La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
"Román", l'home que va organitzar el PSUC
Fundació Pere Ardiaca,
Barcelona,
Josep Torrell
Es ésta una biografía imposible, condenada desde un principio al fracaso. El personaje huye, se escapa, permaneciendo siempre en una semiobscuridad. Josep Serradell (Román) dijo que no pensaba dejar unas memorias, «porque no las entenderían». Enseguida, acude a la memoria el verso de Pasolini: no poder comunicar es la muerte. Esto Serradell lo dejó dicho con una contundencia (y un dolor atroz) que no hay que olvidar. ¿El personaje se define por sus opiniones sobre Andreu Nin, sobre el POUM, sobre Togliatti, sobre Claudín y Semprún, sobre Checoslovaquia, sobre Afganistán? No. De ser eso cierto, lo más seguro es que no hubiésemos comprado el libro. ¿Por su cálida y nostálgica rememoración de Manuel Sacristán? Tampoco ahí hay nada nuevo: ambos eran compañeros y se apreciaban, a pesar de que sus convicciones les llevaran por caminos distintos. El valor de Serradell —y de un libro sobre él— está en otro sitio: en esa zona obscura, hacia la que él tiende a escaparse. El valor está en el título del libro: en cómo se organizó el PSUC, un partido básicamente obrero, bajo el franquismo.
Negándose a hablar en primera persona, Serradell derivaba su biografía hacia lo exclusivamente político. Hacia los resultados. El biógrafo no ha podido evitar el dilema que eso planteaba, y el libro es un compendio de la historia del PSUC y después del PCC. Serradell así lo habría querido.
Pero entonces, ¿qué esperábamos del libro?, ¿cuál es la fuente de nuestro desasosiego? La pregunta se desplaza de Serradell a nosotros. La pregunta es simplemente la desesperación, el desánimo, los momentos oscuros de nuestra propia vida. En el libro no hay ni una mención a la derrota de la guerra civil, y tantas derrotas que han venido después, hasta la caída del muro de Berlín. Nos las hay, porque quizás no las hubo. Es decir, no fueron vividas como tales (y aquí hay que dar un sentido fuerte a la noción de vivir). Quizás —siempre quizás, sin ninguna certeza—, la derrota de la guerra civil instituyó un mecanismo de relojería que marcaba dos tiempos distintos. Por un lado, marcaba las horas del desánimo y la supervivencia, marcaba ese tiempo que late en toda la obra novelística de Manuel Vázquez Montalbán, que en Milenio Carvalho dejó escrito esta tesitura pesimista que hermana a toda una generación: «convocar recuerdos, temer futuros». Por el otro lado, marcaba las horas de los exilados, interiormente animados por un espíritu de lucha, que ven en la clandestinidad un paso más hacía la consecución de sus objetivos, que les fueron arrancados en la guerra civil. Serradell llevaba el reloj del exilio, aunque ayudó a organizar el partido en la clandestinidad.
¿Cómo? Esto es lo que no cuenta, lo que queda no dicho o velado por los aspectos más exteriores. En lo poco que le conocí, algunas reuniones en la transición, había en él algo desacostumbrado. Había en Serradell algo que hacía que el otro se sintiera un ser humano. Tuvo siempre el tono extremadamente delicado ante todos sus compañeros de partido —tan distinto de la displicencia de los que vinieron detrás—, de tratarles como lo que en realidad eran: militantes comunistas, gentes que sacrificaron muchas cosas para estar ahí con él. Esto, sin embargo, no suele aparecer en las biografías.
9 /
2005