¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Facundo Solá González y Sergio Tamayo Leiva
El acoso inmobiliario como vulneración del derecho a la vivienda
El acoso inmobiliario es un fenómeno extendido en las grandes urbes y sus extrarradios consistente en un conjunto de prácticas de hostigamiento llevadas a cabo por propietarios de inmuebles —con o sin la mediación de sociedades inmobiliarias— cuyo destinatario es el legítimo poseedor de éste y el objetivo de las cuales es que el sujeto afectado abandone su domicilio y renuncie a cualquier derecho que le pudiera corresponder en virtud de su título posesorio. Así, es frecuente que las personas afectadas por dichas prácticas vean cómo los propietarios de los inmuebles, además de negarse a realizar las obras de conservación del edificio necesarias, practiquen cortes en los suministros de agua, electricidad o gas, produzcan averías intencionadas en las instalaciones comunes de los edificios, provoquen ruidos nocturnos o inundaciones e incluso se nieguen a recibir el pago de las rentas arrendaticias para poder demandarles por impago e instar el desahucio.
El conocido mediáticamente como mobbing inmobiliario constituye unas de las más flagrantes manifestaciones de la violencia inmobiliaria, práctica que no es nueva en las ciudades industrializadas y cuyos orígenes se remontan al blockbusting de los años sesenta en los Estados Unidos, con el eco de fondo de las tensiones raciales producidas a raíz del éxodo masivo del campo a la ciudad de la población afroamericana después de la segunda guerra mundial. No obstante, el caso español presenta una configuración propia cuyos cimientos jurídicos se asientan en el RDL 2/1985 —Decreto Boyer—, aprobado meses antes del ingreso de España en la Unión Europea, y cuyo magma socioeconómico se inserta en el marco de una economía en la que la plúmbea huella del ladrillo ha hecho crecer a España, en la última década, a índices superiores a la media europea (mientras se está a la cola en investigación, desarrollo, productividad, etc.).
El Decreto Boyer, en cuya exposición de motivos figuraban como dos de sus objetivos “reducir la presión al alza de los alquileres con beneficio para el propietario y para el arrendatario” y “satisfacer las necesidades de vivienda a una generación de jóvenes”, supuso la modificación de la LAU de 1964, ley franquista que curiosamente contemplaba un régimen ampliamente tuitivo para los arrendatarios —con posibilidad de prórrogas forzosas de los contratos de arrendamiento y amplias facultades de subrogación de los parientes más próximos al arrendatario—. Además, el RDL 2/1985 dio lugar a una actualización de las rentas arrendaticias que no resultaba de obligatoria aplicación a los contratos de arrendamiento realizados al amparo de la antigua normativa. El resultado fue que la gran mayoría de los arrendatarios con contratos anteriores a 1985 se acogieron a la posibilidad que se les ofrecía de conservar la renta antigua y de que ésta se incrementase progresivamente a índices notablemente inferiores a los de mercado.
En el actual panorama inmobiliario español, la posibilidad de mantenimiento de las condiciones contractuales pactadas al amparo de la normativa arrendaticia de 1964 es vista por ciertos sectores de propietarios como un retén a sus actividades especulativas, razón por la que deciden llevar a cabo esa serie de conductas que suelen tener como destinatarios colectivos que por razones de índole social, económica, cultural o por cuestiones de edad o salud se encuentran en situaciones de especial vulnerabilidad.
Las prácticas de mobbing pueden ser vistas desde dos perspectivas jurídicas no excluyentes: como incumplimientos contractuales o como ilícitos penales. Los incumplimientos contractuales vienen constituidos básicamente por la no ejecución de las obras necesarias para el mantenimiento de la vivienda por parte del arrendador (art. 107 de la LAU de 1964 y artículo 21.1 de la LAU de 1994), lo cual concede al arrendatario la posibilidad de ejecutar las obras con cargo al arrendador (art. 115 y 116 de la LAU de 1964 y art. 21.3 LAU de 1994). Cabe resaltar que los incumplimientos contractuales del arrendador se producen con la aquiescencia omisiva de la Administración, que está obligada a promover las obras necesarias para garantizar la habitabilidad de las viviendas, ejecutando, si es preciso, las medidas coercitivas necesarias para ello; en Cataluña estas obligaciones aparecen contempladas tanto en el Reglamento de Urbanismo (arts. 29, 253 y 254), también de aplicación en el resto del Estado, como en la ley catalana 24/1991 de Vivienda (arts. 8.2 y 30).
Desde un prisma jurídico-penal, las prácticas de acoso inmobiliario pueden ser calificadas como un delito de atentado contra la integridad moral contemplado en el artículo 173.1 del Código Penal, que sanciona a quien infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, o como un delito de coacciones (172.1 CP), pudiendo aplicarse una agravante genérica por abuso de superioridad (22.2 CP) en casos de notorio desequilibrio entre las partes.
Independientemente de que consideremos estas prácticas desde una u otra perspectiva jurídica, lo cierto es que el mobbing inmobiliario constituye la vulneración de la quizás más iridiscente de las facultades ínsitas al derecho a la vivienda: el derecho a la seguridad en la tenencia. No es, por ello, válido aquí el discurso que pretende afirmar que los derechos de contenido eminentemente social como los habitacionales son derechos graciables que dependen de la política prestacional o económica del gobierno de turno, pues incluso desde los postulados del liberalismo clásico pueden identificarse disfunciones en la tutela de los derechos habitacionales que suponen vulneraciones de principios básicos del Estado de derecho tales como la seguridad jurídica o la obligación del Estado de someterse a las leyes que él mismo crea, incluida la normativa que obliga a la administración a intervenir en las relaciones inter privatos en las que concurre parte débil.
Los derechos habitacionales constituyen, en la medida en que entroncan con derechos considerados, desde una perspectiva constitucionalista-juridicista, como derechos fundamentales stricto sensu (los contenidos en la Sección Primera del Capítulo II del Título I, tales como el derecho a la intimidad, a la integridad física y moral, o al libre desarrollo de la personalidad), un elemento esencial en la construcción de los derechos de ciudadanía. Reconocida constitucionalmente (art. 47 CE78), en la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 25.1) y en Tratados Internacionales ratificados por España como el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 8.1) o el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (art. 11), la tutela efectiva del derecho a la vivienda debe pasar de forma inextricable por la intervención pública y por una actitud diligente de los operadores jurídicos —jueces, notarios, registradores, etcétera—, que deben eliminar cualquier resquicio de complicidad con este tipo de conductas. Evidentemente, dado que el mundo no se reduce a lo jurídico y a los juristas, también es indispensable el activismo y la labor pedagógica de las entidades cívicas, asociaciones, colectivos y ciudadanos que han hecho de la denuncia del acoso inmobiliario su bandera.
7 /
2007