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Joaquim Sempere

Las caricaturas de Mahoma

Con el asunto de las famosas caricaturas del Jyllands-Posten parece que no está bien visto sostener que fueron provocativas y que no debieron haberse publicado. “¡Esto es ceder al chantaje terrorista, es el principio del fin de nuestra libertad de expresión!”, proclaman los guardianes de la corrección política. Pero en las semanas que han seguido al escándalo, en el fragor de la vociferación fanática en las calles de muchos países donde viven musulmanes, la prensa ha publicado casos múltiples de restricción de la libertad: en casos concretos en que unos u otros, periodistas o directores de periódicos, jueces o políticos, han aceptado o se han autoimpuesto restricciones relativas a temas “sensibles” cuando se podían herir sensibilidades religiosas (cristianas o judías), atentar en exceso contra la intimidad de las personas o —por tomar un caso que afecta muy de lleno a la política española— dejar en mal lugar la figura del rey de España. Primera observación, pues: conviene no rasgarse hipócritamente las vestiduras.

Tal vez los responsables del periódico danés no pensaron que sus caricaturas tendrían efectos tan considerables. Me cuesta creer, en cambio, que ignoraran los efectos locales, pues en Dinamarca hay una población musulmana. ¿Hubo provocación hacia esa comunidad? Hay razones para pensar que sí: el periódico es de derechas con precedentes xenófobos. En Europa, y no sólo en Dinamarca, hay gentes dispuestas a atizar el odio al extranjero, y sobre todo si es musulmán. Un procedimiento eficaz para lograrlo es dar motivos para que los musulmanes más convencidos o más fanáticos reaccionen, y mejor si lo hacen de maneras extemporáneas. Así queda en evidencia que islam es sinónimo de fanatismo e intolerancia, que es incompatible con nuestros valores y que, por lo tanto, su presencia en Europa es un quiste maligno que hay que extirpar.

Cuesta más pensar que el periódico danés previera que la onda de choque llegaría hasta Indonesia y encendería todo el mundo islámico. En todo caso, lo que cuenta son los efectos reales, no sólo las intenciones. La hostilidad hacia Occidente que existe entre muchos musulmanes es un dato, que algunos occidentales se empeñan en atribuir al rechazo por esos musulmanes de valores humanistas cruciales de Occidente. Prefieren ignorar que llevamos más de un siglo y medio de historia de desencuentros debidos sobre todo a las intromisiones abusivas, colonialistas, violentas y prepotentes de gobiernos occidentales. Podemos remontarnos a 1841, cuando la Gran Bretaña frustró la experiencia modernizadora (escolarización, industrialización, etc.) de Mehmet Alí en Egipto, iniciada en 1805, lanzando el sultanato turco contra este gobernante para frustrar la naciente industria de la hilatura mecánica egipcia, entonces superior a la italiana o española: Egipto quedó reducida —tras un intento modernizador endógeno— a proveedora de algodón en rama a la industria británica. De ahí en adelante, Francia, Gran Bretaña, Italia y, luego, Estados Unidos, han intervenido con conspiraciones, intervenciones militares, fijando las fronteras con regla y compás tras la derrota del imperio turco en 1918, poniendo y sacando gobernantes o corrompiéndoles, etc. Esos países, desde Marruecos hasta Pakistán y Afganistán, se sienten humillados y ofendidos. Las gotas que han colmado el vaso han sido Palestina e Iraq, con su Abu Ghraib y su Guantánamo.

A los defensores de la libertad de expresión en Occidente habría que recordarles que la libertad de expresión en los países árabe-islámicos merece también ser defendida. Allí está mucho más amenazada que entre nosotros. Nuestra libertad de expresión se defiende también allí. En Argelia, Egipto, Jordania, Arabia Saudí, Marruecos, Malasia e Indonesia han sido reproducidas las caricaturas de Mahoma, y esto ha costado cierres de ediciones, multas y encarcelamientos. Y no es la primera vez que la prensa libre sufre persecución. En esos países existe una opinión ilustrada, que lucha en condiciones muy difíciles —cuando no imposibles— contra regímenes autoritarios y contra opiniones cada vez más hostiles debido a la presión fanática de líderes y comunidades religiosas. El episodio de las caricaturas es una pésima manera de apoyar los esfuerzos aperturistas. Se añade a la suma de agresiones políticas, económicas y simbólicas de las que son víctimas esas sociedades y que generan, como autodefensa, unas reacciones identitarias basadas en la autoafirmación religiosa que aprovechan los sectores más antimodernos para reforzar su influencia sobre las masas.

¿Por qué hace treinta años no se hablaba de fundamentalismo islámico y ahora es un fenómeno avasallador? ¿Cómo es posible que en Palestina haya ganado las elecciones Hamás, cuando hace treinta años no había ni un solo partido religioso influyente? No hay más explicación que la humillación persistente, exacerbada por las situaciones de Palestina e Iraq. El diagnóstico de Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaciones” se está convirtiendo en una profecía autocumplida. Provocar a unos fanáticos es fácil. Pero es irresponsable olvidarse de quienes tratan de liberarse de los fantasmas del pasado, de los Salman Rushdie y Naguib Mahfuz y otros amenazados de muerte, de una Salima Ghezali, amenazada en Argelia por integristas y militares del gobierno, de tantas mujeres luchadoras y tantos y tantos educadores, periodistas, escritores, etc. a los que cada provocación occidental pone más contra las cuerdas, retrasando una evolución laicista y democratizante que germina en muchas mentes. De hecho, nuestro interés político como europeos y como demócratas debería centrarse en el desarrollo de esos gérmenes. Porque un mundo árabe-musulmán desarrollado y democrático, libre de la presión agresiva de Occidente, sería mejor garantía de paz y erradicación del terrorismo que lo que existe hoy.

Finalmente: las amenazas contra las libertades en Occidente no provienen principalmente de fuera, sino de dentro. Véase la Patriot Act de EE.UU. y los intentos de Blair y otros gobernantes europeos de restringir las libertades con la coartada de luchar contra el terrorismo, que por otro lado fomentan con sus políticas en Oriente Medio.

3 /

2006

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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