La diferencia fundamental [de la cultura obrera] con la cultura de los intelectuales que tan odiosa me resultaba es el principio de modestia. El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque, se podría decir, reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un tipo que no se ha enterado que uno muere, e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar… esas gilipolleces del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante.
Aquí nos vemos
Alfaguara,
Barcelona,
219 págs.
Antonio Madrid
Es éste un libro de ciudades y lugares (Lisboa, Ginebra, Cracovia, el barrio londinense de Islington, Le Pont d’Arc, Madrid), y de reflexiones ligadas a lo vivido en ellos. Escrito en primera persona, habla de deseos y añoranzas, de preguntas sin respuesta acabada, de vivencias personales que son a su vez vivencias que precisan la participación del compañero al que no se ve desde hace tiempo, de la madre muerta, del deseo incumplido…
Las presencias y las ausencias que también se hacen presentes, aunque sea en la forma de “heridas de la memoria que nunca se curan”.
Con mirada de artesano, se fija en lo que tiende a pasar desapercibido. Ralentiza el tiempo, abre los ojos, los poros de la sensibilidad. Sigue enseñando a mirar.
12 /
2006