La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gerardo Pisarello
Los guardianes del “civismo” y el derecho a la ciudad
La cruzada contra el “incivismo” emprendida por el Ayuntamiento de Barcelona ha puesto en evidencia algunas de las inercias que el capitalismo global está generando en diferentes ciudades del planeta. Entre las más visibles, la privatización del espacio público y la criminalización de las diferentes formas de exclusión social y de disidencia político cultural que dicho proceso genera.
Pensada para apaciguar una interesada construcción mediática y política de la “inseguridad” y del “desorden”, la ordenanza municipal proyecta una idea del “civisimo” discriminatoria y autoritaria. Ciertas conductas y prácticas, ligadas a las necesidades de los colectivos más vulnerables de la ciudad o a usos del espacio público diferentes a los predispuestos por las burocracias municipales o por el mercado, son hipervisibilizadas y perseguidas. Otras, provocadas por la actuación abusiva de la propia administración o por actores privados considerados “respetables”, se mantienen en cambio en una privilegiada zona de penumbras.
Como en las viejas leyes de vagos y maleantes, se persiguen con saña la mendicidad, la prostitución callejera o el trabajo informal. Pero nada se dice sobre las condiciones de exclusión y explotación que los hacen posibles. Se condenan actividades lúdicas o festivas en el espacio público que se incentivan cuando es el gran mercado quien las asume. Se censura el patinaje, pero no la insostenible cultura del coche privado. Se reduce el incivismo al botellón, las pintadas o la orina en la calle. Ni una línea, sin embargo, para la especulación urbanística, la contaminación acústica a gran escala o el mercantilizado turismo de masas publicitado por la propia administración.
La ordenanza recrea así un imaginario del “mal ciudadano” al que van a parar, sin diferenciación alguna, inmigrantes pobres, grafiteros, trabajadoras sexuales o trileros. El especulador rampante, el explotador sin escrúpulos o el instigador de un consumo voraz e irresponsable, obtienen discreto cobijo bajo un manto de silencio. Para unos, el estigma, la sanción sin proporción y la intervención policial discrecional. Para otros, la respetabilidad, la tolerancia y la subvención.
Estas medidas de “populismo punitivo” no pueden interpretarse como un simple arranque autoritario o como un provisional gesto electoralista. Son el reverso, a escala local, de un modelo antisocial y antiecológico de apropiación del espacio público que exige mantener a raya a los excluidos y disciplinar la discrepancia cultural, estética y política. La globalización capitalista lo incentiva con celo similar en Londres, Nueva York, Buenos Aires o México D.F. Pero sus aliados se reclutan no sólo entre la derecha neo-victoriana sino, como muestra el caso de Barcelona, entre importantes sectores de la izquierda tradicional.
Este modelo de apropiación, gestión y control del espacio urbano es un ataque al corazón mismo de lo que el filósofo marxista Henri Lefebvre llamó “el derecho a la ciudad”. Reivindicarlo supone rechazar la idea de la ciudad como un reducto para la “privatopía” y asumirla, por el contrario, como una obra colectiva, conflictiva y cotidiana. En esas luchas concretas por ciudades igualitarias y plurales, sostenibles y no alienadas, se juega, por lo demás, la suerte de cualquier programa internacionalista a la altura de los tiempos.
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2006