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Xavier Pedrol y Gerardo Pisarello

Tras el referéndum: Eppure si muove

Desde su impulso inicial en la Declaración de Laeken de 2001, el «proceso constituyente» europeo se ha movido más en el plano simbólico que real. La invocación de palabras como «Convención» o «Constitución» no ha supuesto una voluntad sincera de modificar las formas y el fondo del proceso de construcción europea. La larga sombra de los ejecutivos estatales nunca dejó de planear sobre el proceso de elaboración del Tratado constitucional y el texto resultante, tras más de medio siglo de integración, no hace sino consolidar la estructura elitista y la orientación mercantilista asumidas por la Unión sobre todo desde Maastricht.

El gobierno español, con todo, hubiera podido aprovechar el proceso de ratificación del Tratado para abrir un debate más amplio, no sólo acerca de su contenido, sino sobre el sentido general de la propia integración. Pero no lo hizo. A pesar de que ni en 1986, con ocasión de la adhesión, ni con la ratificación de los Tratados sucesivos (Maastricht, Ámsterdam y Niza) se había convocado una consulta popular, actuó en sentido diametralmente opuesto.

Con dos años de margen por delante, se apresuró a convocar un referéndum consultivo cuando la mayoría de la ciudadanía desconocía lo que habían tramado Giscard d’Estaign, los miembros de la Convención y los jefes de Estado. La inminencia de la convocatoria forzó a su vez el pronunciamiento del Tribunal Constitucional acerca de las posibles incompatibilidades entre el Tratado constitucional y la Constitución española. El cambio de opinión de algún magistrado, que se había manifestado con claridad a favor de la necesidad de reformar previamente el texto de 1978, hizo patente la «presión política» que supuso la ansiedad del gobierno por ser «los primeros con Europa».

El compromiso inicial del presidente del Gobierno con la «democracia deliberativa» y el «republicanismo cívico» pronto se desvaneció en una exhibición propia de los peores regímenes plebiscitarios. Lejos de fomentar un debate público, plural, informado y de calidad, se impulsó una campaña superficial, que acabó por contagiar al resto de las fuerzas políticas (de todas ellas, sólo Iniciativa per Catalunya y Convergencia Democrática de Catalunya, siquiera sea de manera forzada, propugnaron el debate interno, con ponencias alternativas a favor del sí y del no). El aparato mediático y los recursos puestos al servicio de la defensa del sí fueron imponentes (un botón de muestra: vid. infra «Los euros del sí»). Tras el escaparate de una autodenominada «Plataforma Cívica por Europa», hasta entonces desconocida, grandes empresas como el BSCH, Telefónica, Iberdrola, Unión Fenosa, Iberia, Fiat o Auna recordaron, casi diariamente, la necesidad de apoyar una Unión basada en la «solidaridad, la justicia y la paz». La televisión basura y los rostros de algunos famosos sirvieron para difundir los aspectos más amables del texto, ofendiendo la inteligencia de los espectadores y ocultando, en cambio, sus perfiles militaristas o su núcleo duro neoliberal. En cambio, las voces críticas con el Tratado fueron borradas o minimizadas en las pantallas y en la prensa. Muchas Plataformas del no tuvieron problemas para reunirse e incluso para manifestarse. Ante la evidencia de la asimetría, la propia Junta Electoral Central se vio obligada a amonestar a un gobierno que, en su prepotencia propagandística, no dudó en tantear el terreno de la ilegalidad.

Y sin embargo no fue suficiente. A pesar del férreo consenso exhibido por los valedores del Tratado, el índice de participación en el referéndum -el 42,3%- ha sido el más bajo desde la caída del franquismo y uno de los más pobres en el ámbito de las consultas europeas (sólo el primer referéndum irlandés en torno al Tratado Niza registró una participación menor: el 34,7%). Las posiciones críticas partidarias de «otra Europa», por su parte, han conseguido abrirse un espacio digno que servirá para apuntalar sensibilidades similares no sólo en el resto de la Unión, sino también fuera de ella. En Euskadi, Navarra y Catalunya, donde a las razones «sociales» de oposición al Tratado se sumaron las demandas a favor de una Europa plurinacional, el porcentaje de votos en contra, en blanco y de abstenciones, resultó bastante superior a la media estatal. Todo ello a pesar de que el PNV o CiU reforzaron la «pinza» de los partidos mayoritarios.

En realidad, de cara a las elites de la Unión, y sobre todo de cara a consultas más problemáticas, como la francesa, el expediente que los defensores del Tratado constitucional pueden mostrar es poco convincente. El sí ha obtenido la mayoría de los votos, pero nada justifica las euforias verbales desplegadas por el gobierno y algunos de sus aliados. Pretendían imponer un Tratado que se limitara a blindar, para los próximos treinta o cincuenta años, un modelo de integración neoliberal y tecnocrático. Sin embargo, como un aprendiz de brujo, han desatado fuerzas y temas «onstituyentes» que acaso ya no puedan controlar. Algo se mueve en Europa.

3 /

2005

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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