La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gerardo Pisarello
¿Qué "plan B" para qué Europa?
La arrogancia de las elites europeas parece no reconocer límites. Cuando entre los escombros de la invasión a Iraq se frustró el primer Proyecto de Tratado constitucional en la Cumbre de Bruselas de 2004, las multitudes no llenaron las calles para lamentarlo. En las elecciones al Parlamento Europeo de junio de ese año, casi la mitad de los electores inscritos se quedó en su casa. Y en los recién ingresados países del Este, la media de votación no alcanzó el 30%. Sin embargo, el Tratado constitucional siguió su marcha, como si nada, apoyado en una férrea campaña mediática y en el sistemático silenciamiento de las posiciones más críticas. El referéndum español se presentó como la oportunidad de recuperar legitimidad en un país con nuevo gobierno y con zonas regadas, hasta entonces, de ayudas comunitarias. Se previó casi todo: apresurar la convocatoria de la consulta, degradar el debate con una propaganda oficial censurada por la propia Junta electoral y agitar con insistencia los espectros del miedo y del caos. Sin embargo, aunque el gobierno socialista escenificó sin pudor su autocomplacencia con los resultados, sólo tres de cada diez ciudadanos apoyó el Tratado, en un referéndum que registró los índices de participación más bajos desde el fin de la dictadura franquista.
No fueron pocos, en ese momento, los que advirtieron que quizás lo de las consultas populares no era una buena idea, que podía irse de las manos. De hecho, cuando los sondeos anunciaron un posible triunfo del «no» en Francia, el Parlamento alemán se apresuró a ratificar, con el asentimiento del 90% de sus miembros, un texto que sin dudas no habría obtenido ese apoyo de haberse plebiscitado en las urnas. La votación germana, por su parte, dio pábulo al curioso argumento que, por arte de magia, convertía las opacas ratificaciones parlamentarias en ocho países y una consulta con escasa participación, como la española, en la voz unánime de «220 millones de ciudadanos europeos, representantes del 49% de la población de la Unión» que el electorado francés no podía «desconocer».
Pero el electorado francés, mejor informado, con una historia reciente sembrada de luchas contra las políticas neoliberales y con el recuerdo todavía fresco del casi 50% de rechazo popular al Tratado de Maastricht de 1992, consiguió burlar el cerco mediático de las elites políticas y económicas para abrir una grieta determinante en el «proceso constituyente europeo». Aunque el 55% obtenido por el «no» tuvo una composición sin duda plural, las primeras encuestas realizadas por los propios organismos oficiales han dejado poco espacio para la especulación en torno a una oposición simplemente chovinista y antiturca. El rechazo al Tratado constitucional ha sido, mayoritariamente, un rechazo «desde abajo» y de izquierdas. El «no», en efecto, ha predominado entre sectores obreros, desempleados, trabajadores rurales y jóvenes. Asimismo, en un contexto de participación inédita en una consulta de estas características —casi un 70% del censo electoral—, votaron en contra un 60% de las bases socialistas, un sector importante de los verdes, la izquierda trotskista y comunista y buena parte de los movimientos sociales y sindicales. Y lo hicieron para impugnar el sesgo neoliberal, antidemocrático y militarista de un «proyecto europeo» que, contra lo que parece sugerirse a veces, se ha vuelto indisociable de la «política interna» de los Estados. En efecto, son los ejecutivos estatales —Chirac incluido— y no una oscura tecnocracia totalmente desvinculada de éstos, quienes deciden en la Unión las políticas —como las Directivas Bolkenstein, sobre el tiempo de trabajo o sobre ayudas a las empresas— que luego deben aplicar en sus respectivos países.
El contagio rebelde, en todo caso, no se ha detenido en las fronteras de Francia. Cuando los partidos mayoritarios y las elites comunitarias intentaban amortiguar el golpe del referéndum, apelando a la «excepcionalidad francesa» y amenazando, como ya se ha hecho antes con Dinamarca o Irlanda, con repetir la consulta si hiciera falta, ha llegado el mazazo holandés. Y con cifras más abultadas aún: un 62% de «noes» y una participación del 64%, muy superior al 38% registrado en las últimas elecciones al Parlamento europeo. Estos resultados, sin duda, tendrán una influencia determinante en Luxemburgo, otro de los «países fundadores» que en principio debe celebrar su referéndum a comienzos de julio, en un clima de creciente malestar respecto del Tratado.
De ahondarse la tendencia marcada por el «no» francés, el debate sobre un «plan B», hoy cuidadosamente eludido, resultará inevitable. No cabría descartar, en un contexto así, que las propuestas limitaran los cambios a simples retoques «por arriba». Es decir, a algún acuerdo entre los ejecutivos estatales que permitiera introducir reservas para los países más reticentes o incluso quitar del texto aquellos artículos que podrían desarrollarse posteriormente, sin que el «techo ideológico» de la propuesta se viera alterado. El canciller austríaco, Wolfgang Schüssel, ha exhumado incluso la posibilidad de impulsar un nuevo referéndum a escala europea para tapar la grieta abierta por los resultados en Francia y Holanda.
Una salida de esta clase, en todo caso, representaría un fraude a las exigencias de la esfera pública europea que, de manera paradójica, se ha ido creando a partir de los cientos de debates y movilizaciones realizados en torno a los límites de forma y fondo del actual Tratado constitucional en diferentes ciudades del continente. Contra lo que mantienen los partidarios del «sí» crítico, ha sido la irrupción de esta esfera pública crítica, y no las propuestas resignadas de anticipar la mejor interpretación posible del actual Tratado, la que está modificando la correlación de fuerzas a escala europea y creando las condiciones para un auténtico proceso constituyente democrático.
Seguramente, sólo un proceso de esta índole, que permitiera la celebración de una asamblea constituyente escogida de manera simultánea en todos los países de la Unión y por todos sus ciudadanos —o mejor, por todos las personas que residen en su territorio—, podría solventar en términos genuinamente democráticos la «crisis» abierta con los últimos rechazos al Tratado constitucional.
Mientras tanto, cuestiones básicas como el abandono de los proyectos de privatización de los servicios públicos, la reforma radical de los estrechos criterios del Pacto de Estabilidad, la introducción de una fiscalidad europea progresiva y ecológicamente orientada, el desarme progresivo de la Unión y la retirada de Iraq y Afganistán de las tropas de todos sus países miembros, o el aumento del presupuesto «social» comunitario con el objeto de reforzar las ayudas a los países empobrecidos del Sur y del Este y de contener, así, los actuales procesos de deslocalización, deberían formar parte irrenunciable de un «plan B» a la altura de las mejores exigencias europeístas del momento.
Un «plan B», en definitiva, que frente al peligro real de una involución racista, nacionalista y autoritaria, permitiera remontar el abismo que hoy separa a gobernantes de gobernados —un fenómeno del que deberían tomar nota también no pocas organizaciones sindicales, como la CES— y facilitara la refundación, «desde abajo», de un espacio europeo abierto, social, democrático, feminista, multicultural y ecologista, capaz de convertirse en una alternativa al actual horizonte capitalista.
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2005