La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Luna de marzo
«Alto el fuego permanente» de Eta: creíble, en principio
Hay motivos para dar crédito a la declaración de “Alto el fuego permanente” de Eta: los tres años sin atentados mortales, las tomas de posición por el fin de la lucha armada de presos etarras altamente significados, la esterilidad de la estrategia terrorista de la organización, su debilitamiento, la pérdida de apoyo político de la “izquierda abertzale”. O el cambio de lenguaje: ya no tregua, sino “alto el fuego permanente”, y la no mención de condiciones previas. Parece que puede abrirse un período en el que Eta busque de veras abandonar su estrategia de recurso a las armas y reinsertar a sus gentes en un sistema de relaciones dialógico.
Obstáculos al proceso de pacificación
Quizá sea el menor la existencia de un auténtico cuerpo de ejército de vigilantes privados armados que ahora quedarán en paro en el País Vasco. Podemos suponer que las autoridades sabrán qué hacer ante esta dificultad menor, pero no excluyamos las sorpresas: hay que saber situarlas, si se producen, en su lugar.
De mayor calado es la posibilidad de escisión de la propia organización Eta y de la izquierda abertzale. Que puede producirse ante cualquier obstáculo aparentemente insalvable o por impaciencia. Ni siquiera el Ira, el ejército republicano irlandés, que ya ha avanzado mucho en el sentido del abandono de la violencia, ha quedado a salvo de este peligro. Pues en el ideologizado mundo de la lucha armada —y en el por otra parte cómodo mundo del que vive sin necesidad de trabajar en el sentido corriente de esta palabra— no resultará fácil adaptarse a un debate político en el que los objetivos propios sigan siendo lejanos —las gentes de la izquierda tenemos una amarga experiencia de eso— y a una vida civil nada fácil de vivir. La posibilidad de rupturas y desgarrones en el universo abertzale no está excluida. Por eso tampoco hay que excluir la posibilidad de avances y retrocesos en el proceso de pacificación antes de llegar a la reconciliación y a la paz con naturalidad.
¿Palos en las ruedas?
Parece que el PP va a aceptar el protagonismo del Gobierno en la interlocución con Eta. Pero no ha dejado de poner palos en las ruedas del proceso de pacificación de Euskadi, y no es del todo esperable que deje de hacerlo en el futuro. He aquí un inventario de sus actuaciones en los últimos tiempos:
Cuando estuvo en el Gobierno, y ante el dudoso resultado del macroproceso a Batasuna instruido por Garzón, una especie de “causa general” insostenible, obtuvo la ilegalización del brazo político de ETA mediante la aprobación de la ley de partidos que tenía a aquella formación como único destinatario. Luego se obstinó en atribuir a ETA los atentados del 11 de marzo, contra toda evidencia, y ha seguido haciéndolo durante años. En la oposición, sin querer registrar que ETA había dejado de realizar atentados mortales, rompió el pacto antiterrorista, del que se había beneficiado en el Gobierno, al negarse a secundar la política del Gobierno de ZP. El PP ha buscado la ilegalización del llamado “Partido Comunista de las Tierras Vascas” sin conseguirla. Ha promovido en la sociedad, mediante declaraciones constantes, la sed de venganza, al objeto de inmovilizar al Gobierno actual con ataduras ideológicas. Ha atizado la consigna dudosamente constitucional del “cumplimiento íntegro de las condenas”; ha instrumentado para ello a alguna asociación de víctimas del terrorismo y ha sacado a la gente a la calle contra la prudente política del Gobierno actual. Ha movido contra él a sus peones en el Consejo General del Poder Judicial. Ha obtenido finalmente la repugnante sentencia del Tribunal Supremo que, por la vía de la interpretación de la ley, amplía las penas de prisión efectiva haciendo añicos el principio garantista de la irretroactividad de la ley penal desfavorable. El PP ha afirmado el principio, negador en la práctica de toda solución negociada, de “ninguna concesión política”, cuando es evidente que todo puede ser visto como concesión política, incluso un simple caso menor de indulto o un traslado de presos.
El PP ha buscado ganar posiciones entre el electorado con este política: ha tratado de ganar emocionalmente para sí la repugnancia de todos contra el terrorismo. Sostiene los recortes a las libertades que han ido de la mano de la lucha contra el terrorismo: una ley especial antiterrorista que amplía los períodos de detención y cercena las garantías jurídicas de los detenidos; un tribunal especializado, anómalo en un estado de derecho, como es la Audiencia Nacional; normas penitenciarias especiales para condenados por terrorismo; una ley de partidos antidemocrática; una política penal del ojo por ojo. En definitiva, el mantenimiento de medidas autoritarias para las que es argumento la existencia del terrorismo.
Al Partido Popular no parece importarle cerrar vías de salida a la situación de violencia. Y también él se puede dividir a este respecto, o dividirse su electorado, pues ha de virar tras cabalgar desbocado. Queda además la duda de que pueda permitirse el éxito de la política de su principal alternativa: la del partido socialista y sus aliados.
¿Qué podemos hacer las gentes corrientes?
Debemos buscar la vía de regreso a una legalidad democrática e intentar ponerle un bozal jurídico e ideológico al Estado, nuestra bestia colectiva. Es preciso buscar la derogación de la ley de partidos y de la ley antiterrorista. Es preciso luchar por las garantías de la integridad física de las personas detenidas y de los presos. Hay que exigir el desmantelamiento institucional de la Audiencia Nacional. Hay que exigir garantías, y no sólo racionalidad, ante las medidas de vigilancia policial contra los atentados terroristas, y a la vez el abandono de misiones militares en las que no se nos ha perdido nada, como la presencia de tropas españolas en Afganistán, donde sus funciones no son precisamente las de una Ong, que pueden atraer hacia España el rencor islámico.
Si alguien nos incita a no olvidar, debemos entonces recordarlo todo: no sólo los atentados y asesinatos de Eta, repugnantes en sí mismos, o los asesinatos internos de esa organización, y sus secuestros y extorsiones: también los años en que el euskera estuvo prohibido, las insuficiencias políticas de la transición, las largas penas de prisión impuestas y cumplidas, la guerra sucia bajo los gobiernos de Suárez y González. Recordar a los etarras Lasa y Zabala torturados hasta la muerte y enterrados en cal viva, las denuncias de torturas nunca investigadas y tantas otras historias de nuestra triste historia: los asesinatos de la extrema derecha durante la transición y los numerosos muertos por disparos de la policía en ese período. Sobre estas víctimas ha caído el manto del olvido. A quien nos incite a no olvidar hay que exigirle recordarlo todo.
La pacificación no exige el olvido, pero sí, en cambio, la liquidación del deseo de venganza para hacer posible tanto la convivencia civil como la controversia política que desactiva la violencia armada.
Debemos poner como ejemplo la generosidad de la izquierda en la transición. En el País Vasco y en toda España, donde las víctimas del terrorismo de Eta han sido muchas, y principalmente gentes humildes: simples policías, soldados conscriptos, ciudadanos corrientes, y no sólo políticos y militares profesionales, funcionarios de un Estado que a fin de cuentas debería ser nuestro, estar a nuestros pies y no por encima de nuestras cabezas.
4 /
2006