Skip to content

José Luis Gordillo

Sobre el ignominioso artículo 8

El artículo 8 de la Constitución es consecuencia y reflejo de la función política que los militares desempeñaron durante la transición. De la misma forma que, según ese artículo, son ellos los custodios armados del ordenamiento constitucional —una función que necesariamente exige decidir cuál es la frontera entre lo constitucional y lo inconstitucional— también fueron ellos los que establecieron entonces los límites de la reforma del franquismo. Hay una relación directa entre dicho artículo y el comunicado del Consejo Superior del Ejército, hecho público el 12 de abril de 1977 para protestar por la legalización del PCE, en el que se señalaban los asuntos que no podían ser objeto de negociación: unidad de España, monarquía, bandera de los vencedores de la guerra civil, “buen nombre” de las FF.AA. y tutela militar de la reforma, de la cual el comunicado, en sí mismo, era una prueba fehaciente. Más tarde, cuando ya se había aprobado la Constitución, cuando comenzaba el rodaje del “Estado de las Autonomías” y cuando todavía no se había decidido cuál debía ser la ubicación exacta de España en el bloque militar occidental, el Ejército impulsó una reconducción del sistema político en la dirección señalada por los poderes nacionales e internacionales. Lo hizo mediante el pronunciamiento del 23-F. En éste unos hicieron de policías “malos” y otros de policías “buenos”. Entre ellos discutieron, se engañaron, negociaron y, salvo en unos pocos casos, se acabaron perdonando los unos a los otros tras haber alcanzado los grandes objetivos en los que todos estaban de acuerdo.

El redactor del artículo 8 —y ardoroso defensor de su inclusión en la Constitución en los debates constituyentes— fue Miguel Herrero de Miñón. Este miembro de la Comisión Trilateral y brillante jurista es ahora Letrado Mayor del Consejo de Estado y forma parte de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1976 y 1977 fue Secretario General Técnico del Ministerio de Justicia y, como tal, colaboró muy activamente en la elaboración de la primera Ley de Amnistía, de la Ley para la Reforma Política y de la Ley electoral que, con algunos retoques, continúa vigente. También fue diputado por UCD, por Alianza Popular y por el Partido Popular, así como uno de los “siete padres” redactores de la Constitución. Su nombre apareció como posible ministro de educación en la lista del non nato gobierno del general Armada, esto es, del gobierno que debía alumbrar el 23-F y que nunca vio la luz por culpa de la obcecación y cortedad de miras del teniente coronel Tejero.

En los debates constituyentes, Herrero defendió la introducción del artículo 8 en el Título preliminar, con la consecuencia de que su reforma o supresión sólo se puede hacer por el complicadísimo procedimiento del art. 168. Lo justificó afirmando que en España el Ejército no sólo era un cuerpo de la administración, sino “algo más” (y esto lo dijo, seguramente, lanzando una mirada de complicidad a su auditorio). Herrero ha escrito varias veces sobre ese artículo. La última, en El País del pasado 23 de enero. Ahí repitió sus argumentos de siempre, alguno de los cuales son, desde una perspectiva democrática, de esos que se llaman de Pero Grullo. Dijo, por ejemplo, que según la Constitución es el Tribunal Constitucional quien, en último término, debe dirimir la constitucionalidad o inconstitucionalidad de cualquier cambio legislativo realizado de acuerdo con los cauces legales. O bien, que el Ejército siempre debe estar sometido al poder civil porque es el gobierno, a tenor de lo prescrito en el art. 97, quien dirige la política militar incluso en el supuesto que se declare el estado de sitio. Pero, junto a ello, introdujo de refilón otra cuestión que ha pasado desapercibida a la mayoría de comentaristas y tertulianos. Herrero recordó que cuando el gobierno estuvo secuestrado durante el 23-F, el Ejército “bajo el mando supremo del Rey (art. 62h) estuvo a la altura de las circunstancias para restablecer, de inmediato, el orden constitucional amenazado”. Con ello Herrero hacía alusión, como quien no quiere la cosa, a que el artículo 8 tiene una relación directa con la Corona. En efecto: el rey, en tanto que Jefe supremo militar, también forma parte de ese Ejército que es “algo más” y cuya misión interna es custodiar las esencias de la Constitución. Otro artículo de la misma, el 61, remacha el clavo encargando explícitamente al rey la función de “hacer guardar” la Constitución. Pero entonces ¿qué tipo de relación jerárquica existe entre el gobierno elegido por el parlamento y ese Comandante en Jefe no elegido democráticamente por nadie que también es Guardián de la Constitución? Si fuera de subordinación, como se debería deducir del artículo 97, el rey sería un soldado más al servicio del poder civil y cuando va vestido de militar se debería cuadrar ante el presidente del gobierno y decirle aquello de “a las órdenes de usía”. ¿Alguien ha visto alguna vez una escena semejante? Nunca hemos visto nada parecido ni lo vamos a ver. Herrero siempre ha dicho que, según la Constitución, el rey comparte el mando efectivo del Ejército con el gobierno, pero no está subordinado a él. Los detractores de la tesis de Herrero en la doctrina constitucional, sin atreverse a afirmar que el rey-soldado le debe obediencia al gobierno (a quien por otro lado, rizando el rizo, él debe moderar y arbitrar), han intentado remendar el desgarrón antidemocrático que es el artículo 8 afirmando que, en realidad, el mando militar del rey no es efectivo sino “honorífico”. Se trata de un parche muy mal cosido que, a lo largo de un cuarto de siglo, ni siquiera ha conseguido alcanzar el estatus de doctrina legal. En la última Ley de Defensa Nacional, aprobada a finales de 2005, se repite que el rey es el mando supremo de las Fuerzas Armadas, pero no se aclara si es “honorífico” o “efectivo”, algo que perfectamente se podía haber hecho. Como ha escrito en otra parte Herrero de Miñón, el rey ejerció durante el 23-F una jefatura militar muy efectiva con el aplauso de casi todo el mundo. Y el 23-F (o mejor dicho: la “versión oficial” de ese acontecimiento) es el hecho que dio legitimidad al rey a los ojos de la mayoría de la población.

Que este país tiene pendiente un debate sereno y racional sobre la vertebración y distribución territorial del poder político, es algo evidente desde hace muchos años. Como también lo es que la discusión pública generada por el proyecto de nuevo Estatuto catalán ha estado muy lejos de reunir tales características. Las condiciones ambientales no han permitido discutir en serio sobre naciones, competencias, reparto del dinero público o sobre si UDC y el “sector negocios” de Convergencia reclaman más soberanía fiscal para que los empresarios catalanes paguen más o menos impuestos. El momento sociopolítico no es propicio para ello y, además, para muchas personas de buena fe (dejando de lado, pues, a los cínicos y a los canallas) en los últimos meses no se ha discutido sobre la estructura deseable del poder político, sino sobre algo más huidizo, inaprensible y emotivo: la identidad, las raíces culturales, los sentimientos de pertenencia, la propia autoestima, etc. A finales de enero, lo que se avista en el horizonte es un cierre en falso de ese debate y un final político que no se prevé feliz para la izquierda catalana (como, por otra parte, viene siendo habitual desde la muerte de Franco). Si los dioses no lo remedian, la finca catalana volverá a ser administrada en breve por quienes se consideran sus legítimos propietarios y son los beneficiarios de leyes electorales hechas a su medida, a saber: por los patriotas del 3%.

Ahora bien, harina de otro costal es la irrupción en la escena de los militares diciendo, directa o indirectamente, que de todo eso no se puede ni hablar porque a ellos les parece inconstitucional, que es lo que vino a decir el teniente general Mena cuando invocó el artículo 8. Hay que tener en cuenta que después de Cataluña viene el País Vasco y que allí la vieja cuestión de la distribución territorial del poder está aderezada con asesinatos, sangre, torturas, amenazas, vidas destrozadas y centenares de presos. Esto permite prever un incremento de los exabruptos y las bajas pasiones. En consecuencia, vale la pena no relegar al olvido la reciente polémica sobre el artículo 8, así como el dato de que fue el rey, vestido de Capitán General, quien clamó antes que el prejubilado Mena por la “indivisible unidad” de una cosa muy rara llamada “patria”.

2 /

2006

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

+