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Albert Recio Andreu

Alcorcón en cada barrio

Hay ciudades y barrios que sólo son noticia de página de sucesos. Allí donde vive el grueso de la clase trabajadora: ciudades y barrios engordados en cada oleada de crecimiento capitalista. Y su fenómeno asociado de inmigración. Áreas que nunca aparecen en las recomendaciones turísticas, ni en las de actividades culturales ni celebraciones festivas. Componen una geografía de la crónica negra y de la revuelta inclasificable. Sólo en unos pocos momentos históricos sus acciones han adquirido una valoración política —como en el pasado el movimiento vecinal español del período de la transición, o más recientemente la revuelta de El Alto, la tercera ciudad más populosa de Bolivia, difícil de encontrar en la mayoría de mapas—. Eso ocurre de tanto en cuanto, pues lo que predomina es la imagen de un espacio dominado por la irrupción espontánea de la violencia irracional. Ahora los focos se han trasladado a Alcorcón, la cuarta ciudad en población de la Comunidad madrileña.

El periodismo siempre está necesitado de titulares llamativos: ahí tienen un filón. Y como lo más fácil es buscar analogismos, la referencia actual es la “guerra” de los coches quemados en la banlieue parisina del año pasado. No se pueden negar ciertas similitudes (tipo de barrio, presencia de inmigrantes, etc.). Pero es discutible alargar más los paralelismos, sobre todo si ello acarrea respuestas erróneas.

En Seine Saint Denis no se trató de una revuelta de inmigrantes. Los jovenzuelos que quemaban coches y escuelas y se enfrentaban a la policía eran nacidos en Francia y, probablemente de nacionalidad gala. Su revuelta no era tanto un conflicto convivencial sino una respuesta, todo lo inmadura que se quiera, a una sociedad en la que se ha enquistado un nuevo-viejo modelo de clasismo: el que separa a la gente según su color, sus creencias religiosas o su origen nacional. El núcleo racional de su denuncia es el reconocimiento de la existencia de una desigualdad intolerable en una sociedad cuyas instituciones les habían prometido la igualdad de oportunidades y el progreso general. Es, en términos marxistas, un reconocimiento de las iniquidades reales allí donde impera la igualdad formal. Fue, en definitiva, una revuelta contra el estatuto de “meteco” que en parte considerábamos una curiosidad de las sociedades “clásicas” y que hoy constituye una situación generalizada en todas las sociedades desarrolladas.

En Alcorcón las cosas han sido diferentes. Se trata de una combinación de conflicto juvenil clásico con una respuesta de corte racista. El origen es una trifulca sentimental combinada con una pelea entre bandas. Nada nuevo bajo el sol. Cualquiera que haya vivido en una barriada obrera o popular ha tenido contacto con este fenómeno de las bandas juveniles, de sus infantiles, y a veces peligrosas, luchas territoriales, sus métodos de adscripción personal, su omnipresente culto a las respuestas violentas. Hay buen cine (por ejemplo la coppoliana Rumble Fish o el clásico Rebelde sin causa de Ray) y buena literatura (por ejemplo El día del Watussi, la recomendable trilogía de Eduardo Casavella sobre mi ciudad de los prodigios) que exploran este territorio. Nada nuevo bajo el sol, a no ser la incapacidad de generar otras dinámicas sociales, otros modelos de comportamiento.

Lo realmente significativo de Alcorcón ha sido que este enfrentamiento se ha traducido en una pelea racista, en la que la extrema derecha ha vuelto a meter la baza que ha podido y donde, a lo que parece, quienes realmente se han “revuelto” han sido los de la etnia celtibérica. El conflicto parece más cercano a los pogroms que no a la revuelta de la desesperanza. Y es que si bien el conflicto ha estallado por una nimiedad su historia ha crecido en un cultivo de leyendas urbanas de corte racista que uno puede oír un día sí y otro también (el de que “no hay derecho que unos extranjeros nos cobren por jugar en la cancha de baloncesto” suena igual que el muy extendido “estos chinos que tienen el apoyo municipal para quedarse con las tiendas del barrio”, o “estos ecuatorianos que han colapsado la seguridad social” —por motivos familiares en los últimos años he sido un asiduo visitante del mayor centro hospitalario de la ciudad, ciertamente he visto a bastantes mujeres latinoamericanas en las consultas, pero la mayoría en función de acompañantes-cuidadoras de ancianos locales—).

Ciertamente aquí hay un grave peligro. La transformación de los roces cotidianos que generan las aglomeraciones urbanas en conflicto étnico. Su explotación por la derecha, no sólo la minoritaria de los skins, sino la más tradicional de la ley y orden. La que tiene intereses materiales y políticos en negar el estatus de ciudadanía a los extranjeros pobres. Evitar este tipo de procesos debería ser una cuestión crucial para la izquierda. Y hay experiencias que indican que no se trata de una tarea imposible, pero sí laboriosa. El primer paso para ello es el de confinar los problemas en una dimensión tratable, esto es situar los diferentes problemas de convivencia en el nivel en el que se plantean originariamente. En segundo lugar, se requiere generar dinámicas colectivas que impulsen el quehacer cotidiano de los jóvenes —siempre más expuestos a entrar en dinámicas de alta tensión— hacia proyectos más creativos y convivenciales. Y en tercer lugar, es necesario cortocircuitar la generación de estereotipos racistas con todo tipo de informaciones y experiencias alternativas.

Para llevar a cabo estas prácticas sin duda hacen falta medios: centros culturales, educadores sociales, ayudas a proyectos juveniles, etc. Y es ésta una demanda que debe exigirse a la Administración. Pero hay otros dos elementos cruciales que no dependen sólo de recursos y en los que es necesaria una política social. El primero tiene que ver con la existencia de un amplio activismo social que intervenga desde ángulos diversos como impulsor de actividades, mediaciones, dinámicas que contrarresten las tendencias al conflicto. El segundo es la generación de culturas profesionales en los gestores y agentes públicos que intervienen en estos territorios comprensivas de las diferencias y las desigualdades, y favorables al desarrollo de propuestas inclusivas. Se trata en ambos casos de una tarea organizativa y cultural, orientada tanto a generar procesos de auto-organización como a cambiar las culturas burocrático–elitistas que a menudo proliferan en el mundo de los profesionales públicos. Es posible que sea una misión imposible, para una izquierda debilitada y reducida a un discurso bastante vacío de experiencias concretas. Pero presumo que es un campo donde persisten algunas experiencias alentadoras y donde se juegan algunos aspectos esenciales para el futuro social. Lo de Alcorcón puede pasar en cada barrio o ciudad. Sobre todo si no intentamos mover conciencias y esfuerzos porque en cada uno no se desarrollen iniciativas en otra dirección.

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2007

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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