¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joaquim Sempere
Niños soldados y negocios
El misionero javeriano español Chema Caballero acaba de recibir el Premio Internacional Alfonso Comín 2005 en Barcelona por su labor de acogida y rehabilitación de niños soldados de Sierra Leona. Este país ha sido escenario durante muchos años de una guerra civil que enfrentó el gobierno de Freetown con milicias autóctonas. Por el centro de acogida dirigido durante tres años por Chema Caballero han pasado unos tres mil niños de ambos sexos, la gran mayoría varones.
Su testimonio es estremecedor. La esperanza de vida en Sierra Leona, que en 1992 era de 42,4 años, ha descendido aún más durante los años subsiguientes de guerra civil. La población, pues, es muy joven. Escasean los adultos, de modo que los grupos armados ven en la infancia una cantera más asequible de soldados. Además, los niños son maleables y dóciles. Secuestrados a la edad de entre 6 y 12 años, son llevados a los campamentos, donde se les tiene unos meses como sirvientes, para darles a continuación formación militar. Sigue la fase decisiva de su “adiestramiento” como soldados: ir a su poblado de origen y cometer allí crímenes que los convertirán en indeseables para su propia familia y comunidad. El crimen más cruel que se les obliga a cometer es el asesinato de su propio padre o de alguno de sus hermanos o familiares próximos (sic). Además, se les obliga a quemar cosechas y destruir viviendas del poblado donde han nacido. Se manipula su inmadurez psicológica y su sentido ético aún vacilante. Sometidos a la droga, ejecutan estas atrocidades, de modo que quedan alienados de sus familiares y convecinos, solos en el mundo, creándose entre ellos y el “comandante” que les ha empujado al crimen un lazo de dependencia muy fuerte, una variante del síndrome de Estocolmo (a menudo llaman “papá” a su comandante). No tienen a nadie más en el mundo. Son convertidos, así, en máquinas de matar y torturar dóciles, libres de inhibiciones morales. Se dedicarán luego, en las acciones de guerra, a cortar manos y piernas, a arrancar ojos y orejas, a matar. Manejarán con destreza el machete o las armas de fuego ligeras. Serán la “fiel infantería” de una guerra atroz.
Las niñas, por su parte, no son convertidas en guerreras, sino en esclavas sexuales, y sometidas a toda clase de vejaciones y violaciones. Los propios niños soldados, muy precoces en África, practican esas vejaciones con sus compañeras, pero también los mandos de mayor edad.
En el centro Saint Michael, en el interior del país, Chema Caballero y sus colaboradores han acogido a más de tres mil de esos niños y niñas, y con paciencia infinita han conseguido rehabilitar a una mayoría de ellos. Tres de ellos han conseguido alcanzar el nivel educativo suficiente para poder ingresar en universidades del Reino Unido. El milagro de esta rehabilitación tiene que ver con el esfuerzo para encontrar en el propio país familias que acepten prohijar a esos niños, aunque no es nada fácil: muchas comunidades y familias víctimas de esos pequeños criminales no han sido capaces de perdonar. La otra pieza es el amor ofrecido a los niños, la paciencia para esperar un proceso interno de reconstrucción de la propia personalidad que es muy lento. Otra es inducirles a hablar de sus fechorías para que experimenten una catarsis psíquica. Los resultados son sorprendentes. Caballero cuenta que el tiempo y la paciencia son decisivos. Algunas ONG han fracasado por haber ido a trabajar allí con un calendario preestablecido. La ONU hizo una vez más un triste papel erigiendo un tribunal de crímenes de guerra al que se pretendía someter a los niños soldados (iniciativa que no se llevó adelante por el sentido común del fiscal designado al efecto).
La gran desgracia de Sierra Leona es su riqueza: su riqueza en diamantes. Los grandes traficantes (encabezados por De Beer, entre otros) son los clientes de la minería de los diamantes. Lo que ellos pagan financia tanto una parte del presupuesto militar estatal como el de las milicias armadas, que controlan otras partes del territorio donde hay minas de diamantes. El otro sector del negocio es el de los traficantes de armas. En este tipo de guerras los fabricantes de armas tienen un mercado suculento, sobre todo los de armas ligeras, entre los que destacan los españoles (empresas privadas y públicas, como Santa Bárbara). Chema Caballero lo denunció sin tapujos entre las venerables paredes del Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona y en presencia del alcalde de la ciudad, resaltando la responsabilidad de los sucesivos gobiernos españoles.
El círculo se cierra: detrás de la insoportable barbarie de la guerra civil de Sierra Leona (y de todas las guerras del continente africano) están los negocios de los diamantes, el coltan, el petróleo, el molibdeno y tantas materias primas que se requieren para hacer funcionar nuestros ordenadores, teléfonos, automóviles y otras comodidades, y que nuestros industriales, solícitos, nos ofrecen a buen precio. Occidente recoge los beneficios del negocio y las comodidades con que luego atraerá a los jóvenes africanos hacia las vallas de Ceuta y Melilla. África, por su parte, pone el horror infinito de los verdugos y de las víctimas de la mutilación, la tortura y la muerte. ¿Hasta cuándo toleraremos esta intolerable destrucción de África?
12 /
2005