¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Giménez Merino
El crimen de San Gervasio como síntoma
El execrable crimen de una antigua secretaria de dirección caída en desgracia por tres jóvenes de un buen barrio de Barcelona, en una sucursal de La Caixa, tiene visos de convertirse en un nuevo culebrón informativo (“La investigación de un crimen”, titula La Vanguardia su cobertura del suceso). No es el primer caso de este tipo que conocemos: el mismo juzgado que lo instruye ya investigó la muerte de un ghanés quemado vivo en la Nochebuena de 2002. Pero esta vez, la procedencia social de los delincuentes, la existencia de imágenes grabadas y el propio salvajismo del delito han provocado una atención periodística superior. En la conciencia colectiva flota una tímida pregunta: “¿qué habremos hecho mal?”.
Hechos como éste provocan inmediatamente rabia, estupor y aun sorpresa. Pero lo auténticamente sorprendente es que sean tratados aisladamente en la crónica de sucesos de los informativos, donde comentaristas de todo pelaje especulan sobre el móvil para mantener viva la llama de la noticia durante algún tiempo. Periodistas y “expertos” muestran una aparente incomprensión ante comportamientos tan abominables, como si no supieran realmente cuál es el problema. Y a fin de cuentas, la manta de una “culpa colectiva” acaba por ocultar el problema real para dejarnos a todos con las manos limpias.
Se ha hablado bastante de la procedencia social de los muchachos pero no tanto de sus aficiones por los videojuegos, las fiestas, o las motos, que no difieren mucho de las del resto de jóvenes de las metrópolis consumistas. Los medios de comunicación que ahora se sorprenden por este crimen forman parte del negocio, en cuanto instrumentos de la industria de la evasión y de la competición en la que se socializan los jóvenes y sus familias. Por eso no pueden, en realidad, colocar la noticia más allá de la crónica de sucesos (o de la discusión sobre medidas represivas como las que puede traer el anteproyecto de reforma de la Ley Penal del Menor, otro síntoma de la incapacidad social para dar respuesta al problema cultural de fondo).
El asesinato del barrio de San Gervasio pone en evidencia que la criminalidad es hoy un fenómeno difuso, no exclusivo de sectores sociales deprimidos o de mafias. Forma parte de la aculturación consumista que se ceba, sobre todo, en los jóvenes desposeidos de raíces culturales no meramente superficiales. Desde esta lógica se pueden leer otros fenómenos como la violencia y el fracaso escolares, las palizas y vejaciones que sufren cotidianamente los inmigrantes pobres, o explosiones de violencia como la de los suburbios parisinos atestados de más jóvenes insatisfechos y desarraigados. Y también otras noticias de estos días.
Por ejemplo, los organismos oficiales encargados de la Salud informan que el número de abortos en España aumentó un 73 % de 1994 a 2004 (entre los 20 y 29 años se han duplicado los casos; y casi lo mismo entre los 15 y los 19) y que en Cataluña se han recetado más de 79.000 píldoras postcoitales de octubre de 2004 a octubre de 2005. Esto pone en evidencia que, año tras año, el aborto —practicable sin dificultad en centros privados— y las píldoras de emergencia son tomados como métodos anticonceptivos normales por decenas de miles de jóvenes, y no como prácticas extremas de consecuencias indeseables, sobre todo en mujeres adolescentes.
Hace treinta años, Pasolini ya nos advertía sobre la creciente infelicidad de los jóvenes —hoy padres— socializados en el mundo contemporáneo. Sus Escritos corsarios y Cartas luteranas se referían a una criminalidad difusa e interclasista en la Italia embarcada en el grupo de los países más ricos y polemizaba sobre la libertad sexual sin educación sexual, signos a su juicio inequívocos de un cambio de época. Pedía a la prensa y a los políticos, como hoy hay que hacerlo más que nunca, que no trataran estos fenómenos como una suma de hechos aislados, que no rehuyeran la búsqueda de una lógica común que nos convierte a todos en responsables de tanta infelicidad.
Toda crítica será inútil si no nos interrogamos por nuestra parte individual de responsabilidad. Si no nos distanciamos radicalmente de este mundo que socializa a los jóvenes mediante conductas exógenas homologadas por los audividuales, conviertiéndolos en infelices, cuando no en criminales. Si no nos preguntamos si merece la pena priorizar la atención sobre la identidad nacional antes que sobre la fragmentación de las raíces comunitarias que está por debajo de la honda insatisfacción juvenil: algo que no pueden hacer prensa, radio y televisión, ni tampoco los políticos alejados de la calle.
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2006