del Estado es una bestia que necesita bozales, para que las dentelladas supuestamente dirigidas contra los dominadores no acaben devorando a todos: opresores y oprimidos, opositores y disidentes, hasta alcanzar incluso a quienes creen controlar las riendas.
Muchos de los tics cesaristas-plebiscitarios que contiene la propuesta presidencial de reforma constitucional podrían corregirse, salvando así las credenciales democráticas y pluralistas del socialismo bolivariano. De esa manera, el propio proyecto ganaría en legitimidad y podría presentarse como un intento de profundización, y no de abandono, de la “democracia participativa y protagónica” consagrada en la Constitución de 1999.
La dirigencia venezolana y los movimientos populares que sostienen el actual proceso político han dado sobradas muestras de inteligencia y coraje como para no advertir la importancia de que la revolución siga siendo «bonita». Ojalá puedan conjurar, también en esta encrucijada, los peligros que se ciernen sobre ella.
10 /
2007