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Mariano Maresca

La restauración de la razón de Estado

Se ha utilizado la expresión golpe de Estado para referirse a la actual invasión de Irak y quisiera argumentar cómo el uso de esa terminología no sólo es riguroso desde el punto de vista histórico sino que, además, incluye un ingrediente analítico de enorme ­y siniestra, ciertamente­ utilidad.

En el siglo XVII la expresión golpe de Estado tenía un sentido muy distinto al que hoy le damos: designaba «acciones audaces y extraordinarias que los príncipes se ven obligados a ejecutar en el acometimiento de las empresas difíciles y rayanas en la desesperación, contra el derecho común y sin guardar ningún orden ni forma de justicia, arriesgando el interés de los particulares por el bien general». Esa es la definición que da de golpe de Estado Gabriel Naudè en 1639, en sus Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, el último tratado que, aun cubriéndose con el distanciamiento escéptico propio de los libertinos eruditos, expone los términos en que la doctrina de la razón de Estado habilita a los gobernantes para actuar al margen o en contra de la ley e incluso con violencia sobre las personas (per potentia absoluta, y no per potentia ordinata, como en el gobierno de los asuntos comunes). Se entiende a la perfección la expresión golpe de Estado usada en el sentido de Gabriel Naudè: es el Estado, o el Príncipe, el que conspira contra el Derecho, y no ­como hemos dado en entenderla luego­ alguien que no detenta el poder y conspira o se conjura para usurparlo. Y así entiendo yo el uso que se hace hoy de la expresión: Bush, Blair y Aznar han retrocedido hasta el siglo XVII ­es decir, a dos siglos antes del Estado de Derecho­ para restaurar aquella vieja doctrina de la razón de Estado y de esta manera encontrar una habilitación del crimen o golpe de Estado que han resuelto perpetrar.

De hecho, en sus desagradables intervenciones en el Parlamento, Aznar ha echado mano de todo el repertorio de recursos autorizados en su época por la doctrina de la razón de Estado: la mentira, la disimulación, la ocultación, el secreto y, sobre todo, el argumento de la necesidad. La necesidad es el recurso supremo porque de él se deduce la no responsabilidad del Príncipe por los crímenes que él comete u ordena cometer. Como dijo Aznar, «Había que tomar una decisión»; y nadie es responsable de hacer lo que no podía no hacer. De modo que el escándalo que producen las mentiras, las medias verdades y la callada por respuesta con que Aznar suele obsequiar al Parlamento no debe quedarse en la protesta por la mala educación y el desprecio sistemático del adversario: lo realmente escandaloso es que Aznar, Bush y Blair ponen su modo de gobernar bajo la advocación de una doctrina como la de la razón de Estado que sólo sirve hoy para lo mismo que en el pasado: para habilitar a los gobernantes como delincuentes sin responsabilidad.

Es importante recordar que la época de la doctrina de la razón de Estado es la Europa del siglo XVI y buena parte del XVII, es decir, antes de la teoría del contrato social. ¿Qué significa esto? Para los teóricos de la razón de Estado, el objetivo de la acción de gobierno es la conservación del poder del Estado, y en esa época eso equivalía a la conservación del status de poder de un individuo o una familia que habían conseguido adueñarse del poder político. Por eso la definición de los fines y los medios de la política empezaba y acababa entonces en la razón separada, no compartida por/con los ciudadanos, que descubre en secreto cuál es el interés del Príncipe que luego será presentado como interés general.

La doctrina de la razón de Estado desaparece de la escena histórica cuando se abre paso la teoría del contrato social, por una razón elemental. La teoría del contrato social implica el reconocimiento de que existen individuos ­todos los individuos­ que son soberanos y que son los intereses de todos los individuos, el interés de todos ellos en que el poder esté sometido a leyes, lo que se impone sobre el interés exclusivo del Príncipe. El paso de la doctrina de la razón de Estado a la teoría del contrato social es, por tanto, el paso de una sociedad en la que el poder puede derramar cuanta sangre quiera porque los ciudadanos no existen a otra sociedad en la que el poder sólo puede actuar bajo leyes que son expresión de la voluntad general. Sin el paso de una cultura a otra y de una sociedad a otra no es posible acceder al Estado de derecho. Y es justamente a la prehistoria del Estado de Derecho a lo que nos han hecho retroceder con la restauración de la razón de Estado. Por eso Aznar ni nos habla ni nos contesta, y hay que comprender que no quiera ni acordarse de que existimos; en realidad, ya consiguió una vez, en aquel Pleno del jolgorio popular ante la unanimidad del apoyo a la guerra, que por lo menos los individuos que integran su grupo parlamentario se autoinmolaran como ciudadanos e inmolaran sus principios ­el que los tuviera­ en el altar de esa institución tan democrática de la unanimidad.

El interés que tiene certificar que un concepto como el de golpe de Estado ha sido rigurosamente utilizado para hablar de la invasión de Irak reside en que esa verificación incluye, como decía, un siniestro plus de sentido. Esta restauración de la razón de Estado no es sino el primer paso necesario para la instauración de un sistema de poder unipolar decidido a imponerse al precio que sea. Lo inquietante, sin embargo, está en la diferencia que hay entre esta situación recién creada y la que en el siglo XVII permitía hablar de las relaciones entre los Estados como un estado de naturaleza sin más ley que la del más fuerte. Hoy sí hay reglas en el orden internacional actual, y para imponer el nuevo proyecto imperial y retroceder hasta donde lo han hecho los patrocinadores de la invasión de Irak han tenido que hacer retroceder la historia, o si se quiere, empujarla hasta un grado de barbarie que no sólo no aspira a legalizarse sino que consiste precisamente en un vertiginoso retorno a un mundo sin más ley que la del más fuerte. Por eso han procedido a la demolición del acuerdo social ­frágil, sí, pero largamente anhelado y preparado­ que era la Carta de las Naciones Unidas. Y es de temer ­hay ya señales de que ese es el camino­ que esta pulsión de ilegalidad no va a quedar limitada al ámbito internacional, sino que también exigirá el sacrificio paulatino de derechos y libertades en las sociedades democráticas.

En efecto, la restauración de a razón de Estado tiene un aspecto más preocupante aún, si cabe, que permite entender el cambio de régimen (como lo ha llamado Mary Kaldor) que ha tenido lugar en Estados Unidos. Se trata de la restauración de la doctrina del Estado-potencia (Machtstaatsgewalt), que es la versión de la doctrina de la razón de Estado para el ámbito de las relaciones internacionales puesta a punto por los teóricos alemanes de finales del XIX y principios del XX. La doctrina del Estado-potencia implica dos cosas: primera, que el incremento continuo de la propia potencia es el principal instrumento del Estado para cumplir sus fines naturales; y segunda, que dada la anarquía existente en el orden internacional (la inexistencia de una autoridad como la del Estado nacional) la política exterior tiene que ser autónoma. Esto es lo decisivo: los Estados comprometidos en una política de potencia necesitan antes o después someter todas sus estructuras internas, desde las económicas hasta las jurídicas, a las exigencias de dicha política y, más concretamente, a la garantía del estatuto de Potencia en el orden internacional. O sea: el «limbo jurídico» de Guantánamo habitado hoy sólo por extranjeros puede convertirse en una prioridad de la política interna determinada por la autonomía de la política exterior.

Una de las innumerables ventajas de la restauración de la razón de Estado es que el Príncipe queda excusado del rubor: los que montan el «limbo jurídico» de Guantánamo acusan a sus adversarios políticos de violar las normas internacionales sobre el trato a los prisioneros de guerra. Han perdido las formas, y en primer lugar, las formas jurídicas.

[Mariano Maresca, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada]

30 /

4 /

2003

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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