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Especulación y corrupción

Los sucesos de la asamblea de Madrid han vuelto a poner en el primer plano de la escena política el tema de la corrupción y su relación con la cuestión urbanística. Un tema recurrente en la historia socio-política de nuestro país y del que nos hemos ocupado diversas veces en mientras tanto. Habitualmente cuando salta el tema el debate suele centrarse en dos cuestiones: la honradez de los políticos profesionales y la financiación de los partidos políticos. Dos cuestiones sin duda relevantes. Sin gente honrada y dispuesta a servir los intereses colectivos es imposible desarrollar una política de izquierdas, o incluso un mínimo proyecto reformista. Sin una transparencia total en la financiación de los partidos y una limitación de sus gastos la corrupción constituirá la normalidad. Pero con ser importantes estas cuestiones, tienen el efecto de hacernos perder de vista aspectos importantes de la cuestión y la perversidad de hacer recaer casi exclusivamente en la esfera política la responsabilidad de una situación que tiene en sus mayores beneficiarios a capitalistas que nunca se someten a ningún mecanismo democrático.

La corrupción política es posiblemente un mal endémico allí donde el mercado es indefectiblemente político, o sea donde las instituciones públicas deciden una parte importante del negocio: suministros públicos, urbanismo, telecomunicaciones, etc. El auge de la corrupción va precisamente asociado a las políticas neoliberales que han sustituido la intervención pública directa por la creación de «mercados intervenidos» por vías muy diversas: subcontratas, concesiones, regulaciones. (Aunque el espacio de la criminalidad de la empresa privada no se limita a su intersección con el sector público, el escándalo de las contabilidades falsificadas de las grandes empresas estadounidenses se ha desarrollado completamente en el espacio del mercado privado.) Discutir de corrupción debería conllevar también discutir sobre política económica y neoliberalismo.

Más allá de las cuestiones genéricas el affaire Tamayo tiene sin duda mucho que ver con rasgos estructurales de la economía y la sociedad española. El papel motor que en nuestra economía juega la construcción es indudable desde, por lo menos, los años sesenta, cuando el despegue de los procesos de urbanización incontrolada y del turismo sentaron las bases para desarrollar un sector en el que las ganancias relativamente rápidas van de la mano de las operaciones políticas. Y puede observarse la existencia de una línea de continuidad entre el urbanismo especulativo de los años sesenta y la fase actual. Una línea en la que a veces han cambiado las formas y los mecanismos pero donde se ha mantenido una continúa presión por favorecer por diversos medios el despegue del sector: urbanismo permisivo, promoción fiscal, grandes planes de infraestructuras (clave para entender la lógica del Plan Hidrológico Nacional). Sólo a principios de los ochenta, con la llegada de los nuevos ayuntamientos democráticos (muchos de ellos con partidos de izquierda) se trató de poner orden en este maremagnum, pero pronto se volvió a las andadas cuando la crisis del empleo (en la primera mitad de la década de los años ochenta se destruyeron unos setecientos mil puestos de trabajo en el sector) y la renacida capacidad de presión del sector volvieron a convertir el desarrollo urbano en uno de los motores del desarrollo local.

El crecimiento del sector ha jugado un papel crucial en el, al menos aparente, éxito del PP en materia de empleo. En el sector se han creado más de un millón de puestos de trabajo netos en siete años, y ello quizás sirva para entender parte del arrastre electoral del PP (o fenómenos como el GIL, particularmente en zonas de desarrollo urbanístico descontrolado, como es el caso de Baleares o la costa andaluza. Y se trata además de un sector donde las posibilidades de medrar operan a diversos niveles. En la cúspide están las grandes constructoras, verdaderas máquinas de absorber recursos públicos de mil y una forma (obra pública, urbanismo, gestión de servicios públicos e infraestructuras) y con conexiones claras y estables con el poder político. Por poner sólo dos ejemplos ACS, la empresa de «Florentino», tiene como socio principal al grupo March cuya historia de amor con el franquismo es proverbial; Ferrovial, se creó en los años sesenta para ejecutar obra pública, justo cuando el Opus Dei accedía al poder y su propietario, Rafael del Pino, tenía a su primo López de Letona en el Gobierno. Pero por debajo de estos hay una enorme «clase media» de promotores, actuando a escala local, autonómica, con conexiones directas con sus respectivos poderes públicos y beneficiarios directos de políticas locales. Basta analizar la nómina de los presidentes de fútbol, desde primera a regional, para darse cuenta del papel que juegan. Sin olvidar a la banca, la gran beneficiaría del negocio (los créditos hipotecarios son, en todo el mundo, los más rentables y seguros) aunque con su capacidad de no aparecer directamente en el juego. Por ejemplo nadie ha advertido que el encarecimiento de la vivienda ha sido paralelo a la caída de los tipos de interés y el aumento del valor de los créditos ha permitido a la banca recuperar con creces lo que hubiera dejado de ganar en un mercado con precios estables e intereses reducidos.

Discutir de corrupción es pues discutir de nuestra entera estructura social, incluyendo el tipo de empleo y la cultura de la vivienda. Y realizar una política de izquierdas no sólo debería consistir en hablar de honradez y trasparencia, sino también en avanzar propuestas orientadas a reducir nuestra «tochodependencia», ampliar la esfera de actuación pública y eliminar las vías de reproducción del sistema (políticas de ordenación del territorio, fiscales, etc.). Una operación en absoluto sencilla, pues enfrente se va a oponer el núcleo duro de la clase dominante y su amplia red de alianzas. Pero una respuesta necesaria si de verdad se quiere luchar contra el cáncer de la corrupción y el deterioro ambiental y social del país.

7 /

2003

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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