La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Jaume Segarra
El referéndum francés
He empezado a tener esperanzas que la semilla valientemente sembrada por el No en ese referéndum que tenía que ser triunfal y masivo en España, tampoco iba a ganar moralmente en Francia cuando he escuchado en la muy oficial Radio France mentar al engendro giscardiano como el Tratado de Giscard. Con ello se coloca al llamado tratado constitucional al mismo nivel de simpatía que despierta en Francia ese personaje pedante y orgulloso pero ávido de poder y de dinero que una vez, hace años, fue presidente de la República francesa en una época que poco dice ya a sus conciudadanos y en la que se podían aceptar impunemente regalos de dictadorzuelos africanos.
Y las encuestas dan ya un 54 % de votos No, en su mayoría de izquierdas (el 59 % del electorado de las izquierdas dice preferir el No). La campaña de verdad está empezando ahora, pero los argumentos de Fabius y de Marie-George Buffet (los socialistas partidarios del No y los comunistas) así como de Attac y de una gran parte de las bases sindicales de la CGT, parecen ir en la línea del sentimiento popular contra la propuesta Bolkestein de liberalización a la baja y salvaje de las condiciones de contratación en toda Europa, símbolo de esa Europa de los explotadores que el auténtico guionista del Gobierno francés, el jefe de la patronal MEDEF Antoine de Seillère, otro noble más o menos auténtico como Giscard d’Estaing, concita en sus sermones ante la incapacidad del Gobierno Raffarin de afrontar la situación. Ya ese lunes de Pascua trabajado en parte de Francia está sirviendo para liquidar las famosas 35 horas. Y Seillère insiste, como un Cuevas cualquiera. Barroso, el cuarto mosquetero de las Azores (eran cuatro, como los tres mosqueteros de Dumas), amenaza con el anatema, pero tiene que acabar aceptando modificaciones, aun temporales, en la política económica de la Unión.
La Unión europea, sus países, sus pueblos, necesitan, incluso estructuralmente, en su misma concepción como organización supranacional permanente, una política distinta de la que desde la asimetría, desde la unipolaridad, quiere imponer el pensamiento neoliberal. No se puede predicar el multilateralismo a escala internacional y exigir dentro de Europa que se instale la pura dominación unilateral de las grandes empresas.
Pero en todo caso, aquí y ahora, en estos momentos de recesión, persistir en esa línea es también suicida. La defensa del estado de bienestar, entendido éste no como el resultado de una carta otorgada, sino como el de las luchas sociales y la complejidad de la sociedad europea de todo el siglo XX, es imprescindible si se quiere darle continuidad al proyecto y apoyar el desarrollo de terceros países, es decir de sus fuerzas internas progresistas, no el de las multinacionales allí instaladas.
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2005