La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Todo por la competitividad
El mensaje final que la última reunión de jefes de gobierno europeo en Bruselas ha transmitido a su ciudadanía es «que nuestro principal objetivo es convertirnos en el área económica más competitiva del planeta». Y se acepta más o menos veladamente que los otros objetivos considerados básicos (la sostenibilidad, la cohesión social, la igualdad de géneros, etc.), deben ser considerados de rango menor en aras de este gran proyecto colectivo. No es nada nuevo, por cuanto el término competencia o competitividad ya hace años que viene siendo aceptado como un eje orientador de la actividad económica, y constituye en gran medida uno de los eslóganes ideológicos sobre los que se está apoyando la remodelación neoliberal de la sociedad.
Se trata de una idea extraña. Pero que basa su capacidad de atracción en vivencias sociales a diferente nivel. Sin duda donde mejor funciona es en el ámbito del deporte y los concursos, actividades diseñadas como juegos en los que tiene que haber perdedores y ganadores. Pero se trata en todo caso de actividades socialmente triviales (aunque permiten mantener por sí mismas un importante tinglado mercantil), que sirven como entretenimiento pero no sirven para resolver cuestiones sociales básicas Sin duda la importancia que deportes y concursos han adquirido en nuestro mundo favorecen la aceptación de esta idea en otros ámbitos. Por ejemplo en el campo de la producción científica donde cada vez más se potencia la elaboración de proyectos como una competencia entre equipos, donde al igual que en el deporte lo que priman son las estrategias para ganar, a menudo en detrimento de otros aspectos. Y es que a veces uno tiene la impresión que también en algunas esferas científicas prima más el juego que la relevancia, la dedicación a temas que dan premio que a cuestiones importantes (por fortuna no toda la producción científica es igual y aún existen espacios para la honestidad y la búsqueda desinteresada, aunque el peligro es también ahí evidente).
El mundo de la empresa también sugiere ideas de competitividad. La empresa se configura como un pequeño ente enfrentado a otros rivales que persiguen el mismo botín. En este imaginario, al igual que en el deporte, todo vale con tal de salir airoso, en forma de crecimiento de la empresa, supervivencia, etc. Aunque ahí la cosa ya es más compleja porque la propia empresa está atravesada de contradicciones que a menudo contradicen esta imagen de un colectivo en la búsqueda de autodefensa: el deterioro de las condiciones laborales, la destrucción de empleos, etc., que a menudo se esgrimen como medios para ser competitivos, recuerdan también que el coste a pagar difiere según cuál sea la posición de cada uno en este pretendido «barco en el que vamos todos». Por esto el mundo empresarial siempre ha necesitado de mecanismos culturales complementarios (políticas de motivación) que ayuden a la gente a creer en el interés de la empresa y a aceptar dócilmente los costes que tiene para sus vidas la adopción de políticas orientadas a este fin.
Lo que hoy nos proponen los jerarcas europeos es que traslademos esta misma creencia a escala nacional, Algo que tampoco es nuevo, Al fin y al cabo es lo que siempre han hecho los estados cuando se han lanzado a aventuras bélicas e imperiales alegando el peligro que para su integridad representaban los pueblos rivales. Sabemos bastante de cuáles eran las motivaciones reales de estas guerras y de cómo se reparten sus costes. Y resulta fácil entender que las demandas actuales para convertirnos en un bloque competitivo van en una dirección parecida, la de exigir a la ciudadanía que acepte unos costes sociales en forma de deterioro de salarios y condiciones de vida y trabajo, de aumento de la inseguridad económica, de pérdida de independencia social, aunque de momento no se nos pida que vayamos directamente a la guerra También ahora se perfila un potente enemigo, China (los otros dragones asiáticos resultaban demasiado pequeños para darnos miedo). Y también, como en las guerras, se trata de cerrar filas evitando realizar una valoración crítica sobre entrar en dicha competición.
Visto desde lejos, poner la competitividad como un elevado objetivo social puede verse como muestra de infantilismo o de peligrosa paranoia. Porque además es un objetivo no cuantificable que como la adicción a las productos tóxicos siempre pide más. Producir más, trabajar más, no tiene sentido si no es para garantizar una vida satisfactoria a la gente. Y hay bastante evidencia de que las largas y variables jornadas laborales, el desempleo recurrente y la reducción de la protección social contribuyen negativamente al bienestar social. Por ello ya hace algunos años Paul Krugman, un economista no radical, reunió varios de sus trabajos como crítica a la competitividad y recordó que lo que sí mejora la vida de la gente es la productividad, entendida como mejora de las formas de producir (aunque las mediciones de la misma no escapan tampoco a la controversia cuando se toman en consideración los impactos ecológicos de algunas de las técnicas que mejoran la productividad del trabajo). Resulta asimismo evidente que en muchos casos la competitividad no sólo se consigue haciendo las cosas mejor sino deteriorando las condiciones sociales y ambientales del proceso productivo (de la misma forma que muchas competiciones se ganan comprando al árbitro, haciendo trampas, con doping, o forman parte simplemente de juegos amañados). De hecho, a pesar de la retórica sobre la inversión en tecnología, lo que se está pidiendo a la población europea es que acepte el deterioro de sus derechos sociales en aras de este gran objetivo colectivo.
Una situación que resulta más curiosa cuando se analiza realmente cómo está funcionando el proceso. Bastarán un par de ejemplos. En unos casos la competitividad es aducida por las filiales de alguna empresa transnacional para justificar el cierre de una planta o el cambio en las condiciones laborales. Se alega que la pérdida de competitividad de la planta afecta a su futuro. Lo que a menudo se pasa por alto es que el competidor no es otra empresa sino otra planta de la misma empresa situada en otro país donde predominan otra estructura de derechos sociales. De hecho la competencia la está produciendo la misma multinacional enfrentando entre sí a sus trabajadores (y sociedades) de diversos territorios. El rival está autoproducido por quienes van a ser los gananadores reales del ajuste, los directivos y accionistas de la multinacional. Lo racional sería, a escala europea, imponer normas sociales comunes que obligaran a las grandes empresas a garantizar derechos básicos en todas partes y se evitara esta competencia a la baja entre clases obreras de distintos países.
En otro plano, al poner el peligro chino como justificante, la Unión Europea trata de eludir el cuestionamiento de sus propias políticas macroeconómicas y su adopción de politicas neoliberales a escala internacional. Exagerando incluso el peso que tienen las importaciones chinas en la generación de los actuales problemas de empleo (por mucho tiempo la producción china sólo podrá representar una pequeña fracción del consumo europeo, por más que represente un elemento importante en sectores concretos) y evitando debatir el marco monetario, institucional y social en el que esta «competencia» tiene lugar. La apelación continua a la competitividad no sólo es un mantra con el que colar otras demandas menos aceptables, sino también una forma de evitar que se produzca otro tipo de debate sobre los objetivos de la actividad económica.
La competititividad nunca puede ser un objetivo primario de las sociedades humanas. Éstas deben preocuparse de satisfacer necesidades básicas y garantizar a todo el mundo una vida con niveles aceptables de autonomía y capacidad de realización. Aunque sin duda cuáles son estas necesidades es un tema discutible, que exige contar con buenos mecanismos para garantizar un serio debate social (y que posiblemente pueden dar lugar a soluciones diferentes). Que la actual estructura económica es insatisfactoria en muchos aspectos e imposible de sostener es también cierto. Y ello obliga sin duda a replantear los objetivos y las formas de las políticas comunitarias. Lo que resulta evidente es que la potencial amenaza china nos indica dos cosas igualmente preocupantes: que una parte de nuestra prosperidad se sustenta en un juego de suma cero que resulta fatal si caemos en el lado perdedor, y que el impacto ecológico que generará la copia de nuestro modelo por otro 20% de la población mundial puede ser terrible. Pero esta toma de conciencia también nos indica que si basamos la respuesta en la competitividad el resultado puede ser catastrófico. Por ello me parece tan decepcionante oír a los supuestos (o reales) representantes de los y las asalariadas hablar en términos de competitividad y olvidarse de crear una nueva conciencia social en la que la cooperación, la búsqueda de salidas colectivas, la regulación consciente sustituya a la locura de un mundo actual regido por una capa de machos que aún están obsesionados en demostrar que la tienen más larga que nadie.
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2005