La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
El embrollo del Estatut
Cuando escribo estas líneas aún no está claro cual va a ser el futuro de l’Estatut catalán ni siquiera en Catalunya. Y aún resulta más aventurado prever su tránsito en el parlamento de Madrid, en el hipotético supuesto de que se acabara aprobando en Barcelona. Sea cual sea su futuro, lo que resulta claro es que se trata de una cuestión mal planteada, especialmente para las fuerzas de izquierda, que puede traer amargos resultados. En el mejor de los casos reforzar el distanciamiento entre la política profesional y la ciudadanía; en el peor, abrir una crisis que tendría como beneficiaria a la derecha cavernícola que está realizando una acción de acoso y derribo en espera que las propias contradicciones del bloque de izquierdas conduzcan a un fracaso.
Que hayamos llegado a esta situación es expresivo del nivel que ocupan algunos aspectos ideológicos en las mentes de muchos políticos y de su incapacidad para producir escenarios alternativos. En primer lugar entre los cuadros políticos catalanes, formados en su inmensa mayoría sobre una cultura nacionalista que les lleva a enfatizar la importancia del autogobierno en el centro de sus proyectos políticos (aunque resulta patente que todas las castas políticas locales han sacado buenos réditos del estado de las autonomías -desde Extremadura hasta Balears-). En el caso de las formaciones declaradamente nacionalistas, éste es el eje vertebrador de su política y, en buena parte, sustenta su capacidad de hegemonía entre sectores de las clases medias y la mayoría de las áreas semirrurales. Convergencia i Unió, que siempre practicó una política de pactos con el partido gobernante en Madrid para garantizar un tranquilo ejercicio del poder en Catalunya y llevar adelante su derechista política social a escala local, no se había preocupado mucho de cambiar las reglas del juego establecidas hace veinticinco años, hasta que la mayoría absoluta del Partido Popular hizo patente que su papel a escala nacional se había reducido y que se iba a enfrentar a una ofensiva españolista desde Madrid. En ese momento lanzó la idea de reformar l’Estatut como una forma de recomponer su liderazgo local. Y enseguida pudo contar con el apoyo del resto de partidos (excepto el PP), temerosos de aparecer ante el electorado como una fuerza antinacionalista.
Cuando hace dos años se produjo la alternancia de Gobierno, las fuerzas del Tripartit se vieron impelidas a relanzar el proyecto. De hecho para Esquerra Republicana de Catalunya se trataba de una cuestión vital, especialmente para avalar ante su electorado más derechista su pacto de Gobierno con la izquierda no nacionalista. Pero también para Maragall, ligado por mil y un lazos con los núcleos familiares que llevan cien años en el núcleo de la política local. Aprobar un nuevo Estatut era también una forma de enterrar la figura de Jordi Pujol.
En esta aspiración no sólo juegan los grandes mitos nacionalistas, sino también otras cuestiones más prosaicas. Como la de la financiación, posiblemente mal planteada (las ansias de capturar competencias se impusieron en el regateo de traspasos financieros, lo que se ha traducido en una sistemática precariedad financiera), o la de la adecuación del Estatut a las nuevas realidades sociales y a un nuevo impulso democratizador (ésta ha sido la justificación básica de Iniciativa Verds-EuiA para aprobar el proyecto). Pero estas cuestiones, que en muchos casos requieren debates específicos, quedan sepultadas por la prevalencia de las cuestiones identitarias tanto en Catalunya (donde a menudo el Estatut se plantea como un pulso a Madrid) como en el resto de España (donde uno tiene la sensación que se sigue pensando en que cualquier desmarque diferenciador pone en peligro toda la convivencia). Y es precisamente esta prevalencia de los aspectos simbólicos la que ha generado un clima que impide plantear con serenidad la articulación de las cuestiones nacionales.
A esta dificultad de fondo se suman elementos derivados del mero cálculo político y de la lucha por el poder, tanto en Catalunya como en el resto del Estado. El elemento decisivo para que se apruebe el proyecto en el Parlamento local depende de Convergencia i Unió. Esta fuerza se juega su futuro político en este envite. Si finalmente se opone corre el riesgo de aparecer como la responsable de bloquear un logro «nacional» en una coyuntura favorable, pero si lo aprueba teme que con ello refuerce a sus adversarios. Esquerra podría aparecer como la fuerza nacionalista que ha conseguido un avance sustancial en las demandas de autogobierno y Maragall (y por extensión los socialistas) como la fuerza estatal que lo ha hecho viable, y que no podría ser tildada de brazo local del españolismo. La posibilidad de que el Tripartit se disolviera en caso de fracaso del proyecto constituye un atractivo adicional para los sectores de CiU que aún no han podido superar el trauma de ser desalojados de la Generalitat. Para el Tripartit el fracaso final del proyecto puede resultar traumático, puesto que ha sido uno de sus núcleos programáticos, y es posible que estén dispuestos a realizar concesiones hasta el último momento. Psicólogos y especialistas en teoría de juegos tienen ahí mucho material para el análisis.
Tampoco son muy distintas las cosas en el escenario español. Para el PP las cosas son sencillas. Manteniendo una cerrada defensa de un modelo unitario del Estado esperan erosionar al PSOE y recuperar el poder. El fracaso del pacto en Catalunya puede ser presentado como una muestra de la incoherencia de las alternativas de izquierda y la aprobación como un peligro de desmembramiento del país. Pero también dentro del PSOE el tema de Estatut genera crispación, tanto por la coexistencia de distintas corrientes, que incluyen un amplia y poderosa corriente españolista, como porque se trata de una forma de minar la hegemonía de Zapatero y su grupo. Para el ala mas derechista del PSOE Maragall y los suyos fueron esenciales para derrotar a Bono y un fracaso del Estatut (en Barcelona o Madrid) podría revertir el equilibrio interno. Demasiada tensión emocional y juegos de intereses para que pudiera darse un debate tranquilo.
Quedan posiblemente muchos episodios hasta el final de la obra y poco espacio para el optimismo. La dinámica del proyecto catalán, su radicalización (en parte alimentada por el nerviosismo de algunos barones socialistas que lo han atizado con declaraciones y actuaciones extemporáneas, en parte por la por la actuación de los políticos locales), ha ayudado a impedir que por una vez en este país se produjera un debate sereno sobre los problemas de un estado plurinacional y la oportunidad de apostar por una organización política y un entramado cultural de corte federalista. Y el eventual fracaso del proyecto planea como una amenaza sobre la continuidad de gobiernos de izquierda en Barcelona y Madrid. Pero es que los dirigentes políticos de izquierdas han sido prisioneros de sus propios discursos anteriores y no han sabido escapar de dinámicas que estaban minadas de trampas. Para colmo, en Catalunya el proceso ha servido para dejar aparcadas cuestiones como la de las comisiones ilegales o los modelos de gestión de los servicios públicos, centrales para un verdadero cambio de régimen. Algo que explica por qué en todo este embrollo la ciudadanía es una mera espectadora y en muchos casos refuerza sus convicciones conservadoras de que la política es algo ajeno a la vida cotidiana. [Albert Recio 20-IX-2005]
Post scriptum: Tenim Estatut, y la que va a caer
Al final CiU se ha decantado por el pacto y el Parlament de Catalunya ha votado mayoritariamente el nuevo texto (incluso Piqué, cuyo partido se ha opuesto, no ha dudado en aparecer en la foto final al lado de sus oponentes políticos). Es posible que en su decisión final haya pesado la evidencia que ERC no estaba dispuesta a romper el Gobierno local y ha preferido no correr el riesgo de aparecer como el malo de la película. Aunque habrá que analizar con más detalle las contrapartidas que ha obtenido no sólo en el texto aprobado sino también en otros temas de la política local (trato a la escuela privada, sistema electoral catalán, etc.). También habrá pesado lo suyo el predominio de una cultura social y política donde el pacto, y la componenda, son mucho más apreciados que la ruptura sin medida. Pero el fin de este ciclo abre otro más inquietante. El Partido Popular anuncia guerra sin cuartel y desde las filas socialistas retruenan algunas voces. La única posibilidad de superar con éxito la situación pasa posiblemente por la capacidad de negociación que desarrollen los defensores del proyecto, limitando las tensiones provocadas por gestos y declaraciones altisonantes, revisando y pactando sobre algunos aspectos, y transformando lo que hoy se percibe como una exigencia unilateral en parte de un proyecto realmente federal. Si fracasan, el resultado puede ser catastrófico para todos.
10 /
2005