La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquín Dodero Curtani
Enfermos mentales, discapacitados y orden público
Una reciente intervención de los Mossos d’Esquadra en una “crisis” de un enfermo esquizofrénico se saldó con la muerte del mismo, causándole, a su vez, heridas de bala al padre del fallecido.
El interés periodístico sobre el suceso, según puede comprobarse en la crónica de los hechos recogida por los diferentes medios de comunicación, se centró en comprobar si la muerte del enfermo fue o no un acto de legítima defensa de la policía y sobre los antecedentes policiales del enfermo.
Al parecer, no hay nuevos motivos de preocupación que añadir acerca de la impecable y eficaz actuación de los Mossos: la muerte se produjo tras una cadena de rocambolescos sucesos: un policía resbaló al tratar de reducir al enfermo, cayéndose al suelo, momento en el que el enfermo se le abalanzó provisto de un pico, por lo que aquél procedió a repeler la agresión mediante el uso del arma —esta vez, a diferencia del caso de las manifestaciones de “okupas”— reglamentaria.
Poco más que añadir según el brillante criterio de nuestra audaz clase periodística: como el enfermo tenía antecedentes policiales, al parecer estaba sentenciado de antemano. Caso cerrado, con un lacónico y recurrente epílogo: “la muerte del enfermo fue el fruto de un desgraciado y lamentable suceso”. Ni una sola investigación sobre la actuación y el por qué fueron apartados del primer plano del escenario de los hechos los servicios de urgencias médicas, ni indagación alguna sobre el estado y el funcionamiento de la red de servicios de salud mental para enfermos crónicos.
La pasividad absoluta ha sido la respuesta de la clase política catalana. Me refiero tanto a los responsables políticos de Interior y Salud, como a la oposición. Ni una sola declaración, investigación o iniciativa sobre lo acaecido. La muerte del enfermo no parece suscitarles ninguna reflexión política, ni tan siquiera una sombra de duda sobre el funcionamiento de los servicios públicos de salud mental, lo acertado del tratamiento que reciben las crisis de los enfermos mentales crónicos y lo adecuado de los sistemas de prevención de las mismas. Pasados unos meses del suceso, la Sindicatura de Greuges ha denunciado las carencias de la atención en salud mental en Cataluña, sin que de momento se conozca respuesta pública alguna de la Consellera de Salut.
Como en casos similares, los únicos obligados a aceptar el fracaso de la actuación de los poderes públicos —admitamos que la muerte del enfermo es un fracaso— serán sus familiares. También, como ya es costumbre social arraigada en este tipo de sucesos, las asociaciones de familiares de enfermos mentales y algunos psiquiatras de la red pública han sido los únicos en proponer al Conseller Saura medidas para evitar la repetición de hechos similares.
Al parecer, un criterio tan ecosocialista como el de la normalidad que ha presidido las 702 intervenciones en casos similares a lo largo del 2006, y por lo tanto la falta de justificación del coste económico de las medidas propuestas, es el que ha empujado al Conseller de Interior a rechazar la adopción de medidas tan razonables como la revisión del protocolo de actuación de la policía en estos casos, la necesidad de una formación específica de los mossos que deban intervenir en este tipo de casos (analizado su programa de actividades formativas, se puede comprobar que no hay un solo curso sobre esta materia) y la eliminación de los uniformes de policía y logotipos de los coches policiales en este tipo de casos, ya que está comprobado que estos signos externos aumentan la agresividad de los enfermos mentales en crisis.
Los enfermos mentales crónicos, los discapacitados mentales y sus familiares pueden estar tranquilos: en casos similares los poderes públicos, catalanes y españoles, tienen al menos dos soluciones que ofrecerles: o bien la intervención de la policía, con el riesgo de desenlaces tan desafortunados como el que nos ocupa —que no es un hecho singular de la policía catalana, basta leer la crónica diaria de sucesos para cerciorarse de ello— o bien la cárcel.
Según datos aportados en el VI Congreso nacional de sanidad penitenciaria organizado por la Sociedad Española de Sanidad Penitenciaria, celebrando en noviembre de 2006, el 8% de la población reclusa (65.066 presos el año 2006) padece una enfermedad mental grave y el 40% tiene trastornos mentales y de personalidad. Igualmente, según reconocía la Directora General de Instituciones Penitenciarias del Ministerio de Justicia al periódico ABC en noviembre del 2006, en las cárceles españolas hay más de 700 discapacitados mentales, 200 de ellos con más del 65% de discapacidad (según datos en poder del Ministerio de Justicia incluso hay casos del 98% de discapacidad).
La Directora General subrayaba la causa: “las comunidades autónomas cerraron los psiquiátricos, y los discapacitados psíquicos están en la calle hasta que montan una gorda. No hay un sitio dónde mandarles. Desde luego, el lugar para estas personas no es un centro penitenciario, pero están mejor atendidos y cuidados que en la calle”.
En Cataluña, según se reconoce en un folleto del Departamento de Salud, el 0,77% de la población reclusa de las cárceles catalanas es discapacitada mental. La Conselleria de Justicia no dispone de datos sobre enfermedad mental y población reclusa, y si los tiene, no son de conocimiento público, según ha podido comprobar quien escribe estas letras. En su Centre d’Estudis Jurídics no hay estadística alguna sobre esta materia, salvo un estudio de Centre de Menors L’Alzina, el cual demuestra que el 80% de los allí recluidos tienen importantes problemas de salud mental.
Así, la falta de una red de servicios de salud con recursos y calidad adecuada, amenaza con convertir los problemas de salud mental y la población con enfermedades mentales crónicas, es decir un grave problema social, en problemas de orden público que recibirán un tratamiento de orden público.
Algo más se debería estar haciendo desde la “política” para enfrentamos a un problema social que irá en aumento en los próximos años, ya que las proyecciones de la OMS estiman que el año 2020 el 25% de la población mundial estará afectada por problemas de salud mental.
Los apologistas del estado de derecho y sus soluciones deberán reconocer que frente a los casos de enfermos mentales crónicos y personas con discapacidades, el estado de derecho, la actuación del poder judicial y la utilización del sistema penitenciario no son la panacea, pues plantean unos cuantos rotos y no pocos descosidos: como ha reconocido la Fiscalía General del Estado en su memoria anual, “el delincuente enfermo mental plantea problemas de muy difícil solución no sólo en lo que se refiere al enjuiciamiento de su conducta y valoración de su imputabilidad, sino también en lo relativo a la selección de la reacción penal que su conducta merece y a la ejecución de la pena o medida de seguridad que en su caso le corresponda cumplir”.
Por todo ello, las soluciones deberán buscarse en el terreno de las políticas sociales, y los poderes públicos deberían remediar con urgencia las carencias de la precaria red de servicios de salud mental pública, dotándola de más plazas para ingresos hospitalarios de larga estancia, mas recursos comunitarios, de pisos asistidos para enfermos crónicos, servicios de atención domiciliaria a enfermos crónicos, incremento del número de equipos psicoterapéuticos (tanto los dirigidos a adultos, como los dirigidos a niños y jóvenes), centros rehabilitadores y servicios de reinserción sociolaboral para enfermos mentales crónicos, tal como demandan, entre otros muchos, la “Associació de Familiars de Malalts Mentals de Catalunya”, la Asociación Española de Neuropsiquiatría, el Síndic de Greuges, el Defensor del Pueblo español y el Defensor del pueblo andaluz.
Una ingente labor que requiere una inversión pública importante, ya que supone cumplir con retraso las prescripciones del artículo 20 de la Ley General de Sanidad de 1986 para hacer efectiva la plena integración de las actuaciones relativas a la salud mental en el sistema sanitario general y de la total equiparación del enfermo mental a las demás personas que requieran servicios sanitarios y sociales, es decir, hacer efectivo a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud reconocido por el articulo 43 de nuestro Constitución, de cuyo ejercicio resultan excluidos los enfermos y discapacitados mentales por falta de recursos.
9 /
2007