La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Joaquim Sempere
Nos habían avisado los «chalecos amarillos»
Cuando estallaron en Francia las protestas de los “chalecos amarillos”, hubo quien advirtió de la necesidad de sacar las lecciones pertinentes para que no se repitiera, ni en Francia ni en otros lugares. Sin embargo, se está repitiendo en nuestro país, aunque entonces las protestas fueron provocadas por una medida fiscal del gobierno, mientras que ahora, en España y en otros países europeos, es efecto de la guerra de Ucrania. El fondo, no obstante, es el mismo: estamos inmersos en una dependencia respecto de unos combustibles fósiles cuyo suministro no está asegurado. Hoy es una guerra que era imposible prever. Lo que sí era, y es, posible prever es el agotamiento de esos combustibles. Y ahí sí que vale la analogía: en ambos casos nos vemos –y veremos— obligados a prescindir de esas fuentes de energía. Y funcionar con otras.
De esta circunstancia se infiere fácilmente la necesidad y urgencia de una transición a un modelo con fuentes renovables, que son inagotables, aunque de menor densidad energética. Unos lo vemos como una necesidad urgente y hasta —si se hicieran bien las cosas— como una oportunidad para enderezar una situación ecológica inviable: la transición energética sería el primer paso en un itinerario mucho más ambicioso de transformación ecológica profunda. Otros no ven ni la necesidad ni la urgencia, y no tienen la intención de enderezar nada. De esta segunda actitud, se derivan desde una acción desganada e indolente hasta un boicot activo. Esta actitud es la que predomina o da el tono. Y si eso es así no es sólo por la inepcia o traición de las élites del poder, sino también porque a la ciudadanía le cuesta mucho imaginar cuán cerca estamos del abismo del desabastecimiento energético, y por eso hace oídos sordos a los avisos de alarma, convenientemente aleccionada desde los medios de difusión. Vamos a pagar muy cara esta insensibilidad.
El suministro de combustibles fósiles y de uranio se agotará en la segunda mitad del presente siglo. Y antes se hará notar con episodios variados e imprevisibles. A medida que se agoten las reservas más asequibles se encarecerán los costes de prospección, extracción, refino y transporte, y se reducirán —como ya está pasando— las cantidades disponibles, con las correspondientes repercusiones sobre los precios. A lo largo de este itinerario pueden ocurrir múltiples episodios que entorpezcan inesperadamente el suministro y agraven la escasez, como la actual guerra en Ucrania. La hostilidad entre Israel e Irán es otro foco posible de guerra en otra zona rica en hidrocarburos. En casos así, las cosas se complican con acaparamiento por parte de grandes empresas y estados poderosos, que agravan el desabastecimiento y estimulan la especulación. También pueden ocurrir cosas menos truculentas, como la falta de inversión suficiente en el mantenimiento de las infraestructuras (pozos, extracción, depósitos, oleoductos y gasoductos, transporte marítimo y terrestre), que redunden en una disminución de la oferta. La Agencia Internacional de la Energía, en su último World Energy Outlook de 2021, avisa de que, si persiste en el sector del petróleo esta falta de inversión, hacia 2025 podría producirse una reducción de la oferta del orden de un 30%. Y es que las grandes corporaciones energéticas ven que el negocio del futuro está en las renovables y se despreocupan de las fuentes convencionales.
Todos estos datos juntos indican cuán difícil es una transición como la que tenemos delante en una sociedad tan energívora como la nuestra. El problema se puede resumir así: hay que acelerar el paso a las renovables y, a la vez, minimizar la quema de fósiles para no agravar el cambio climático, cuya causa principal es justamente esa quema. Pero este proceso debe planificarse para que en ningún momento haya interrupciones del suministro de energía, renovable o no. La fabricación del número ingente de aerogeneradores, captadores fotovoltaicos, bombas de calor y otros dispositivos “verdes” requiere, en esta fase transitoria, la quema de cantidades enormes de combustibles fósiles —hasta que la producción de hidrógeno verde en cantidades suficientes permita prescindir de petróleo, gas y carbón y haga posible un modelo renovable autosostenido. El procedimiento ideal para esta fase transitoria sería concentrar la mayor proporción posible de fósiles en la fabricación e instalación de renovables y de artefactos propios de una economía descarbonizada, reduciendo paralelamente la producción y uso de artefactos propios del fosilismo que habrá que relegar a los museos de arqueología industrial (o, mejor, desmontar para reciclar sus materiales). Ello haría posible acelerar la sustitución del modelo fosilista por uno renovable minimizando los impactos climáticos durante la fase de transición, y sin interrupciones graves de las actividades socioeconómicas.
Una primera conclusión de sentido común es que esa substitución sería tanto más fácil y rápida cuanto menores fueran las necesidades energéticas, porque se necesitarían menos captadores eólicos, fotovoltaicos y otros. Esto es muy importante en un contexto en que se duda de que la corteza de la Tierra tenga las cantidades de minerales necesarias para una transición a las renovables que pudiera proporcionar toda la energía que hoy en día se usa en el mundo. Y se lograría mejorando la eficiencia de los aparatos de toda clase, acabando con la obsolescencia programada y con otras medidas, como la reducción de la producción y venta de artefactos innecesarios —lo cual equivale a decrecer—. Así, haría falta una rehabilitación del parque de viviendas y otros edificios para evitar despilfarros energéticos en la calefacción y climatización (que llegan a alcanzar más del 50% del gasto). Y reducir la necesidad de transporte (que se come la mitad de todo el petróleo quemado en el mundo) con producción de proximidad y simplificación de las cadenas de valor, es decir, con mayor autosuficiencia en todos los campos posibles.
El simple enunciado de estos imperativos sugiere ya su dificultad. Además, son perfectamente imaginables las fricciones técnicas, económicas, sociales y geopolíticas de esa transición. La guerra de Ucrania no era previsible, pero sí lo eran –y lo son— otros obstáculos. El suministro de las ciudades tiene que asegurarse mientras no se haya transformado radicalmente la relación entre campo y ciudad. Una manera, provisional, de abordarlo habría podido ser dar prioridad a un parque suficiente de vehículos eléctricos (especialmente camiones y furgonetas) para asegurar el suministro alimentario de las ciudades respetando las zonas de bajas emisiones, y apoyar con ayudas públicas la reconversión de la flota de transporte de mercancías. Cuando se negoció con Seat la instalación en España de una fábrica de coches eléctricos, ¿no habría sido conveniente imponer a Seat una cuota obligatoria de furgonetas eléctricas en vez de sólo coches eléctricos? A las grandes transnacionales no les gustan las interferencias de los gobiernos en sus planes, pero dado que el gran capital decide sus inversiones en función de sus expectativas de beneficios y no en función del interés general, ha llegado el momento de luchar a fondo para imponer el interés público en las políticas económicas. El artículo 128.2 de la actual Constitución española establece: “Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales […] y acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general”. Esta norma permite al gobierno dictar medidas que faciliten y aceleren el cambio a una economía verde, y por tanto es un instrumento del intervencionismo económico público que podría asegurar ese cambio con celeridad si se lograra el consenso sociopolítico para ello. No tendría por qué afectar a la propiedad privada: podría efectuarse en el actual marco jurídico, aunque un gobierno socialista valiente, capaz de imponerse a las resistencias inevitables del gran capital, estaría en mejores condiciones para llevarlo adelante. La propuesta de las furgonetas eléctricas es sólo un ejemplo de lo que se podría hacer de cara a ese cambio. Se pueden añadir otros ejemplos: la reforma de todo el parque de viviendas y edificios para reforzar su aislamiento térmico; y el traspaso de buena parte del transporte de mercancías al ferrocarril, reduciendo el transporte por carretera. Estos ejemplos dan una idea de que se puede (y se debe) abordar hoy mismo un abanico de medidas que son indispensables en la lucha contra el cambio climático y en la necesaria adaptación a una economía descarbonizada. Retrasar estas y otras medidas viables ya hoy será incurrir en una grave responsabilidad y exponer el país a una serie interminable de crisis y protestas estériles que empobrecerán a quienes trabajen en los sectores afectados y consumirán miles de millones de euros de las arcas públicas para poner parches que no resolverán nada, añadiendo además un malestar social generador de frustración y de falsas soluciones populistas.
Pero la reflexión no debe terminar aquí. El desplome ineluctable del modelo energético fosilista-nuclear lanza otros retos a más largo plazo. El primero y más urgente tiene que ver con el modelo agroalimentario actual, por insostenible. Se trata de una agricultura de grandes unidades, mecanizada, productivista, dependiente de fertilizantes minerales y productos químicos de síntesis, e intensiva en riego. Y una ganadería intensiva que consume mucho grano y productos químico-farmacéuticos y afecta al bienestar animal. Se trata de una agricultura con escasa resiliencia porque depende de insumos de origen agrícola o mineral-industrial, normalmente importados de lejos y sujetos, por eso mismo, a circunstancias aleatorias. Lo ha puesto en evidencia la guerra de Ucrania, país que nos proporcionaba trigo, maíz, aceite de girasol y gas (usado en las fábricas de abonos nitrogenados). Pero como entramos en un período histórico de turbulencias ligadas al agotamiento de los combustibles fósiles y el uranio, con sus inevitables reducciones y cortes en el suministro energético, es de una prudencia elemental reorientar nuestro sistema agroalimentario hacia la resiliencia derivada de la máxima autosuficiencia posible, y del paso a una agroganadería ecológica de proximidad, sin química, sin insumos de origen lejano, con menos maquinaria, con circuitos cortos de comercialización, etc. Como con la comida no se juega, sería altamente aconsejable abandonar la dependencia del petróleo y de los otros insumos de la corteza terrestre, finitos y contaminantes. Esto es perfectamente posible: hoy tenemos conocimientos para recuperar la agricultura orgánica de nuestros abuelos mejorada con técnicas nuevas. Lo que sí requeriría este modelo, que necesita más mano de obra, es una vuelta a la tierra de cientos de miles de personas (si hablamos de un país como España) para ganarse la vida con la agricultura o la ganadería. Esta sería la clave principal para el reequilibrio territorial por el que claman quienes se lamentan de la “España vaciada”. Este reequilibrio vendría de la mano, también, de la riqueza producida en el medio no urbano por las inversiones en renovables, que requieren el espacio que no tienen los núcleos urbanos pero sí el medio rural; y que generarían tejido industrial asociado a esas inversiones y a otras que las administraciones públicas deberían promover para mejorar el medio rural: mejoras escolares, culturales, sanitarias e industriales, con la correspondiente expansión de puestos de trabajo remunerados. Pero sobre todo con políticas de precios adecuadas y medidas para facilitar el acceso a la tierra y a la vivienda a quienes decidieran volver al campo. Las actuales técnicas de comunicación y de transporte podrían ser buenas muletas para evitar que lo rural fuera aquel ámbito estrecho, alejado e incomunicado que fue en el pasado, y así dar a la vida rural un atractivo mayor.
La crisis energética hará subir los precios de los carburantes una y otra vez, de modo inexorable, haya guerras o no las haya. No se puede dejar a la población indefensa ante sus efectos deletéreos, y especialmente a quienes más directamente se ven afectados. Pero subvencionar los carburantes —que, para salir del paso, aparece hoy como inevitable porque se han hecho mal muchas cosas— será un despilfarro que sólo aplazará la salida sin aportar solución. La solución sólo llegará con medidas como las apuntadas, las cuales implican cambios estructurales de gran alcance, que incluyen reconversiones industriales y laborales para garantizar nuevos puestos de trabajo en la economía verde que compensen los perdidos en las actividades antiecológicas que se eliminen. Se necesita un cambio de sociedad, de organización del espacio, de la división del trabajo; un cambio con muchas medidas relacionadas entre sí que sólo pueden articularse con una visión holística, de conjunto. Y el mercado, buen regulador de la economía en situaciones estables, se mostrará impotente para una tarea tan compleja: habrá que recurrir al dirigismo de las administraciones públicas y a la planificación, al menos durante las fases transitorias. Sin tales medidas, el abandono del modelo fosilista acabará imponiéndose por pura necesidad, pero con demasiados daños colaterales y resultados inciertos. Más vale apostar por un plan de choque asociado a un amplio consenso social, con especial protección de los más vulnerables. La alternativa puede ser el caos y el derrumbe del orden social.
30 /
3 /
2022